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Una poesía de trinchera: consecuencia y olvido… o quizás consecuencia y memoria…
quién sabe

Por Carlos Hernández Tello



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A Eduardo y Gastón Guzmán,
In memoriam

He decidido suspender mis lecturas un momento para escribir estas breves notas. Un buen amigo me ha dicho en estos días, palabras más palabras menos, que soy hábil diagnosticando la problemática, pero que me falta incurrir algo en la solucionática. Si lo analizo sin pretender congraciarme conmigo mismo, creo que él tiene razón. Sospecho que si bien en mi ejercicio de profesor secundario, en el cual se acrecientan las derrotas, aunque una que otra victoria he cosechado por ahí, es probable que por medio de la escritura también pueda estremecer el discernimiento de quienes no están habituados a la lectura, sobre todo de obras literarias. Y como de literatura se tratan estas líneas, y del conocimiento que el ars poética puede dispensar a quienes ingresan a él,quisiera entrar en materia evocando la poesía de Quelentaro, agrupación nacional desconocida, olvidada, eludida, incómoda para muchos, probablemente el último bastión de lo que en el argot académico se conoce como poesía de trinchera. Por suerte, lo que quiero expresar acá no tiene nada de académico, pero usufructo de esa denominación porque creo que alberga el sentir de estos dos hermanos, Eduardo y Gastón Guzmán, quienes ya no están con nosotros materialmente. Intentaré representar en un par de párrafos las lecciones de estos señores, uno barbudo, el otro huraño, pero en cuyos rostros está grabado el dolor, el rigor de la vida y el trabajo.

Debo confesar que de Quelentaro no sé mucho, y como suele suceder con espíritus irresponsables como el mío, tuve que esperar a que los hermanos Guzmán ya no estuvieran con nosotros para disponerme a estudiar en serio su obra. Como se puede intuir de esto, sólo conozco algunas de sus coplas, pero como ha trascendido en prácticamente toda mi formación musical (la auténtica), debo este conocimiento a la mediación de mi padre. No obstante, me siento autorizado a conjugar algunas palabras resumibles en tres cuestiones. Lo primero que podría establecer es la relación entre poesía y humanidad. Cuando uno pone atención a la “Copla del hijo”, a “Cesante” o a “Esperanza de palo”, no puede no pensar en el sufrimiento del ser humano, ese ser humano arrojado a las circunstancias de sus condiciones materiales de enunciación, aquel individuo determinado por las instancias de su nacimiento: la pérdida de un hijo al momento del alumbramiento, resultado de una negligencia secular alimentada de la precariedad de la madre y del padre mendicantes, anhelantes; la desesperación y la mitología del sujeto engullido por la miseria, “el primo hermano del hambre y pariente lejano de la muerte”, el hombre o mujer sin trabajo y que alimenta la imaginación de padres que buscan atemorizar a sus díscolos retoños en ciernes, repitiendo una palabra, “cesante”, hasta que ésta pierde su sentido prístino; o las ilusiones navideñas de un niño germinado en la miseria que debe ver arder su caballo de palo de escoba vieja como alimento del fuego en el crudo invierno, y que ansía en las vísperas del nacimiento del redentor la restitución de su instrumento pueril de divertimento, el único del que dispone y que alegoriza, a fin de cuentas, la experiencia de una infancia castrada. Como decía más arriba, y en esto le concedo la razón a otro buen amigo, la poesía se torna el análogo de expresión de la interioridad, la del ser humano curtido en lo más profundo de su médula. Las guitarras hablando, la voz de Gastón remeciendo la vibra del receptor/lector, nos extrapola a los cimientos del hombre de cualquier era geológica, pues en tales recursos uno visualiza el derrotero humano por este mundo. No sé, lo dejo al criterio de mis exiguos lectores: ellos dirimirán.

Lo segundo que podría afirmar, sin miedo a equivocarme y de esto me hago cargo, es el vínculo entre poesía y compromiso, lo cual hace trascendente la obra de Quelentaro, pues la relación hoy entre canto y lucha, en este presente neoliberal descarnado, es una anomalía que recupera, como diría mi amigo Omar Saavedra Santis, la eclosión de un tipo humano que se creía extinto, la del homo discordabilis, aquél que en alguna ocasión se propuso “incendiar el mundo”. Insisto, en este presente capitalista en su expresión más desarrollada, la persistencia de las letras de Quelentaro parecen ser una expresión del paleolítico de la cultura humana. Porque no me refiero acá sólo a un compromiso político, con las circunstancias de los humillados y ofendidos, sino también con el conocimiento, pues de sus versos desprendo que cualquier ser humano que se precie de tal tiene el deber de estudiar el engranaje del mundo. A eso nos invita la poesía de Quelentaro. Me permito citar dos coplas. La primera, “Lonconao”, exhorta al lector a reconocer y vindicar el amasijo de cuerdas y tendones que hemos heredado de los dueños legítimos de esta tierra que es Chile, el pueblo mapuche, comunidad asediada, expropiada y vejada en todas las dimensiones del término. La segunda de estas coplas es “Patriando”, canción inédita y de la que lo único que se puede encontrar es una rústica grabación que anda vagando por YouTube. Según nos informa el propio Gastón Guzmán en una entrevista, esta copla está dirigida a Salvador Allende, y en la mentada versión de YouTube declara que el de Allende fue un “gobierno que fue destruido y, no sé, le buscan las razones (…), pero es bonito recordarlo porque a alguien le puede servir”. Muchos pueden discrepar o no compartir lo acaecido en esos efervescentes mil días. Por mi parte, y más allá de la conducción económica que es lo que más se le achaca a la administración del presidente Allende (olvidando desde luego el boicot tanto externo como interno), me quedo con la idea de que, con Allende, y unos cuantos otros hombres y mujeres, murió la convicción de entregar la vida por una idea o una causa política. En estos tiempos nadie se puede jactar de ello, pues como nos recuerda Maquiavelo en 1.513, lo parafraseo, el hombre está dispuesto a olvidar primero la muerte del padre que la pérdida de su patrimonio. ¡Qué puede ser más cierto que este adagio del “maquiavélico” Maquiavelo! Lo que extraigo de “Patriando” es la recuperación del trabajo colectivo, la idea de “ponerle patria a las palas”, de “hacer hablar los martillos”, entre otras metáforas rebosantes de un patriotismo que no tiene nada que ver con el patrioterismo barato de hogaño, aquel que promueve el repudio a un país hermano que aún brega porque sus niños puedan conocer el mar.

Por último, y para no atosigar a los exiguos lectores, unas breves palabras sobre la consecuencia de estos dos hermanos. En la misma entrevista que antes citaba, Gastón Guzmán manifestaba con algo de acritud el olvido y el escaso reconocimiento del pueblo chileno a su obra, cosas ambas que, a su juicio, eran el resultado de un trabajo mediático orientado por una caterva de periodistas pendientes de promover un “poto más” en los espacios comunicacionales. No sé si alguien pueda decirlo mejor. No obstante, me parece que Guzmán tiene muchísima razón en algo que agrega en breve. Dice algo así como “en todo caso fue para mejor, nos hicieron un favor”, pues muy pocos cantores se pueden jactar de no sucumbir a la mercantilización de estos tiempos. En resumen, poesía y humanidad, poesía y compromiso, y poesía y consecuencia, puedo pergeñar que es el legado que extraigo de Quelentaro, consecuencia que ha condicionado su olvido y desconocimiento, fórmula de marras que ya forma parte, desde hace harto rato, del modus vivendi chilensis. Evocando al joven y sesentero Vargas Llosa, al bueno, sabemos en qué momento se jodió Chile, y sé en qué momento se jodió la educación, y sé en qué momento me jodí yo: Eduardo y Gastón Guzmán nos lo recuerdan en sus coplas, pero con el ímpetu de revertir esta condición. Ellos lo comprendieron, y es lo que insisten en clamar: “¡Yo tengo fe en mi pueblo!”. In memoriam.



 

 

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