De las múltiples disquisiciones que atormentaron al filósofo alemán Otto von
Zimmermann, ninguna fue más luctuosa que la de la fortuna de su obra. Partidario del
positivismo, defensor acérrimo de la propiedad privada y de los valores burgueses de su
tiempo, su destino quedó lacrado por una infeliz (o venturosa) jugarreta de la Historia:
el haber nacido un 14 de marzo de 1883 y muerto el 5 de mayo de 1918. Si bien los
años que enmarcan su vida no son relevantes para una configuración de su
personalidad, sí lo fueron sin duda los días en que llegó y abandonó este mundo, pues
Zimmermann siempre consideró que su nacimiento fue una mala pasada de los astros.
Una segunda humorada del hado le parecía inconcebible, sin embargo, fue
precisamente lo que acaeció, y sus tres escasas obras publicadas tuvieron que resentir
esta (¿azarosa?) guasa del cosmos.
Sus primeras meditaciones filosóficas, Avatares de la duda metódica cartesiana (1905) y
Acercamiento al pragmatismo maquiavélico desde una lógica kantiana (1908), no deslumbraron a
los lectores. La primera fue leída por sus detractores como una “síntesis poco feliz” del
Discurso y que nada aportaba a la comprensión del insigne fabulador del racionalismo; la
segunda, menos lograda aun según los críticos, fue rubricada como una “cínica
desviación” del idealismo de Kant, y por ello lapidada y olvidada a escasos meses de
salir de la imprenta. Ante esta recepción, y aquejado ya por la enfermedad que le
causaría una temprana muerte, von Zimmermann se sumergió en la obra que justificaría
su tránsito por este mundo.
Los primeros atisbos de von Zimmermann que lo llevaron a idear su polémico Curso de
economía política o sobre los plagios del materialismo histórico (1913), le fueron sugeridos en
1903 por la lectura de Utopía, del mártir Tomás Moro, concretamente en el pasaje aquél
en que el humanista inglés vindica el antimercantilismo[1] de los utopianos. En el primer
capítulo de su Curso, el racional von Zimmermann sostiene que “el ‘gran
descubrimiento’ que se le atribuye a Marx sobre la teoría del plusvalor es una falacia per
se, pues la diatriba contra el valor de cambio, si bien no explicitada por Moro pero sí
esbozada por él en su Utopía, ya anticipaban esotéricamente el devenir industrial de las
centurias futuras”. En otro de los acápites de su opera magna, von Zimmermann
arremete contra la fetichización de la mercancía, en la que vislumbró una espuria
reelaboración de la impugnación antimercantil que Aristóteles[2] conceptualiza en su olvidada crematística. Inclusive, von Zimmermann desdeña la aclaración que Marx
pergeña en el primer volumen de El capital sobre la acumulación originaria, la cual,
arguye von Zimmermann, no se hallaría en la conquista de América ni en la conversión
de África en un cazadero de esclavos, sino en un relato mítico: el del áureo Giges[3],
narración que el maestro del Estagirita incluiría en su extensa República y en cuya
inveterada argumentación el autor del Curso vislumbraría uno más de los plagios del
socialismo científico.
Estas disquisiciones, aunque ingeniosas, fueron recibidas por los partidarios de la
socialdemocracia como elucubraciones ramplonas que en nada mermaban la crítica a la
economía política que desplegó in extenso Karl Marx en sus sistematizaciones. No
obstante, no opinaron de igual manera sobre las alambicadas filípicas respecto a la
propiedad privada. Von Zimmermann dedica tres capítulos del Curso a desarticular los
argumentos de Marx, no sólo los que despliega en El capital, sino además los divulgados
con su amigo Engels en el Manifiesto comunista. En el primero de esos capítulos, von
Zimmermann arguye que los habitantes de Utopía “habían erradicado la propiedad
privada y el dinero de su sistema cotidiano, pues la producción de cada utopiano se
orientaba al bienestar colectivo y, por tanto, nadie producía más de lo que el consumo
comunitario demandaba”. En este sentido, y ésta es la premisa basal del segundo de los
capítulos del Curso dedicados a esta materia, el dinero no existía como entidad
mercantil, pues “al no existir el valor de cambio, los utopianos, que habían prescindido
del Estado, sustentaban el intercambio en la simple buena fe y en el bienestar de la
comunidad”. El tercero de esos capítulos se centró en la jornada laboral, partera de la
propiedad privada, y uno de los eslabones del modo de producción capitalista que más
atormentó al ya cansado Karl Marx. Éste había argumentado que las extenuantes
jornadas de dieciséis e incluso dieciocho horas no eran sólo la causa del agotamiento de
las fuerzas de trabajo del obrero, sino la piedra angular en la que se sustentaba el
inexpugnable edificio del plusvalor y del plustrabajo. Von Zimmermann, por su parte,
razonó que las meditaciones de Marx eran, una vez más, el engendro de unos
argumentos mal zurcidos, pues el problema epistémico de la jornada laboral ya había
sido encumbrado en la reflexión económica por Tomás Moro. Éste, parafrasea von Zimmermann, relata que las jornadas de los utopianos eran de seis horas, pues
consideraban que ése era el tiempo indispensable para la producción de la comunidad.
Ocho horas dedicadas al sueño complementaban un itinerario consuetudinario que se
cerraba con un espacio de tiempo para el ocio, invertido la mayoría de las veces en el
estudio y perfeccionamiento de las labores “económicas”.
Si la socialdemocracia se había tomado con humor los razonamientos de von
Zimmermann sobre las reminiscencias aristotélico-platónicas en la obra de Marx, las
acusaciones sobre la propiedad privada les parecieron intolerables. Vladimir Ilich
Uliánov arremetió contra von Zimmermann señalando en El Estado y la revolución que
éste “no distinguía entre el carácter ficcional de la narración moriana y la naturaleza
científica (extraña paradoja en alguien que se considera a sí mismo un positivista) del
pensamiento de Marx”. Lev Davídovich Bronstein, en uno de sus acalorados discursos,
profirió que “las metáforas morianas que obtusamente ha interpretado von
Zimmermann sólo cabían en los devaneos del humanista inglés y que nada aportan a la
dialéctica de la lucha de clases ni a la expansión de la revolución por el orbe”. Estas
críticas y el estallido de la Gran Guerra terminaron por sepultar la recepción del Curso.
Unos años después, a von Zimmermann le sobrevino la muerte. Una nota en un
obituario alemán reveló que la causa fue la obturación de una arteria.
La obra de Otto von Zimmermann cayó en el olvido. Algunas menciones
usufructuarias en Camino de servidumbre de Hayek y en Capitalismo y libertad de Friedman
son todo lo que el filósofo alemán y su Curso legaron a la posteridad.
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Notas
[1] “[N]o puedo menos de acordarme de las muy prudentes y sabias instituciones de los utopianos. Es un
país que se rige con muy pocas leyes, pero tan eficaces, que aunque se premia la virtud, sin embargo, a
nadie le falta nada. Toda la riqueza está repartida entre todos. En efecto, ni el oro ni la plata tienen valor
alguno, ni la privación de su uso o su propiedad constituye un verdadero inconveniente. Sólo la locura
humana ha sido la que ha dado valor a su rareza. La madre naturaleza ha puesto al descubierto lo que
hay de mejor: el aire, el agua y la tierra misma. Pero ha escondido a gran profundidad todo lo vano e
inútil”.
[2] En efecto, el sustento de esta premisa de von Zimmermann se puede encontrar en la Política
aristotélica cuando el Estagirita propugna que la crematística “presenta dos formas (…): la del comercio
de compraventa y de la administración doméstica. Ésta es necesaria y elogiada; la otra, comercial, es
censurada con justicia (Pues no está de acuerdo con la naturaleza, sino que es a costa de otros). Y con la
mayor razón es aborrecida la usura, ya que la ganancia, en ella, procede del mismo dinero. Que se hizo
para el cambio; en cambio, en la usura, el interés, por sí solo, produce más (…). De forma que de todos
los negocios éste es el más antinatural”.
[3] “Dicen que [Giges] era un pastor que estaba al servicio del entonces rey de Lidia. Sobrevino una vez
un gran temporal y terremoto; abrióse la tierra y apareció una grieta en el mismo lugar en que él
apacentaba. Asombrado ante el espectáculo, descendió por la hendidura y vio allí, entre otras muchas
maravillas que la fábula relata, un caballo de bronce, hueco, con portañuelas, por una de las cuales se
agachó a mirar y vio que dentro había un cadáver, de talla al parecer más que humana, que no llevaba
sobre sí más que una sortija de oro en la mano; quitósela el pastor y salióse”.
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(cuento borgeano)
Por Carlos Hernández Tello