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La narrativa de Jorge Luis Borges:
 boceto para una poética de la irrepresentabilidad

Carlos Hernández Tello


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Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer
vastos libros; el de explayar en quinientas páginas
una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos. Mejor procedimiento es simular que esos
libros ya existen y ofrecer un resumen, un comentario.
“Prólogo” a Ficciones. J.L. Borges


En sus “Dieciséis consejos”, a diferencia de otras preceptivas en las que se delimita el oficio del cuentista o poietes (Poe, Quiroga, Cortázar), Borges opta por el ejercicio contrario: establecer socarronamente lo que un escritor debiera evitar. En esta suerte de listado de exhortaciones el escritor argentino transmigra por plurales modalidades de la narrativa, incluso merodea en la labor del crítico: “Evitar siempre las alusiones a la personalidad o a la vida privada de los autores estudiados”. En otro escrito en el que reflexiona sobre la creación literaria, “Acerca de mis cuentos”, Borges revela “las costuras de su oficio”, estableciendo otra premisa esencial: “…lo importante es el hecho de que el escritor es un amanuense, él recibe algo y trata de comunicarlo, lo que recibe no son exactamente ciertas palabras en un cierto orden…” (La cursiva es nuestra). Las últimas palabras de esta sentencia son capitales para la conformación de una poética, pues esbozan el eje central que se delineará en estas breves reflexiones: las posibilidades de una representación a través de la escritura literaria, específicamente por medio del cuento, cuya estructura y lenguaje responden no necesariamente a un referente, sino a las posibilidades imaginarias de ese referente. Para estos efectos, operaremos con un corpus escueto pero contundente que permitirá al menos abocetar una concepción sobre la escritura literaria: “Hombre de la esquina rosada” del libro Historia Universal de la Infamia (1935); “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “El jardín de senderos que se bifurcan” y “Funes el memorioso”, contenidos en Ficciones (1944); “Deutsches Requiem”, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, “Emma Zunz” y “El Aleph”, pertenecientes al volumen El Aleph (1949)[1].

Antes de ingresar al examen de los relatos, no obstante, es preciso remitir a dos críticos cuyo trabajo funciona como bisagra para un análisis más riguroso: Ricardo Piglia y Beatriz Sarlo. El aporte de Piglia es particularmente interesante porque su gestión exegética categoriza la escritura borgeana, a nuestro juicio, en tres niveles [2]: en primer lugar, lo sitúa en un ámbito temporal y geopolítico: “La obra de Borges es una especie de diálogo muy sutil con las líneas centrales de la literatura argentina del siglo XIX [3] y yo creo que hay que leerlo en ese contexto” (Piglia 84); en segunda instancia, observa en Borges a un crítico que desestabiliza las prerrogativas inherentes, al menos en el siglo XX, de la novela como género narrativo primario (he ahí la elección de nuestro epígrafe): “Para mí la zona fundamental de la tarea de Borges como crítico fue la de redefinir el lugar de la narración: considerar que la narración no depende exclusivamente de la novela, que la narración está relacionada con formas prenovelísticas, las formas orales con las cuales él conecta su poética [4]” (160); en un tercer nivel, logra determinar la perspectiva borgeana de la representación: “La práctica arcaica y solitaria de la literatura es la réplica (sería mejor decir el universo paralelo) que Borges erige para olvidar el horror de lo real. La literatura reproduce las formas y los dilemas de ese mundo estereotipado, pero en otro registro, en otra dimensión, como en un sueño” (52) (La cursiva es nuestra). Nos resulta especialmente interesante esta última dimensión, pues como veremos, los narradores de los cuentos de Borges se reconocen siempre inermes ante un universo que les produce pavor. Por otra parte, Beatriz Sarlo, tributaria a nuestro juicio de las reflexiones de Piglia, sitúa a Borges como un escritor en las orillas, marginal, un sujeto trashumante en el entrelugar del cosmopolitismo occidental y el nacionalismo [5]. Al respecto Sarlo observa:

Borges escribió en un encuentro de caminos. Su obra no es tersa ni se instala del todo en ninguna parte: ni en el criollismo vanguardista de sus primeros libros, ni en la erudición heteróclita de sus cuentos, falsos cuentos, ensayos y falsos ensayos, a partir de los años cuarenta. Por el contrario, está perturbada por la tensión de la mezcla y la nostalgia por una literatura europea que un latinoamericano nunca vive del todo como naturaleza original (…). [S]e desplaza por el filo de varias culturas, que se tocan (o se repelen) en sus bordes. Borges desestabiliza las grandes tradiciones occidentales y las que conoció de Oriente, cruzándolas (en el sentido en que se cruzan los caminos, pero también en el sentido en que se mezclan las razas) en el espacio rioplatense (Sarlo 4).

En este tránsito que, para Sarlo, confina a Borges a un espacio de extraña marginalidad, reside curiosamente la originalidad del escritor argentino: “alguien que, paradójicamente, construye su originalidad en la afirmación de la cita, de la copia, de la rescritura de textos ajenos, porque piensa, desde un principio, en la fundación de la escritura desde la lectura [6], y desconfía, desde un principio, de la posibilidad de representación literaria de lo real” (6) (La cursiva es nuestra). Nuevamente observamos la preocupación de un crítico por el modo de afrontar una realidad que muchas veces se torna inenarrable. La urgencia no es gratuita y el corpus de trabajo puede despejar esta necesidad perentoria. Examinemos algunos casos.

El cuento “Hombre de la esquina rosada” podría considerarse el eslabón que aúna dos grandes tradiciones: la gauchesca decimonónica frente a una concepción de la representación que elude precisamente esos procedimientos del siglo XIX. En primer lugar, asistimos a un relato narrado en primera persona que, nos enteramos al final, está dirigido a un narratario que había permanecido oculto: “Entonces, Borges, volví a sacar el cuchillo corto y filoso que yo sabía cargar aquí, en el chaleco…” (Borges 129). En primera instancia, el relato pareciera sentenciar que la historia a narrar es la de Francisco Real y Rosendo Juárez, a quienes se los caracteriza, respectivamente, como “el Corralero” y el “Pegador”, denominaciones que paulatinamente van perdiendo fuerza en la medida en que avanza la narración. Alegóricamente, ambos sujetos mentan una categoría supérstite, el gaucho, que pugna por mantenerse, pero que paulatinamente se va obliterando. En ese sentido, el crepúsculo de Real y Juárez aluden al ocaso de un tipo de literatura: la narrativa decimonónica, pero por sobre todo, la gauchesca. Naturalmente, el procedimiento que emplea Borges incorpora el lenguaje propiamente gauchesco, vernáculo del mundo representado, pero los dispositivos de aproximación a esa realidad son los propios de un sujeto que se muestra consciente de que, en términos estructurales, se requieren otros artefactos discursivos: de ahí la opción por un narrador en primera persona, y de ahí quizás el tenor detectivesco de un cuento en que el narrador plantea un crimen, oculta al asesino y, finalmente, él mismo se revela como el perpetrador [7]. En definitiva, este relato ya nos ofrece una lectura incipiente de esa “desconfianza en la posibilidad de la representación literaria” que nos adelantara Sarlo.

Sin embargo, son los textos de Ficciones los que desarrollan una reflexión metaliteraria que consolida la tesis de la irrepresentabilidad. En “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, verbigracia, el lector tiene acceso a la imaginación de un mundo creado por una secta secreta, que preconiza leyes propias y que, de una u otra forma, se ha autoimpuesto la descomunal tarea de crear un universo alternativo que corrija las deficiencias del “mundo real”: “Al principio se creyó que Tlön era un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación; ahora se sabe que es un cosmos y las íntimas leyes que lo rigen han sido formuladas, siquiera en modo provisional” (Borges 25). Pero esto es sólo el principio, a medida que avanzamos en la lectura comprobamos que el proyecto de la elaboración de Tlön comporta, asimismo e inevitablemente, una inviabilidad que subyace en la insuficiencia del lenguaje humano: “Todo estado mental es irreductible: el mero hecho de nombrarlo – id est, de clasificarlo – importa un falseo. De ello cabría deducir que no hay ciencias en Tlön – ni siquiera razonamientos” (29). En efecto, el mundo pareciera ser un proscenio irrepresentable no tanto por su complejidad o apariencia caótica, sino más bien por un principio de liviandad exclusivo del lenguaje humano (volveremos sobre este punto en breve). En síntesis, no hay sistemas que sean lo suficientemente operativos o abarcadores. De ahí que los metafísicos de este mundo llamado Tlön no busquen la verdad ni la verosimilitud, sino el asombro, es más, “Juzgan que la metafísica es una rama de la literatura fantástica” (29), lo que es una forma metafórica de precisar que toda representación es, por la naturaleza misma de la realidad y el lenguaje, una ficción.

El relato que profundiza el problema del lenguaje en la representación es “Funes el memorioso”. El mecanismo para ingresar a este territorio pantanoso es, en este caso, la memoria. Funes, luego de un accidente que lo deja tullido, adquiere la omnímoda habilidad de recordar todo aquello que haya percibido una sola vez en su vida. Esta facultad infinita de responder a los estímulos del mundo lo lleva a diseñar proyectos representacionales que superen los rústicos sistemas existentes para codificar la realidad. En este cuento, como en otros de Borges, el narrador se muestra temeroso ante la acometida de la narración y manifiesta desconfianza de los recursos de los que dispone: “Arribo, ahora, al más difícil punto de mi relato. Éste (bueno ya que lo sepa el lector) no tiene otro argumento que ese diálogo de hace ya medio siglo” (Borges 166). El problema acá no es el simple hecho de la distancia temporal, que como es sabido, atenta contra cualquier gesto memorialístico del más honesto de los narradores, sino el hecho de cómo organizar, a través de un lenguaje insustancial, la experiencia que se pretende acometer escrituralmente. Como resulta desprendible de esto, el narrador es lo suficientemente astuto para construir un relato en el que Funes despliega una amplia reflexión sobre el estado de indigencia de los sistemas humanos de comunicación: “No sólo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente)” (171). En síntesis, frente a un mundo infinitamente rico de estímulos, que es creativo en cuanto segundo a segundo acumula nuevos datos, Funes arremete contra un lenguaje que esté a la altura de esa realidad.

Procedimiento muy similar es el que se ejecuta en el cuento “El Aleph”, en el que el recurso utilizado para ingresar al terreno de la irrepresentabilidad es precisamente esta esfera que contiene el punto en el que convergen todos los puntos del universo. El procedimiento es básicamente el mismo que en “Funes el memorioso”. Observamos un narrador que intenta dar cuenta de una experiencia digna de ser plasmada en el papel, pero que, como en muchos otros casos, resulta inenarrable: “Arribo, ahora, al inefable centro de mi relato; empieza, aquí, mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten; ¿cómo transmitir a los otros el infinito Aleph, que mi temerosa memoria apenas abarca?” (Borges 259). Y más adelante agrega el narrador: “Lo que vieron mis ojos fue simultáneo: lo que transcribiré, sucesivo, porque el lenguaje lo es. Algo, sin embargo, recogeré” (259-260). Resulta interesante cómo ambos narradores, el de “Funes el memorioso” y el de “El Aleph”, se muestran aterrados ante las dificultades de la representación, pero, a pesar de ello, o quizás por ello mismo, acometen de todas formas la experiencia de aprehender la experiencia a través de la escritura. Percibimos en “El Aleph”, no obstante, un enriquecimiento en el diagnóstico de liviandad que muchos de los narradores de los cuentos de Borges le atribuyen al lenguaje: la invectiva de Funes era contra la ausencia de categorías que explicaran la realidad, la del narrador Borges es una diatriba contra la simultaneidad de la realidad versus la “sucesivilidad” (valga el neologismo) del lenguaje. De todos modos, advertimos en ambos reclamos distintos matices de una inabarcabilidad de la espacialidad.   

Otra versión de la representación en los cuentos de Borges puede encontrarse en “El jardín de senderos que se bifurcan”, “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto” y “Emma Zunz”, en los que por medio de sofisticadas historias nos enfrentamos a dos problemas: (a) la lectura como el desciframiento de un enigma, y por lo tanto, el sostenimiento de una tesis sobre el ejercicio de la crítica; (b) la escritura como otra modalidad de lectura o de decodificación de la realidad (Sarlo). Examinemos el primer relato. En este cuento, Stephen Albert se transforma en el exégeta sui generis. En primera instancia, es el sujeto que logra descifrar el enigma de la novela y el laberinto de Ts’ui Pên llevando al límite la experiencia de la lectura: “Todos imaginaron dos obras; nadie pensó que libro y laberinto eran un solo objeto” (Borges 141). En efecto, esta sentencia de Albert es casi un aforismo que ilustra teóricamente el ejercicio del crítico. En primer lugar, nos plantea la idea del enigma bajo el consabido recurso borgeano del laberinto, el cual se postula como metáfora de una obra literaria. En definitiva, todo escrito (literario o no) es en sí un laberinto en el que ingresa el lector y que éste, a través de juicios y métodos probados, debe ser capaz de abandonar airoso extrayendo la cabeza del Minotauro, esto es, el resultado del trabajo exegético. Ahora bien, debemos recordar también que básicamente “El jardín de senderos que se bifurcan” es una declaración (un texto escrito) que realiza Yu Tsun, espía alemán que, a través de un asesinato, da las pistas necesarias para que Berlín pueda bombardear una ciudad inglesa llamada Albert. En otras palabras, el texto de Yu Tsun es, al mismo tiempo, un ejercicio escritural que realiza una lectura sobre la realidad: plantea un enigma para finalmente revelar el artificio.

Caso muy similar es el de “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”, relato que emplea, nuevamente, el recurso del laberinto como modalidad de codificación de la realidad y la escritura, pero acá, a nuestro juicio, el procedimiento es más elaborado en cuanto se nos presentan dos modalidades de lectura: una eficiente e inteligente (representada por Unwin, matemático, que además de alegorizar al buen exégeta, hace lo propio con el ejercicio de un narrador que es capaz de dilucidar los mecanismos poéticos propicios para una narración verosímil), frente a una atolondrada y negligente (representada por Dunraven, quien irónicamente es poeta pero que vendría a ser una alegoría del pseudo-exégeta y de un poietes o rapsodamediocre). Básicamente, lo que hace Unwin es sospechar del relato que le es contado por Dunraven. Dado el carácter de Abenjacán y su valentía distintiva, en oposición a su primo Zaid que es famosamente cobarde, lo que hace este ingenioso hermeneuta es invertir las oposiciones: “En Cornwall dije que era mentira la historia que te oí. Los hechos eran ciertos, o podían serlo, pero contados como tú los contaste, eran, de un modo manifiesto, mentiras [8]” (Borges 206). Luego agregará: “Todo esto es increíble; yo entiendo que los hechos ocurrieron de otra manera” (208). En efecto, de lo que se percata Unwin es que los procedimientos representacionales de Dunraven son ineficaces en perspectiva de que no responden a un orden ni a los parámetros aristotélicos de la verosimilitud (efecto de realidad diría Barthes). Pero lo más importante de sus reflexiones no es que Zaid haya sido el que construyó el laberinto físico para posteriormente dar muerte a su primo, sino que entretejió un laberinto tanto más complejo para justificar su cobardía y su atroz crimen: una historia enigmática, metáfora de un laberinto que Unwin logra decodificar como un lector sumamente agudo. Así, este relato complejiza la tesis de la escritura como laberinto, a la vez que otorga nuevas aristas al ejercicio del lector como sujeto esencial que dota de sentido al signo literario.

Completa esta versión laberíntica de la representación el relato “Emma Zunz” que, además de retomar la tesis de la desconfianza formulada por Sarlo, también se caracteriza por crear, al interior de la narración, un laberinto de difícil resolución. Inicialmente el narrador nos advierte: “Referir con alguna realidad los hechos de esa tarde sería difícil y quizá improcedente. Un atributo de lo infernal es la irrealidad, un atributo que parece mitigar sus terrores y que los agrava tal vez. ¿Cómo hacer verosímil una acción en la que casi no creyó quien la ejecutaba, cómo recuperar ese breve caos que hoy la memoria de Emma Zunz repudia y confunde?” (Borges 95). En este caso, el narrador se declara en retirada frente a la tentación de verdad, más bien su opción será la de consignar en el relato una versión aproximativa de los hechos. Esto es lo que finalmente justificará el testimonio de Emma Zunz cuando se declara: “La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Verdadero también era el ultraje que había padecido; sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios” (101). La resolución de Emma es la que habría ideado un poietes como Zaid. Nuevamente, el lector observa la configuración de un laberinto textual que justificará una venganza. En ese sentido, el eventual detective de un relato ucrónico debiera realizar el ejercicio de Unwin: sospechar de la declaración de Emma Zunz, invertir las oposiciones, examinar minuciosamente la verosimilitud del testimonio, entre otras operaciones hermenéuticas.

El último ejemplo de representación en nuestro corpus es “Deutsches Requiem”, relato que prescinde de las enrevesadas escrituras y lecturas laberínticas, de la enciclopedia, de los mundos imaginarios o de las invectivas en contra de la insustancialidad del lenguaje. En este cuento Borges opta por un género discursivo, el testimonio, para incurrir en la inversión de una oposición. Habitualmente, el género testimonial es el artefacto epistémico de sujetos que han padecido experiencias límite. En otros términos, la escritura del testimonio la emplea el individuo que ha padecido la tortura o ha sido testigo de la muerte de sus congéneres. En “Deutsches Requiem”, por el contrario, el victimario se convierte en el agente performativo de la voz testimonial: “Mi nombre es Otto Dietrich zur Linde (…), seré fusilado por torturador y asesino (…). No pretendo ser perdonado, porque no hay culpa en mí, pero quiero ser comprendido. Quienes sepan oírme, comprenderán la historia de Alemania y la futura historia del mundo” (Borges 129-130). Como resulta evidente, la primera persona es el recurso primario. No hay acá elucubraciones sobre la representación, más bien el narrador arremete con la certeza que le brinda la autoridad epistémica de la subjetividad. Lo inenarrable reside de manera subyacente en la conformación del relato, o bien, es lo que acontece a otros sujetos, como el poeta David Jerusalem. En ese sentido, la narración no es más que un ejercicio representacional puesto en práctica. La escritura literaria ficcionaliza acá un género que se convierte en el soporte dispositivo preferencial para la manifestación de una verdad, aunque ésta sea el nazismo.

La breve revisión que hemos realizado del corpus permite visualizar las distintas modalidades representacionales que se pueden rastrear en la poética de Borges. En primera instancia, la tesis de la irrepresentabilidad constituye una solución plausible en una porción no desdeñable del conjunto, aunque, como comprobamos al final del examen, las modalidades en que se aborda el referente varían y la subjetividad adquiere un estatuto potente. A pesar de esto último, nos inclinamos acá en favor de una poética de la irrepresentabilidad en perspectiva de lo que aportan Piglia y Sarlo, id est, el horror de lo real y la desconfianza de las posibilidades de la representación literaria, respectivamente, sintetizan de manera eficiente lo que hemos intentado postular acá: toda representación es una ficción, en la medida en que el texto literario no aprehende la realidad sino una idea de lo real.  

 

 

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Notas


[1] El orden en que presentamos acá el corpus no responde necesariamente a la organización en que realizaremos el examen de cada relato.

[2] Para el nivel 1, remitimos al texto “Sobre Borges” en Crítica y ficción (1986). Para el nivel 2, la fuente es “Borges como crítico”, también en Crítica… Y para el nivel 3, la tesis sobre la representación en la obra borgeana se encuentra en “El último cuento de Borges”, en Formas breves (2000). 

[3] Esta misma tesis ya aparecía enunciada, con tenues variaciones, en su novela Respiración artificial (1980): “Borges, dijo Renzi, es un escritor del siglo XIX. El mejor escritor argentino del siglo XIX” (Piglia 119). En esta sentencia persiste la idea de que Borges ejecutó lo que muchos de los intelectuales del XIX intentaron con escaso éxito: imaginar la nación, como diría Benedict Anderson, pero articulada tal imaginación a la erudición de la tradición occidental.

[4] Esto aplicaría también, y por extensión, al cuento como género.

[5] En este caso, la referencia es a su libro Borges, un escritor en las orillas (1995).

[6] Retomaremos este aspecto en las reflexiones sobre “Abenjacán el Bojarí, muerto en su laberinto”.

[7] Este cuento puede ser el antecedente del relato desestabilizador del género policial por antonomasia: “La muerte y la brújula”, narración en la que el detective es finalmente asesinado por el criminal, rompiendo con la tradición moderna de la existencia de “una verdad” inmutable y atemporalmente triunfante.

[8] Nótese el parecido entre la declaración de Unwin y la justificación final que se proporciona en el relato “Emma Zunz”, que comentaremos en breve.

 

 

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Bibliografía 

— Borges, Jorge Luis. Ficciones. Buenos Aires: Emecé, 1996.
-----------------------. El Aleph. Buenos Aires: Emecé, 1996.
-----------------------. Historia Universal de la Infamia. Buenos Aires: Emecé, 1996.
— Piglia, Ricardo. Crítica y ficción. Buenos Aires: Editorial Planeta / Seix Barral, 2000.
-------------------. Formas breves. Barcelona: Anagrama, 2000.
-------------------. Respiración artificial. Buenos Aires: Editorial Planeta, 2001.
— Sarlo, Beatriz. Borges, un escritor en las orillas. Buenos Aires: Ariel, 1995.



 


 

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