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Apuntes sobre El Olivar, de Chiri Moyano
(Ediciones Cataclismo, 2011, Valparaíso)

Por Ricardo Herrera Alarcón


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Desde “Rezos”, primera parte del libro, El Olivar adquiere un tono litúrgico/pagano, o religioso sin sacralidad, en que la palabra, por extensión, no se quiere sagrada, pero sí verdadera metáfora o espejo convexo donde se reflejan los feligreses de una derrota a medias, de un paisaje que también personifica la miseria humana, sin ninguna autocompasión, sin agregarle dolor al dolor, sino adjetivo vivo, claridad. El verbo como una venda que al momento de pronunciar la herida la socorre y sana.

El sujeto de estos nueve poemas que componen “Rezos”, es un poeta dolorido que sabe debe resistir. Su fuerza radica en haber asumido la enseñanza antipoética que lo aleja -a él- del demiurgo y -a su discurso- del buen romance. Si “La poesía/ no es sólo un abanico/ de color de rosas/ también es una daga/ que corta orejas largas/ y feas”, lo es porque, como dice este poema (titulado “Epitafio”), está no sólo para mostrar la fachada de la casa, escenario o carpa de circo sino también la trastienda: “La mejilla el mismo sex-appeal que la rodilla”, ingredientes del anticarnaval que propone Moyano.

 Si saltamos a la tercera parte (de título homónimo al libro y compuesta también de nueve poemas) una nueva fe es recobrada: Aparecen los nombres, de amigos y familiares; el paisaje, todavía duro y agreste, se hace más amable o una condena amable, como en el texto final, donde insistentemente se une el linaje a la tierra y su persistencia: “Mi abuelo Enrique Altamirano/ crió a sus hijos a pata pelá/ y no vendió la tierra/ mi madre nos crió a nosotros a pata pelá/ y no vendió la tierra/ nosotros a pata pelá nos estamos desarrollando/ y no vendimos a nuestra madre/ y no vendimos la tierra/ y no vendimos la tierra”. El dolor es aquí suplantado por la hermandad, la fe de saberse parte de un lugar y un espacio que los trasciende generacionalmente y les devuelve el arraigo que cierta cotidianidad parece usurpar.

De esta última sección quiero destacar dos textos que representan dos antinomias, dos estados que se hacen extensivos a todo El Olivar. Quisiera trascribirlos y señalar algunas breves cosas respecto a ellos.

El primero se titula “VI”:

“En las sombras invernales de las ramas y aceitunas
nacen nardos de amor que se despellejan
y se pudren lentamente con el silencio canalla
haciendo una vigilia sedienta en la zona prohibida
todo                                       por una mujer de seda.”

El otro poema, consecutivo al anterior y titulado “VII”, dice:

“El silencio negro de estos olivos
son sueños donde suele aparecer
un niño llorando         violado
…(que más tarde se ahorca
en una mata de olivo)

Y pájaros
que cagan, comen y cantan.”

Arraigo y desarraigo es el terruño o comarca, lugar de origen o lar que nos presenta el poeta. No apacibles postales de un espacio y un tiempo, sino el negativo del revelado. La aldea está lejos de querer ser idealizada y la sequedad del paisaje mismo tiene un correlato con cierta violencia del lenguaje y las imágenes, que quieren reproducir la inclemencia del sol, la dureza del adobe, la escasez de agua.

Que el amor y la muerte convivan en un mismo espacio no es nuevo. Pero nada quiere ser o se pretende nuevo en estos poemas. No está el afán de originalidad. O por lo menos no es algo que se note o explicite. Pero sí está el deseo de decir un par de verdades, desde un lugar y un espacio acotado. Eso se valora de esta poesía. Hacia allá creo que dirige su apuesta.

Quizás la honestidad no exista como categoría de análisis textual o no sea pertinente usarla, pero recuerdo vívidamente al poeta José Teiguel, hace más de veinticinco años, en Valdivia, durante la presentación de su libro La heredad del pasto y el agua. Recuerdo haberlo escuchado decir algo como  “este no es el mejor libro, pero es un libro honesto”.

No hay youtube para ese momento, esa lectura y esa frase. Se ha viralizado solo en mi cerebro como los restos de un recuerdo limitado: un google haraposo, una memoria hackeada.

Leo hace meses El Olivar. Me lo regaló el autor en Valparaíso, una mañana, en un café cerca del puerto. Lo último que había leído de Chiri Moyano era un libro titulado Todo cocido a leña (Ediciones Inubicalistas 2014), especie de diaporama en verso sobre las personas, oficios y sentires que no se quiere perdidos ni olvidados.

Para llegar a la tranquilidad y el equilibrio emocional que transmiten los poemas de Todo cocido a leña, creo que Moyano tuvo que vivir la escritura de El Olivar.

Dije que leo hace meses El Olivar. Lo hice en el bus de vuelta a Temuco, lo tuve en la mesa de centro de mi casa. Lo leí como se leen los libros de poesía que nos obsesionan: primero fragmentariamente, a ratos y estados emocionales distintos, luego consecutivamente. Varias veces. No lo llevaba conmigo cuando debía hacer trámites que deparaban filas o esperas más o menos largas,  o viajes en bus (donde se supone que uno lee), porque el formato de los libros de la editorial Cataclismo es un poco grande. Si no conocen los libros de la editorial de C. Faúndez, les digo que es un formato un poco menor al Elabuga publicado por Kultrún, a medio camino entre  El Eliot de otro(s) poeta(s) de Be-uve-dráis, y Canto de gallos al amanecer, de Sinfronteras. La otredad de la colección El viento en la llama o la nueva etapa de Cagtén y sus Cuadernos Regionales (Temuco), que Hugo Alíster inició con un bello libro en homenaje al enorme Teillier.

Voy a utilizar la palabra honestidad en los próximos párrafos.

Cuando Chiri Moyano habla del amor, la muerte, la familia, la tierra, en El Olivar, lo hace con una honestidad brutal.

Nada quiere ser maquillado por el lenguaje. Más que una crónica de un tiempo y un espacio, infinitamente más que apacibles postales, los poemas son instantáneas que se deshacen o se queman bajo el sol. Se siente el adobe y se siente la resequedad de la piel, la falta de humedad, el cariño bueno y malo.

Toda la segunda parte del libro, titulada “Dos animales que se aman en tiempos difíciles” (compuesta de seis poemas), rozan el tema amoroso, y los leemos como si rozáramos, sin querer, una herida de nuestro propio cuerpo, una que sin cicatrizar aún, sabemos que duele, que no hay que mojar o ensuciar con nada, esas pos operatorio, con puntos que estiran la piel, porque fueron un poco cocidas más de lo recomendable por la enfermera o paramédico. Ya comprendes. Entonces los poemas accionan ese mecanismo de dolor, no de empatía con la experiencia traicionera del amor, sino el amor y su trizadura, el amor y los celos, el amor y la pérdida y la absoluta y la total falta de objetividad que ciertas dosis de amor traen aparejadas:

“La tarde se enferma porque Ud. No está conmigo
y me embriago tres veces x su nombre
gritándole a la distancia que nos separa.

Y me la imagino                    firme y fiera
como la sangre de su padre
                         como su sangre.

“cosechando sandías y betarragas
en una boca roja de un volcán”

Ud.
la que me da de comer
la que se acuesta conmigo
cuando me habla veo salir agua de su boca
que le da vida a los surcos áridos de mi cara”

Cuando digo que nada quiere ser maquillado por el lenguaje me refiero a que, honestos o no, mentirosos o no, el hablante lírico de Moyano es un perfecto fingidor: Diría que el sujeto de estos poemas nos siente, que es una manera de decir que imaginamos el dolor de Moyano al vivir la experiencia de sus textos. Quiero decir que imagino a Moyano escribiendo lo vivido y tatuándolo en la hoja, en el acto, más allá si fueron escritos en el momento o, posteriormente, en la decantación de la experiencia.

El Olivar no se pretende el mejor libro (¡qué libro lo es, por Dios!). No es la suya una escritura desesperada por estar. Así como no está escrito para sorprender, pero nos sorprende. No está escrito como un libro de poemas de amor, pero tiene textos reveladores sobre el tema. Lejos de su metafísica el canto apacible de la naturaleza o el suicidio, pero ambos no le son ajenos, sino consustanciales a su microcosmos. El Olivar es un libro que genera adicción (porque fueron escritos para mí, siente el lector. O si no fueron escritos para mí, los escribieron para un amigo que conozco y con el cual suelo perder el tiempo, beber, sobre todo hablar).

Camino por la calle de estos poemas. Estuve en la cocina en que María Eliana Altamirano sirve una cazuela de vacuno a los amigos poetas que visitan la casa del autor en los olivos. Transcurro con el texto. Toco la tierra seca.

No quiero colocar El Olivar en el estante de los libros.

Lo traslado de la pieza al baño, de la cama al living.

Movilizo la lectura.



 



 

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