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La promesa de la cultura como construcción de identidad:
sobre Souza, de Nina Avellaneda.

Por Carlos Henrickson



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Al leer Souza (2021: Komorebi, Valdivia) de Nina Avellaneda (Limache: 1989), lo primero que se me vino a la mente es que estaba ante una nivola en plena forma: la absoluta naturalidad al asumir la torsión fantástica de un mundo que se resiste a una explicación total y cartesiana. Sin embargo, los rasgos diferenciadores, contemporáneos, críticos (en el sentido de habitantes de una crisis) de este libro llaman a profundizar en ellos y en la tragedia específica a la que apelan.

En el centro de la trama de Souza se da como evidente el problema de la identidad, transmitido de manera reiterativa con la idea del doble, con incluso la presencia de Borges como llamada en este sentido. Pero esa llamada del personaje Borges se da precisamente en un entorno -un metro atiborrado de personas- que nos indica en dónde se ancla el problema de la identidad: en el horizonte de la multitud. La misma mirada del personaje central se nos muestra obsesionada con una multitud en que cada individuo tiene rasgos absolutamente distintos e irrepetibles, una obsesión que es tanto más fundada en el personaje de Souza desde el instante en que él mismo siente haber vivido una doble vida, que no tiene una única existencia. ¿Es posible ahondar algo más en este conjunto de temas tan absolutamente presentes en la literatura moderna? La respuesta nos la puede dar una lectura de clase.

Con esto último me refiero a lo que yo llamaría la promesa de la cultura, entendida esta última en su sentido restrictivo de la cultura que aspiraba a distinguir a un individuo de la masa: esta promesa es clave en la construcción de cada una de las identidades de los dos personajes centrales (y uno tercero del que ya hablaré). La situación social de Souza es efectivamente la de un trabajador de la construcción, involucrado en la base anónima e indeterminada de la vida económica, en un entorno de trabajo caracterizado por reglas absolutamente ajenas:

Era posible que a fin de mes quienes habían cumplido con su trabajo recibieran menos dinero que los escapistas, no había lógica a la hora del pago –lógica, por decir algo–, solo construcciones por terminar para antes de ayer y trabajadores absortos en una obra que jamás sería su obra.

La distinción de Souza, la que lo arroja al centro de la narración, no es su mayor grado de asimilación de alta cultura, sino la conciencia íntima de ser otro. Esto es expresado por el narrador de una forma cuya naturalidad fuerza de un golpe a ampliar las bases del pacto narrativo con el lector, casi al inicio de la novela:

De todos modos, y de manera de complacer a Souza, he querido darle un final junto a su doble, pero me he desviado en la trama y antes es un trabajador que alfombra departamentos en la constructora Almagri. O es el descampado o es Souza, aunque Souza es tantas personas, excepto Borges.

Esta intuición, que si bien está siempre al filo de la alucinación, excluye la posibilidad de un simple delirio, y de hecho solo podemos conocerla a plenitud a través de Luiza, personaje que comparte con Souza el centro de la acción de la novela. De hecho, con cambios muy leves, el libro podría bien tenerla a ella como centro, con Souza como el personaje que canaliza su presentación: en ella, en cambio, la identidad dispersa se da como fenómeno psicológico, en una interioridad mucho más compleja que está indisolublemente vinculada a su oficio como actriz y directora de teatro. La relación entre estos dos personajes está marcada por su situación opuesta con respecto a la promesa de la cultura: si Souza se distingue ante sí mismo por una doble vida interior, Luiza se distingue externamente por su formación artística y su propio oficio; por otro lado, mientras Souza no ha viajado -en el yo que se nos presenta a los lectores, al menos- fuera del país, la extranjería de Luiza es remarcada a través de la presentación de su vida íntima a través de postales enviadas a Souza.

Esta relación entre los dos personajes toma relieve en la medida que es a través de ella que podemos penetrar su interioridad. Esta intimidad, mediada por su relación, está inevitablemente marcada por sus diversas maneras de mirar el mundo, lo que desde ya afirmaría una pluralidad inevitable de mundos marcados por -aparentes- alucinaciones y una presencia permanente y vivenciada de la memoria. Pero, además, se presenta otro pliegue de complejidad al presentarse la voz de la autora que asimila su labor de creación al mismo juego plural, constituyéndose como otro personaje y, por tanto, un nuevo juego de alucinaciones y memorias en el seno de la narración:

He sido ensimismada. Me arrepiento de aquello, quiero dejar constancia. Ayer me vestí completamente de amarillo, pinté mi casa incluso de un cálido mostaza. Lo hice pensando en él y en los días grises. Por la mañana me preguntaba: ¿Has soñado? Yo, que sueño mucho, le refería mi último sueño. Me he soñado siendo un hombre, no puedo describir lo que se sentía ni por qué contaba con tal seguridad. Ya no era una mujer, o tal vez, aún no era una mujer. Tenía la gracia de ostentar cuatro nombres, de los cuales solo he podido recordar tres.
Simultáneamente he sido Souza, Luiza y Borges. Simultáneamente ha sido ayer, hoy y mañana. Cada vez que intento el relato echo mano de una artificialidad desagradable, mi razón tan solo comprende sucesiones.
Escribir es una pérdida.
Lo que en mi sueño me colmaba, el lenguaje lo fragmenta.

De hecho, este personaje de la autora manifiesta además cierto estado de fragilidad material que reproduce también una posición conflictiva con la promesa de la cultura -en cuanto la promesa de la creación literaria. Esta también se transforma en garantía de identidad y estructuración de un equilibrio entre lo real y lo posible, lo presente y lo imaginado.

Sin embargo, en la base de la narración está precisamente la imposibilidad de este equilibrio, ante la inevitable difuminación de los límites entre estas. La promesa de identidad no puede sino quedar incumplida, y esto se presenta sin dudas como una intuición en Souza, cuya escisión íntima le permite mirar como desde afuera, sin imaginación:

Su cuerpo se insinúa tras un vidrio, piensa en las postales de Luiza desplazándose en vuelos nocturnos y en la simultaneidad de dos hechos. Figura la contradicción como bifurcaciones, cualquier contradicción, como un camino disparado que coexiste. –Todo coexiste –piensa. Todo es verdad. Al instante se desdice, saca la mitad de su cuerpo por la ventana para sentir la muerte, sostiene tanta confusión que necesita aproximarse a esa posibilidad. La muerte es real –dice en voz alta– como si fuera otro quien reflexiona.

Así como su revelación ante la escena teatral:

No lo sé... creo que hablabas de los artistas, del teatro. Pero lo que me mantenía atento no era eso, sino que cada cosa que tú o los demás expresaban parecía tener un marcado inicio y un final, líneas precisas seguidas de las líneas igualmente precisas de alguien más, nunca una voz sobre otra y nunca decir para mí mismo: «no escuché lo que dijo» porque eran como palabras de Dios. Todos sabiendo exactamente qué decir, cuándo y cómo, lo que daba una sensación de irrealidad. Sí, es eso, la irrealidad.

Si la identidad se sustentaba en el cumplimiento de la promesa de la cultura, presentada en la relación -y construcción- mutua de Souza y Luiza, la pérdida de identidad no podrá ser sino presentada en su separación:

Ante la comparación con el atleta árabe, beduino o sefardí, que para la ocasión daba exactamente igual, Souza se acercó a Luiza y le confesó: «a veces me parecía verte en la calle, alguien con tu mismo peinado y contextura, me detenía con la respiración desarmada hasta que esa persona estaba ya muy cerca de mí y comprobaba que no eras tú. Que nunca más serías tú, porque estabas allá, y yo acá».

Avellaneda hace un tejido complejo en que un lirismo de base está absolutamente presente. Un lirismo que no podría sencillamente entenderse en un sentido estructural, sino que en un amplio sentido temático: la aspiración imposible al amor constituye uno de los ejes visibles en la construcción narrativa. Lo que es más significativo es que el amor es apenas nombrado en cuanto palabra y, aun más, ni siquiera es tematizado a todo lo largo de la novela: el carácter crítico de la(s) realidad(es) en Souza parece imponer la búsqueda de un concepto distinto para esta relación, un concepto que naturalmente no podrá llegar a cuajar como tal.

Poder presentar tal complejidad en un volumen tan breve es un logro indudable de la autora. Con una narrativa de carácter profundamente poético -y con esto me refiero no a un concepto de estilo, sino que a la tentativa de penetración intuitiva que está imbricada con una naturalidad asombrosa a la descripción de personajes y acciones-, y un ritmo descriptivo equilibrado y ágil, Souza es una obra sui generis dentro del escenario narrativo contemporáneo.   


 

 



 

 

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