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Educación pública: ¿para qué?

Por Carlos Hernández Tello


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A Nicolás y Rodrigo, mis hermanos a
quienes debo buena parte de estas ideas.


Antes de exponer estas brevísimas notas sobre un aspecto tan sensible como lo es la discusión sobre la educación pública, quisiera posicionar mi discurso: soy un sujeto que repudia el capitalismo y sus consecuencias, esto es, el consumismo, la mercantilización de todos los ámbitos de la existencia, el individualismo derivado de la competencia por la supervivencia, la clase política de Chile y sus rastreros medios de comunicación. Paralelamente a esto soy profesor de colegio y estudiante universitario, y creo que eso me autoriza a hablar sobre educación, sobre todo considerando que hoy en día quienes aparecen en los medios departiendo sobre este tema son cualquier cosa menos individuos vinculados al mundo de la transmisión del saber.

Varias imágenes se me vienen a la cabeza cuando escucho la consigna “¡Educación pública!”. La primera corresponde a las áreas verdes de la Universidad de Santiago y de la Universidad de Chile atiborrada de estudiantes tomando cerveza o vino en caja cualquier día y a cualquier hora, ya sea en período regular o en época de improductivos paros, lo que a la postre es un indicio de la calidad de profesionales que posteriormente egresan. La segunda imagen es el deplorable nivel académico de los estudiantes secundarios de este país: alumnos que no leen un bendito libro al año; jóvenes que viven pendientes de sus celulares, como si estos aparatos, además de estupidez, contribuyeran en algo a sus incipientes mentes; individuos que, luego de la jornada escolar, observan irreflexivamente la bazofia que transmite la televisión nacional, como si las teleseries o los programas de cahuines fomentaran algún tipo de meditación; adolescentes que no valoran un ápice de lo que se les entrega, pues para ellos recibir un dos obtenido en una prueba es para la risa. Para qué decir del paisaje de las salas de clases después de la jornada: útiles escolares en el suelo, libros rotos, cuadernos abandonados en los bancos, prendas de vestir del uniforme pisoteadas en el piso, etc. La tercera imagen es el paupérrimo nivel de los docentes de este terruño: profesores que lo único que leen son los whatsapp que reciben a raudales y el único libro que manipulan es el libro de clases; maestros cuyos temas de discusión son la ropa que viste tal o cual colega, la teleserie que pasaron la noche anterior, el estelar de la televisión en el que una modelo fue a ventilar su elemental existencia, etc. Pareciera ser, para estos avezados académicos del mundo escolar, que una vez que se termina el pregrado no hay más que aprender. Naturalmente, son docentes que no problematizan nada de lo que tienen que enseñar: cual delegados ministeriales recitan el programa, solicitan realizar la actividad del libro que manda el ministerio y hacen pruebas de alternativas porque hay que preparar el Simce y la PSU. La cuarta imagen que me invade es el vergonzoso sistema curricular y evaluativo de mi patria: el Mineduc nos impone enseñar la Historia, la Filosofía y la Literatura ajena, la que eufemísticamente rotula de universal porque Europa es la civilización y nosotros somos lo que somos gracias al viejo mundo: nos trajeron el cristianismo, la lengua, la escritura, la democracia, la ciencia, y por ello debemos estar eternamente agradecidos. Ese mismo Mineduc nos constriñe a celebrar el “Descubrimiento de América” en vez de conmemorar el genocidio indígena, la esclavitud de los pueblos africanos y el saqueo de los recursos naturales de nuestro continente; nos conmina a loar derrotas como el Combate naval de Iquique, potenciando el racismo y la xenofobia hacia pueblos hermanos como los de Perú y Bolivia, a quienes, dicho sea de paso, nuestra patria sacra despojó criminalmente de sus recursos naturales; pero no importa: “así es la guerra y los ínclitos soldados de la patria derramaron su sangre por la victoria, por lo tanto ni cagando les daremos mar a estos cholos culiaos”. Ese mismo infame Mineduc y sus secuaces en los colegios promueven actos cívicos en honor a los Carabineros de Chile, a los que los impúberes deben ir disfrazados de pacos, como si fuera algo a lo que aspirar.

Analizo estas imágenes y me pregunto: ¿para qué queremos educación pública? Tenemos estudiantes universitarios borrachos que son la antesala de la mediocridad profesional que caracteriza a nuestra mercantilizada sociedad; contamos con millares de estudiantes secundarios morbosamente perezosos que viven pendientes de imbecilidades, que si no son capaces de valorar lo que pagan sus padres con quienes supuestamente los une un vínculo afectivo, menos van a valorar lo recibido por una entidad ajena como el Estado; rebosamos de profesores que enarbolan proclamas de agobio laboral y de mejoras salariales, pero que lamentablemente no se percatan de que su abulia por saber, por indagar, por leer, los hace sujetos absolutamente funcionales a este podrido sistema; somos súbditos de un sistema curricular y evaluativo embrutecedor que prioriza la repetición de contenidos y la mecanización de una forma de llenar hojas de respuestas. El diagnóstico es terrible: todo lo relacionado a educación en Chile es una mierda.

Esa es la problemática, vayamos ahora a la solucionática. ¿Qué propongo para superar este panorama apocalíptico? Sin duda no es una panacea, es algo que aprendemos a los seis años, que a los siete olvidamos que sabemos y que yo invito a retomar: la lectura, pero entendida como una práctica permanente, sistemática. No voy a repetir acá el aforismo penca de los Programas ministeriales de que la lectura nos permite desarrollar la imaginación y conocer otros mundos. La verdad, jamás he comprado esa mugre. Como yo lo veo, la lectura es la cura a la miopía (problemas para ver de lejos) y a la hipermetropía (dificultades para ver de cerca). Si no es así que me corrijan los tecnólogos. En otros términos, la lectura posibilita ver la realidad con mayor nitidez, y en la medida en que más leemos somos menos susceptibles de ser engañados, estafados con ideas vulgares como el hecho de que Chile es un país que pronto será moderno, que el ingreso per cápita anual es de quince mil dólares o que el Simce arrojó que “los niños de Chile no entienden lo que leen”.

Tengo una escena muy grabada en mi mente que, aunque me etiqueten de nostálgico, puede ayudar a graficar la solución de la que hablo. Es una imagen setentera, pero según tengo noticia aquellos lejanos años fueron los últimos en que en Chile se valoró la cultura y los proyectos comunitarios. Me refiero a la película El Profe (1971) de Cantinflas, en la que los esbirros del cacique del pueblo queman la escuela que el profesor rural y sus alumnos habían edificado al aire libre, con palos, ramas y hojas. Los intentos de mitigar la ejecución de la enseñanza fracasan, y el profesor aguerridamente logra que la autoridad estatal construya una escuela en el pueblo. Esta escena, en la que un profesor voluntarioso y un séquito de alumnos hambrientos de saber construyen la escuela, su escuela, es lo que necesita el mórbido Chile neoliberal del presente. Ese es el escenario propicio para la historicidad que en las condiciones actuales se ve como algo perdido, ese es el proscenio inicial en el que le vislumbro sentido a la educación pública: el devenir natural debiera hacer el resto.



 



 

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