Probablemente Francis Fukuyama tiene razón. El liberalismo, a pesar de todo, logró arraigarse en el mundo. Esto me lleva a repensar las tradicionales categorizaciones con las que clasificamos a nuestra nada eximia clase política: derecha e izquierda, o para no ofender a nadie, izquierda y derecha. Seguramente los lingüistas nos aclararían que el lugar en el que se sentaban los girondinos y jacobinos, en la Asamblea Nacional de Francia de fines del siglo XVIII, poca relación de naturaleza guarda con el paquete doctrinario que cada una de esas vertientes profesaban antes del 11 de septiembre de 1973, y mucho menos cincuenta años después. Porque, me pregunto yo, ¿qué valores políticos defienden los “fachos” y “comunistas” en estos tiempos? Fascistas y comunistas, qué falta de precisión para designar dos realidades que se parecen muchísimo más de lo que se suele pensar.
Históricamente, el liberalismo político ha propugnado el gobierno democrático, la vox populi, sea esta materializada en una monarquía constitucional o en una res-pública. Asimismo, división de poderes, isonomía, libertad de opinión y laicismo, constituyen la piedra angular de su ideario. Este compendio de valores, mutatis mutandis, ha sido importado por nuestra copia feliz del Edén y podría asegurar que, con distintos grados de legitimidad, ha permeado la estructura social de nuestra patria. Pero el rompeolas es el 11 de septiembre de 1973. Ahora bien, qué postula el liberalismo económico (no capitalismo, por favor no confundir). Si nos remitimos a Adam Smith, básicamente esgrime la libertad individual como motor de la economía, en la que las leyes del mercado, que convocan la suma de libertades individuales, son el principal mecanismo de asignación de recursos que se rigen por la oferta y la demanda, pues no es la bondad del panadero ni del carnicero lo que mueve a estos hombres a producir pan o carne, sino su propio interés, y jamás les hablamos de nuestros intereses para iniciar una transacción con ellos, sino que invocamos sus ventajas. En esta mecánica del mercado, el Estado sólo es un observante, más allá de que Smith declare abiertamente una suspicacia enfermiza por los empresarios (pues se trata de hombres que sólo buscan promover leyes para su propio beneficio), o bien, de que asuma el rol de apologeta de salarios copiosos para las personas, pues quien puede cubrir holgadamente sus necesidades elementales es más feliz y puede producir más (“Pero ¡qué comunista era Smith!”, dirían algunos). A todo lo anterior, se añade un incentivo matriz: la propiedad privada y su defensa. En jerga chilena, si se siente identificado con esta retahíla de elementos, siéntase orgulloso o decepcionado, pues sin importar cómo se sienta, es facho. Si establecemos nuevamente el 11 de septiembre de 1973 como línea divisoria, lo que vino después es una radicalización de las premisas económicas liberales. Dejando a salvo la cuestión de los salarios “de felicidad”, apostaría que todo lo demás ha tendido a acentuarse, cooptando males como la enfermedad, la vejez y la ignorancia, ahora pieza esencial del engranaje del comercio de compraventa (Aristóteles dixit). Lea bien: enfermedad, vejez e ignorancia, lo que comúnmente denominamos salud, pensiones y educación.
Por cerca de dos siglos, la categoría socialismo ha designado una realidad social cuyo referente no es claro. No hay que ser una lumbrera para comprender las aclaraciones de Lenin cuando establece las diferencias entre socialismo y comunismo: el primero, alude a una instancia histórica en la que la clase proletaria, mediante la violencia insurreccional armada, toma el poder, se apodera del aparato estatal y emplea sus elementos para socializar los medios de producción. En este proceso, estatiza empresas que antes habían sido propiedad de la burguesía, nacionaliza los recursos naturales, estatiza la banca, otorga educación y salud pública, tiene un control absoluto de los transportes, fija los precios y no hay espacio (al menos en teoría) para la propiedad privada, la cual es abrogada. El comunismo, por su parte, es un punto de llegada, una instancia jamás experimentada en el mundo (más allá de los alegatos de Mariátegui) en la que la burguesía, aniquilada tras siglos de lucha de clases, desaparece, lo cual permite una colectivización real de la propiedad. En este escenario utópico/distópico, el Estado deja de ser necesario y fenece de muerte natural. Si usted se identifica con el primer paquete de medidas, es un socialista, doctrina que, dadas sus características, difícilmente podrían aplicarse bajo un régimen democrático (de hecho, siendo puristas, jamás ha sido el caso, pues la experiencia en Chile de la Unidad Popular fue un conato de hipertrofia estatal que se intentó llevar a cabo a través de los cauces de una institucionalidad liberal). Si usted se siente cómodo con el segundo grupo de elementos, es un comunista, y probablemente tendrá que seguir esperando a que dicho régimen alguna vez sea de la preferencia de la humanidad. Nuevamente, el umbral que frena esta matriz doctrinaria es el 11 de septiembre de 1973, porque a pesar de que un sector del Partido Socialista atornilló al revés y puso contra las cuerdas al demócrata Allende, enarbolando la vía insurreccional, lo cierto es que, tempranamente en los ochenta, el mentado Partido Socialista se había renovado y formado alianza con la Democracia Cristiana (un no tan antiguo enemigo golpista), mientras que el Partido Comunista, contrariamente a su tradición republicana y constitucionalista, abraza cualquier forma de lucha, inclusive la violenta, para derrocar al régimen del sátrapa Pinochet. Los noventas son otra historia para estos últimos. Y así es como llegamos al presente, a nuestro siglo XXI tras cincuenta años.
Vuelvo a la pregunta inicial: ¿qué matrices doctrinarias propugnan la izquierda y la derecha? Si usted cree en la democracia como la principal conquista de la humanidad y como mejor forma de gobierno, si cree en la igualdad ante la ley, en la libertad de opinión, en el laicismo en todo nivel; si cree, también, en que lo suyo es suyo porque lo ha conseguido con esfuerzo, le comunico que es de izquierda y de derecha al mismo tiempo, o si prefiere, usted pertenece simultáneamente a la nada escasa familia de “fachos” y “comunistas”, algo así como “fachonistas” o “comufachos”. ¿En qué se diferencian entonces? Sospecho que la respuesta tiene que ver con el nivel de participación que debe asignársele al Estado en la conducción económica, pero nada más alejado que los paradigmas “derecha” e “izquierda”. Hago un llamado a superar esas denominaciones, pues me da la impresión de que cayeron en la obsolescencia. Usted puede sentirse más inclinado a que el Estado cumpla ciertas funciones sociales en lo económico o puede delegar ese rol en las “leyes naturales” del mercado que deben operar sin trabas. No se me ocurre un nombre, pero delego esa tarea a otras mentes más creativas.
A cincuenta años del Golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973, pienso que la opulencia de algunos no puede cimentarse en la muerte y desaparición de otros, no puede la riqueza material sin freno generarse a partir del sufrimiento de miles de familias y de los traumas de decenas de miles de torturados. Es cierto que todos disfrutamos de la comodidad de comprar por Mercado Libre (o Libre Mercado, si prefieren), Aliexpress o Shopee. Es innegable además que hemos usado en incontables ocasiones las tarjetas de crédito: yo mismo compré las obras de Marx y Lenin en la Librería Antártica, en incómodas cuotas mensuales. Pero una cosa es eso y otra muy distinta es la precarización deliberada del trabajo, la mercantilización de la enfermedad, la vejez y la ignorancia. Muy distinto es también aniquilar la pesca artesanal, robarse el agua y poner en subasta los recursos de un país al gran capital nacional y foráneo. John Locke no lo puede decir más claro, por allá por 1630:
Si la usurpación es el ejercicio de un poder al que otra persona tenía derecho, la tiranía es un poder que viola lo que es de derecho; y un poder así nadie puede tenerlo legalmente. Y consiste en hacer uso del poder que se tiene, mas no para el bien de quienes están bajo ese poder, sino para propia ventaja de quien lo ostenta. Así ocurre cuando el que le gobierna, por mucho derecho que tenga al cargo, no se guía por la ley, sino por su voluntad propia; y sus mandatos y acciones no están dirigidos a la conservación de las propiedades de su pueblo, sino de satisfacer su propia ambición, venganza, avaricia o cualquier otra pasión irregular.
¿No fue precisamente esto lo que ocurrió en Chile durante diecisiete años? ¿No sucumbimos a la “propia ambición” y la “avaricia” de unos pocos, individuos tales que cimentaron sus imperios económicos sobre la sangre y la muerte de miles? Eso es lo que para mí representan todos aquellos compatriotas que fueron asesinados brutalmente por la maquinaria castrense, digamos “dirigida”, por un oficial mediocre que no tardó mucho en mostrarse tal y cual era, y que tristemente murió impune. Nos terminamos mercantilizando, acostumbrando y aceptando el rayado de cancha de la liga civil-castrense. Quizás aún sea hora de enrumbarnos y repensar estos últimos cincuenta años mediante las palabras que Salvador Allende enunció en 1971:
De ahí entonces que yo piense que es justo aquel anhelo que habla del hombre del siglo XXI: un hombre con una concepción diferente, con un nivel de valores distinto, un hombre que no sea movilizado esencialmente y fundamentalmente por el dinero, un hombre que entienda que hay por suerte otra medida, en donde la inteligencia del hombre pueda desatar su gran fuerza creadora. Es decir, tengo confianza en el hombre, pero en el hombre humanizado, para que vea en el hombre el hermano, y no el hombre que vive de la explotación de otro hombre (sic).
A todos aquellos que sucumbieron en esos luctuosos años, con amor y admiración, in memoriam.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Repensando el 11 de septiembre de 1973, a cincuenta años.
Por Carlos Hernández Tello