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Bello destino: discurso fúnebre

Por Carlos Hernández Tello


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Mi Mamá me ha dicho en más de una ocasión que, cuando yo nací, y una vez que le dieron el alta y pudo volver a su hogar de entonces, mi Papá estuvo mirándome una tarde entera. Al parecer no podía creer que tenía un hijo. Cuando mi Tata Carlos Tello observó esta escena le dijo a mi Papá: “Qué tanto mirái a esa guagua, Indio, es más fea la hueá”.

Valga esta breve anécdota para delinear el perfil del hombre que hoy despedimos. Ése era en toda su dimensión humana y lingüística mi Tata Carlos Tello, quien siempre odió que le dijéramos Abuelo y yo no necesité de una segunda aclaración para comprender. Ése era mi Tata, el hombre a quien su madre abandonara al comienzo de su adolescencia. No quiero acá suscitar la envidia de mis primos y hermanos, pero me siento afortunado porque creo que fui el que más compartió y aprendió de él. Siempre que alguien parte de este mundo es descrito como un santo. Yo no voy a caer en eso porque mi Tata dista total y absolutamente de eso. Él fue un hombre en toda su complejidad: en algunos sentidos fue bueno, en otros fue malo, como cualquiera de los que estamos acá. No me siento con el derecho de juzgarlo. Por suerte para mí, yo aparecí en la vida del viejo Tello cuando ya había cometido todas o la mayoría de sus fechorías, y por lo tanto sólo guardo recuerdos felices de él. Recurriré principalmente a mi infancia, la etapa más pura del hombre, me parece, porque cuando uno se hace adulto se pone medio imbécil. No sé si será la naturaleza humana o la sociedad. Que los filósofos y los sociólogos diriman.

La memoria es una herramienta cruel: hoy que mi Tata ya no está quisiera poder recordar con todos los detalles del mundo los momentos que viví con él. Puedo compartir algunos. Siempre fui un pelusa callejero. Me gustaba jugar a las bolitas, jugar a la pelota en el pasaje y elevar volantines. Siempre preferí juntarme con los cabros del pasaje 13 porque eran cercanos a mi edad y me parecían más entretenidos. Debo haber tenido seis años y me encantaba andar al machete, es decir, pedir plata a mis parientes cercanos para financiar mis juegos. Como quizás puedan deducir, mi Tata fue el patrocinador y accionista principal de mis andanzas de cabro chico. Mi Papá una vez me dijo que cortara con eso, pero yo no le hice caso y mi Tata siguió con su papel de patrocinador perpetuo.

A los diez años me llevó por primera vez a las carreras. El Hipódromo Chile, cada día sábado, fue para mí un recinto de aprendizaje durante años, una escuela se diría hoy. A esa edad descubrí que tenía dos Tatas: uno, el de domingo a viernes, que era el viejo chucheta que despotricaba por todo: porque no lo dejaban escuchar la tele, porque “¡Puta que huevean estos cabros de mierda!”, o bien, porque a sus hijos no se les entendía (ni entiende) un carajo de lo que hablan; esa primera versión contenía también al maestro que tenía un cuarto en el patio de su casa y que para mí era un templo incomprensible de la mecánica: estantes y estantes de repuestos, herramientas, tuercas, tornillos, un esmeril en el que aprendí a pulir la púa de mi trompo infantil, etc. El otro Tata, la segunda versión, era la leyenda del Hipódromo: era Don Carlos Tello, el propietario, el miembro de la Directiva, el Señor elegante al que todos querían y que tenía mil historias que jamás conocí y que hoy se lleva a su recinto eterno. Crecí con esas versiones de mi Tata. Me desarrollé en secreto con esas dos caras del mismo hombre.

Pasaron los años: me enseñó a apostar. Si hay algo que le agradezco es que me expuso al vicio y me protegió de él. Aprendí, por ejemplo, la dinámica de las carreras de caballos, los tipos de apuestas. Aprendí a leer en profundidad los Programas de cada jornada del Hipódromo. Ahora que lo pienso en perspectiva, creo que esos fueron los primeros libros que leí bien, como un verdadero hermeneuta. Cómo olvidar que tenía que fijarme en el peso del caballo, en el jinete que lo conduciría, en el partidor, en el historial de carreras, en la extensión de las carreras en que el caballo había participado. Cómo no recordar que El Ensayo, el Saint Leger y el Derby eran carreras que sólo había que mirar, porque ¡puta que era difícil acertar!

Una vez mi Tata tuvo una yegua, la Bella Chica. Las veces que ganó siempre fue jueves y yo tenía colegio esos días. Mi Tata siempre me decía que cuando corriera un sábado me llevaría para que nos sacáramos la foto que le toman al caballo ganador de cada carrera, con su jinete y propietario. Llegó ese día sábado. La Bella Chica a los pocos metros se torció la pata y no pudo seguir corriendo. Nunca me pude sacar esa tan esperada foto. Es más, ahora que lo pienso, no tengo ninguna foto con él. Sin embargo, algo increíble pasó una vez. Era la última carrera de un sábado perdido en los resquicios de los años noventa. Mi Tata había tomado y fumado como él solo. Yo había comido y tomado bebida como yo solo. De repente, cuando los caballos iban en tierra derecha, el encopetado Don Carlos Tello empieza a gritar y a agitar intempestivamente su brazo derecho: ¡Bello destino, mierda! ¡Bello destino, mierda! Yo pensaba para mí: “¡Qué mierda le pasa a mi Tata! ¿De qué bello destino habla este caballero?”. Y pasaba que la yegua Bello destino, en los últimos metros, superaba a todos sus contrincantes y se adjudicaba la carrera. Mi Tata le había apostado veinte lucas a esa yegua: fue a cobrar sus sesenta mil pesos a la caja y pudo pagar la cuenta. ¡Piensen ustedes que hablo de sesenta lucas de los años noventa! Yo pensé en ese instante: este viejo es genial. Exponer a su nieto a quedarse a lavar platos lo encontré de una osadía temeraria.

Pasaron muchos sábados que se convirtieron en años. Yo entré a estudiar Literatura y mi Tata se convirtió en miembro de la Directiva. Como él sabía que yo escribía medianamente bien me pidió que escribiera un instructivo para los que quisieran ingresar al casino de propietarios: “Se prohíbe ingresar con chalas, polera, jeans, zapatillas, pantalones cortos”. El viejo Tello se las arregló para institucionalizar la vestimenta que a él le gustaba: el terno y la corbata.

Yo seguí estudiando Literatura y mi Tata me consiguió hora con un médico amigo de las carreras: en más de una ocasión necesité una licencia trucha para no dar una prueba. Terminé la carrera de Literatura y mi Tatita trató de apitutarme en el colegio que era de otro amigo de las carreras. Ése era mi Tata: un cómplice. Seguí estudiando, él siguió con sus carreras de caballos y yo seguí con mi carrera de intelectual. Al tiempo publiqué un libro. Él estaba tan feliz de ver el apellido Tello impreso en una portada. Quizás mi Papá no se acuerde, pero mi Tata le enrostró que el apellido Tello era más grande que Hernández. Ahora te llevas ese libro, Tatita. Que al menos sirva para algo. Así me aseguro un lector para la eternidad. Sólo espero que Dios sea socialista, si no ni cagando te van a dejar entrar al cielo, aunque dicen algunos que Cristo fue el primer marxista que pisó la tierra.

Siempre hiciste lo quisiste. Fumaste todo cuanto fue tu voluntad. Despotricaste lo que se te antojó. Estoy seguro de que fuiste un hombre feliz. Me siento tranquilo de que tuviste y tendrás, como esa yegua milagrosa de los años noventa, un bello destino en la eternidad. En efecto, como dijo una vez Gervasio, el cigarro siempre gana y esta vez también. No obstante, viviste y moriste en tu ley. Me quedo con eso, con tu humor negro, el mismo que en tu lecho de muerte te llevó a preguntar: “¿Quién es ese caballero?”. La pregunta había sido si querías recibir a Cristo en tu vida. Fuiste un gran abuelo, de eso puedo dar testimonio como tu nieto. De eso puedo hacerme cargo como hombre. Ya nos veremos Tata, algún día. Saluda a mi tía Cristina de nuestra parte. 



 



 

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