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¿Y esa guagua tan fea? Discurso…, ya no tan fúnebre
Carlos Hernández Tello
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Debo a mi amigo Heredia el haber recordado un texto fundamental, y que posibilita el hecho de que pueda iniciar este breve viaje hacia el pasado. Me recordaba mi amigo Heredia un texto de Walter Benjamin que habla sobre el aura de las obras de arte, esa aura que brinda pureza al arte que aún no ha sido reproducido en masa por la técnica. Y me ejemplificaba mi amigo Heredia el carácter aurático con las fotografías de los que nacimos a principios de la década de los ochenta: para él, aquellas fotos todavía tienen aura, todavía son puras y permiten acceder al pasado desde un estado de asepsia que es imposible conocer hoy entre tanto mega pixel y selfie. Creo que Heredia tiene razón: las fotos de los ochenta, de los que nacimos en esa década turbulenta de protestas y transformaciones económicas, sólo podemos acceder a ese escenario íntimo gracias al aura que nos brindan estas imágenes que contienen una fuerte dosis de amor.
Hace exactamente un año escribí un discurso fúnebre sobre el hombre que me expuso a los primeros textos que leí como un verdadero hermeneuta. Hoy, cuando la herida de esa partida aún sigue abierta, urgente reclamando presencia, puedo decir a pesar de todo que este discurso, el de hoy, ya no es tan fúnebre. ¿Cómo se puede enfrentar la muerte de un ser amado? Siempre he creído que la muerte es un problema de los vivos, no de los muertos. Puede sonar a perogrullo, pero los que lamentan una partida sin duda son los que quedan acá, no los que se van, y frente a eso no hay mucho que hacer. Digo que mi discurso de hoy ya no es tan fúnebre porque hace un año lloré en silencio, solo, en los espacios que encontré para que nadie me viera. En esa ocasión dije que siempre hiciste lo que quisiste, y no sólo eso: afirmé que siempre dijiste lo que quisiste, y a pesar de ser consciente de eso tuve el cinismo de llorarte en soledad, aunque declaré públicamente que en definitiva fuiste un hombre feliz y que asistíamos a las exequias de un hombre que ejerció su libertad en todas las dimensiones del término. Con ello trataba de convencer a la familia que el hombre que nos dejaba culminó su rol en el mundo. Hoy me doy cuenta de que el tiempo nunca es suficiente, porque en tu lecho de muerte, a pesar de tu existencia octogenaria, no querías partir. Nunca conocí a alguien que despotricara tanto contra la vida pero que al mismo tiempo no quisiera morir, porque amaba respirar y ser testigo del paso del tiempo y de los descendientes de su prole.
En este tránsito de trescientos sesenta y cinco días te hemos recordado de muchas formas. Cada reunión alberga un espacio para tus “andanzas” (el término no es casual), que proliferaron y de las que sin duda podrían nacer varios libros de cuentos. Como dije en aquella ocasión, sólo almaceno recuerdos felices de tu paso por la tierra: llegué tarde a tu vida y te fuiste demasiado pronto de la mía. Alcancé a aprender el sentido de la libertad: el buen uso de ella y el arbitrario. Pero, ¿qué cosa es un hombre si no es ambas a la vez? Somos eso, nuestras acciones nos definen, el resto es palabrería, y aunque no me canso de subrayar tu pericia lingüística en la coprolalia, creo que nadie puede ni podrá negar tu consecuencia: lenguaje y acción, en tu vida, fueron una sola cosa. Es cuestión de interrogar a quien te dio la mano una vez y tuviste que reacomodarte falanges y nudillos: el rosario fue digno de aquellos primeros apóstoles, los que inauguraron la era cristiana.
Mi mamá y mi papá dicen que soy un hombre inteligente, y que eso lo heredé de mis abuelos. Obviamente esta “inteligencia” heredada proviene en parte de ti. Esa guagua tan fea, como me bautizaste cuando nací, armaba rompecabezas y se percataba de que me hacías trampa al esconderme las piezas: “Este bandido va a ser inteligente”, le decías a mi papá, al mismo que le reprochabas tiempo antes que por qué miraba tanto a esa masa mofletuda, de ojos y orejas del tamaño de un adulto sobredesarrollado. Siempre recuerdo esa escena que no recuerdo, pues sólo he accedido a ella a través del relato de mis padres. Muchos de los recuerdos que tengo de ti son indirectos. Y por ello mismo siempre tengo que recurrir a los relatos de otros para armar este rompecabezas que estoy narrando. Quizás tenías razón: la guagua tan fea que fui (otros juzgarán si mantengo esa naturaleza) heredó algo de esa inteligencia, y las piezas del rompecabezas que me escondías hoy me han blindado para recuperar otras piezas, más trascendentes, las piezas del pasado que hoy sigo buscando para reconstruir tu historia, la historia de un hombre cuyas piezas se encuentran desparramadas en un siglo repleto de complejidades, personales e históricas: ¿cómo recuperar esas piezas y reconstruir ese rompecabezas? Me gustaría volver a ser un pelusa del pasaje 13 de esa población incógnita, pero en esta ocasión quiero ser un pelusa de 33 años, un sujeto callejero que te visualice como eras hace 25 años, cuando era un niño que había logrado armar ese rompecabezas de juguete, pero que no estaba ni cerca de armar el rompecabezas de tu existencia. Hoy estoy listo, hoy podría armarlo, pero ya no estás, y no hay manera de narrar esa historia, tu historia. Tendré que aprender a vivir con ello. Creo que ya estoy aprendiendo. Quizás por eso este discurso ya no es tan fúnebre.
9 de junio de 2017