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La poética de García Márquez: 
hipérbole como modo de representación de América Latina

Carlos Hernández Tello


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La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos
sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada
vez menos libres, cada vez más solitarios.
“La soledad de América Latina”. G. García Márquez.

 

En “La soledad de América Latina” (1982), discurso de recepción del Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez interpelaba a la Academia sueca arrostrándole que “América Latina no quiere ni tiene por qué ser un alfil sin albedrío”. Más aún, a partir de la extensa enumeración de relatos que conforman el arsenal imaginativo de nuestro continente, esgrime una de las tesis centrales de su poética: “Poetas y mendigos, músicos y profetas, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Este es, amigos, el nudo de nuestra soledad” (La cursiva es nuestra). Este fragmento resulta esencial para delinear la poética de García Márquez, pues, como puede comprobar cualquier lector de su obra, tanto de sus novelas como de sus cuentos, la “realidad desaforada” que resulta ser el reflejo de “nuestra soledad” es expresable por medio de un recurso retórico que opera como el engranaje central de toda la maquinaria creadora del escritor colombiano. Tal recurso es la hipérbole, ligado a uno de los matices del tropo: el metalogismo. No obstante, esta observación no es nuestra, pues ya la ha fijado Grínor Rojo en “Gabriel García Márquez en busca de Cien años de soledad” (2011), reflexión que ha retomado en un trabajo inédito sobre la obra de Omar Saavedra Santis titulado “Retórica y política en La Gran Ciudad, de Omar Saavedra Santis” (2014):

…el recurso retórico por excelencia que García Márquez utiliza, tanto para la generación como para la simultánea desacreditación de “lo maravilloso” en sus novelas y cuentos (…), es la hipérbole irónica a través de algunas de sus variedades discursivas más características: las largas y heterogéneas enumeraciones, las construcciones superlativas, la adjetivación simétrica y barroca, el oxímoron burlesco, etc. No menos importante es la aparición de la hipérbole irónica al interior de las historias de García Márquez. Porque si la ironía verbal depende sólo del discurso del narrador, esto es, del decir el narrador una cosa por su contraria, la hipérbole irónica actúa también como una suerte de ironía estructural, que se verifica hacia adentro del enunciado… (Rojo 8).

En efecto, y como adelantábamos, el insumo de la hipérbole, que será irónica para Rojo, pareciera ser el “recurso convencional” que García Márquez demandaba en su alocución de 1982. Así lo comprobamos en El coronel no tiene quien le escriba (1961), Cien años de soledad (1967), El otoño del patriarca (1975) o Crónica de una muerte anunciada (1981), novelas en que dicho recurso ha sido explotado en formas diversas. Ahora bien, antes de ingresar concretamente a una propuesta de lectura de algunos cuentos de este autor, nos parece pertinente realizar algunas precisiones teóricas respecto al tropo de la hipérbole. Roland Barthes, en La antigua retórica (1970), afirma que “La Hipérbole consiste en exagerar: sea por aumento (auxesis: ir más rápido que el viento), sea por disminución (tapinosis: más lento que una tortuga)” (Sic) (Barthes 77). Por otra parte, Helena Beristáin ofrece una definición un tanto más completa de esta categoría en su Diccionario de Retórica y Poética (1985):

Exageración o audacia retórica que consiste en subrayar lo que se dice al ponderarlo con la clara intención de trascender lo verosímil, es decir, de rebasar hasta lo increíble el “verbum propium” (…), pues la hipérbole constituye una intensificación de la “evidentia” en dos posibles direcciones: aumentando el significado (“se roía los codos de hambre”), o disminuyéndolo (“iba más despacio que una tortuga”) (…). La hipérbole, que es un tropo (metasemema o metalogismo), suele presentarse combinada con otras figuras, principalmente metáfora, prosopopeya, gradación, eufemismo, (…) lítote y aun la reticencia, pues el silencio puede llegar a producir un efecto hiperbólico (Sic) (Beristáin 251).

Nos parece especialmente valioso para nuestra reflexión la distinción que Beristáin realiza entre metasemema y metalogismo, pues clarifica, para efectos de una lectura más totalizadora, el proceso de decodificación por parte del lector:

La relación entre los tropos de dicción o metasememas y los tropos de pensamiento o metalogismos, consiste en que en ambos casos se modifica el significado (por lo que suelen presentarse asociados en ellas ambos tipos de figuras). En el metasemema hay una ruptura de la isotopía (sobre el plano semántico) seguida por una reevaluación (prospectivao retrospectiva) (…). [P]ero la descodificación del metalogismo requiere el análisis del referente, pues su sentido abarca también una realidad ubicada más allá del texto, en un contexto que puede ser discursivo o extralingüístico (…). En el metalogismo pues, lo que cambia no es el significado de la expresión en el nivel lexemático, sino nuestro criterio acerca del referente, como resultado de que se modifica el valor lógico de la oración (488).

En otros términos, el metasemema es explicable al interior del propio enunciado, mientras que el metalogismo requiere necesariamente interpelar al proceso de enunciación de la obra literaria. Para efectos críticos, el tropo que intentaremos rastrear en un corpus breve de cuentos será el de la hipérbole como metalogismo, entendiendo que el empleo del tropo no es el uso de éste sin más, sino que será el engranaje esencial para la representación de un referente, que en este caso particular será la “realidad desaforada” de América Latina. Dicho esto, nuestro corpus abordará cinco cuentos, a saber: “La siesta del martes” y “Los funerales de la Mamá Grande”, pertenecientes al volumen Los funerales de la Mamá Grande (1962); “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, relato aparecido en La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1977); “El rastro de tu sangre en la nieve”, cuento del conjunto Doce cuentos peregrinos (1992); y “Algo muy grave va a suceder en este pueblo[1]” (s.f.).

El relato “La siesta del martes” constituye, a nuestro juicio, un ejemplo egregio de metalogismo hiperbólico en tanto aprehendamos el pueblo en el que transcurre la acción como epítome de América Latina. La madre y la hija que viajan en el tren con destino al villorrio son “los únicos pasajeros en el escueto vagón de tercera clase” (García Márquez 135). El objetivo del periplo de esta madre errante es visitar en el cementerio del pueblo la tumba de su hijo Carlos Centeno Ayala, ladrón que fue asesinado por la señora Rebeca (¿Buendía?), “una viuda solitaria que vivía en una casa llena de cachivaches” (139), que empleó un revolver que no se disparaba “desde los tiempos del coronel Aureliano Buendía” (140), y que se orientó en la oscuridad de su casa no tanto por el ruido de una cerradura como “por un terror desarrollado en ella por 28 años de soledad” (140). Valgan estas primeras referencias para situar el relato en el terreno de la hipérbole. Por otra parte, el lector comprueba también que el pueblo todos los días inicia una siesta que se prolonga por varias horas para eludir el calor infernal que acosa a sus habitantes:

Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro, cuando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría construidas sobre el modelo de la compañía bananera, tenían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de los almendros y hacían la siesta en plena calle (137).

Esta rutina secular es la que madre e hija rompen al visitar la casa cural. De ahí la atención de todo el pueblo en estas dos visitantes, lo que alegorizaría, a nuestro entender, la soledad de un continente asolado por la fuerza irrefrenable de la naturaleza, por una parte, y por el sistema capitalista, por otra. Como declara el narrador, las casas están hechas sobre el modelo de la compañía bananera, construcciones que según parece serían funcionales a los designios de un sistema que “resguarda” su mano de obra en la medida que ésta le siga siendo efectivamente contribuyente. En ese sentido, lo que el lector corrobora en el relato es el resultado final de la arremetida de la modernidad en el pueblo y su connatural modelo económico. La soledad en la que se encuentra aquél al momento de la visita de la madre y su hija, el calor excesivo que podemos leer como el parangón de un infierno terrenal, es coherente con los sujetos que habitan el villorrio: son sujetos aislados, sin proyectos de vida individuales ni tampoco colectivos. En definitiva, insistimos, la visita de estas mujeres es el pretexto para ofrecernos un escenario en ruinas, asediado por el embate de Occidente, y del que la muerte de Centeno es sólo el resultado de una necesidad enfermiza de autoconservación y de la preservación de los escasos bienes materiales que quedaron luego de la hecatombe. 

Un caso distinto de hipérbole es el que se nos ofrece en “Los funerales de la Mamá Grande”, relato en el que la fuerza omnímoda de María del Rosario Castañeda y Montero puede ser cotejable con al menos dos modos de dominación que han sido aplicados en América Latina: las oligarquías nacionales tributarias de los mercados transnacionales y, más distanciado en el tiempo, el orden colonial. Para dar cuenta de esta realidad, en primera instancia, la voz del relato la asume un narrador consciente de los mecanismos y eficacias representacionales del discurso popular (entiéndase literario), en oposición a las estrategias del discurso historiográfico: “Ésta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del septiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice” (García Márquez 221). Y luego agregará: “…ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores” (221). El juego irónico de “historia verídica” lo entendemos acá como un procedimiento representacional básico en el que las perspectivas de enunciación son subsidiarias del sujeto que las produce (nótese también, en esta línea, la denostación al saber historiográfico). En este caso particular, quien narra es un sujeto que asistió a las festividades y que ha presenciado buena parte del reinado de la Mamá Grande. En ese sentido, el formato de “crónica” (235) es perfectamente compatible con el relato pues sitúa al narrador en el mismo estatuto epistemológico de los cronistas españoles que visualizaban sus relatos como “relatos verdaderos”. Esta adjudicación de la verdad por parte del narrador cronista puede ser entendida como el primer vestigio de metalogismo hiperbólico en el cuento. Sin embargo, remitimos acá a dos ejemplos que permiten sopesar el carácter imperialista y colonial de esta mujer sobre a la que nadie se le había ocurrido pensar que era mortal:

Durante el presente siglo, la Mamá Grande había sido el centro de gravedad de Macondo, como sus hermanos, sus padres y los padres de sus padres lo fueron en el pasado, en una hegemonía que colmaba dos siglos. La aldea se fundó alrededor de su apellido. Nadie conocía el origen, ni los límites ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre vida y haciendas. Cuando se sentaba a tomar el fresco de la tarde en el balcón de su casa, con todo el peso de sus vísceras y su autoridad aplastado en su viejo mecedor de bejuco, parecía en verdad infinitamente rica y poderosa, la matrona más rica y poderosa del mundo (223).

La enumeración de las posesiones de la Mamá Grande opera en consonancia con el patrimonio de las oligarquías nacionales criollas decimonónicas, herederas de un poder no sólo político, sino por sobre todo económico. La alusión al apellido de la familia y la potestad sobre el calor y la lluvia son ejemplos eficientes al momento de categorizar el poder de una oligarquía que, posteriormente, se convertirá en estamento parasitario de la explotación de los consorcios multinacionales, ingleses en el siglo XIX y norteamericanos en el XX. Por otra parte, hay también referencias en el texto al carácter colonial de la Mamá Grande:

…la Mamá Grande dictó al notario la lista de sus propiedades, fuente suprema y única de su grandeza y autoridad. Reducido a sus proporciones reales, el patrimonio físico se reducía a tres encomiendas adjudicadas por Cédula Real durante la Colonia, y que con el transcurso del tiempo, en virtud de intrincados matrimonios de conveniencia, se habían acumulado bajo el dominio de la Mamá Grande. En ese territorio ocioso, sin límites definidos, que abarcaba cinco municipios y en el cual no se sembró nunca un solo grano por cuenta de los propietarios, vivían a título de arrendatarias 352 familias. Todos los años, en vísperas de su onomástico, la Mamá Grande ejercía el único acto de dominio que había impedido el regreso de las tierras al estado: el cobro de los arrendamientos. Sentada en el corredor interior de su casa, ella recibía personalmente el pago del derecho de habitar en sus tierras, como durante más de un siglo lo recibieron sus antepasados de los antepasados de los arrendatarios (…). Pero las circunstancias históricas habían dispuesto que dentro de esos límites crecieran y prosperaran las seis poblaciones del distrito de Macondo, incluso la cabecera del municipio, de manera que todo el que habitara una casa no tenía más derecho de propiedad del que le correspondía sobre los materiales, pues la tierra pertenecía a la Mamá Grande y a ella se pagaba el alquiler, como tenía que pagarlo el gobierno por el uso que los ciudadanos hacían en las calles (227-228).

El patrimonio de la Mamá Grande se sustenta, como se extrae del fragmento, en un sistema de encomiendas legitimado por una Cédula Real en el período colonial, y sobre el cual se funda su ilimitado poder económico. Los habitantes de Macondo deben pagar un tributo anual por el derecho a vivir en territorios que, bajo una lógica no capitalista, son patrimonio de la humanidad. En otros términos, el sistema colonial del que la Mamá Grande es la cara visible es presentado en el relato como el fundamento de un artefacto de explotación de los recursos naturales que deforma los designios de la naturaleza. A esta deformación contribuye el recurso retórico de la hipérbole en el cuento, al punto de que las autoridades estamentales máximas del orden occidental, el Sumo Pontífice y el Presidente de la República, postergan sus roles eclesiásticos y políticos, respectivamente, para asistir a los funerales de la Mamá Grande.   

Un procedimiento hiperbólico distinto es el que se vislumbra en el relato “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, artificio que trae a la memoria del lector las palabras que García Márquez pronunciara al principio del discurso de recepción del Nobel:

Antonio Pigafetta, un navegante florentino que acompañó a Magallanes en el primer viaje alrededor del mundo, escribió a su paso por nuestra América meridional una crónica rigurosa que sin embargo parece una aventura de la imaginación. Contó que había visto cerdos con el ombligo en el lomo, y unos pájaros sin patas cuyas hembras empollaban en las espaldas del macho, y otros como alcatraces sin lengua cuyos picos parecían una cuchara. Contó que había visto un engendro animal con cabeza y orejas de mula, cuerpo de camello, patas de ciervo y relincho de caballo. Contó que al primer nativo que encontraron en la Patagonia le pusieron enfrente un espejo, y que aquel gigante enardecido perdió el uso de la razón por el pavor de su propia imagen. Este libro breve y fascinante, en el cual ya se vislumbran los gérmenes de nuestras novelas de hoy, no es ni mucho menos el testimonio más asombroso de nuestra realidad de aquellos tiempos. Los Cronistas de Indias nos legaron otros incontables.

Estos seres producidos por una imaginación desaforada son los que en el relato en cuestión se canalizan por medio del viejo de las alas enormes. El cuento, desde las primeras líneas, sitúa al lector en un espacio de acción desmesurado: “Al tercer día de lluvia habían matado tantos cangrejos dentro de la casa, que Pelayo tuvo que atravesar su patio anegado para tirarlos al mar, pues el niño recién nacido había pasado la noche con calenturas y se pensaba que era a causa de la pestilencia” (García Márquez 241). Este primer fragmento ya alude al diluvio bíblico y permite la asociación del viejo de las alas con un ángel, como muy bien lo dictamina el saber popular de la vecina, relegando la teoría del matrimonio de que pudiera ser un náufrago. La explicación de la vecina colinda con lo que Alejo Carpentier categorizara en el “Prólogo” a El reino de este mundo (1949) en relación a lo real maravilloso:

Pero es que muchos se olvidan, con disfrazarse de magos a poco costo, que lo maravilloso comienza a serlo de manera inequívoca cuando surge de una inesperada alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Para empezar, la sensación de lo maravilloso presupone una fe. Los que no creen en santos no pueden curarse con milagros de santos, ni los que no son Quijotes pueden meterse, en cuerpo, alma y bienes, en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco (Carpentier 12).

En efecto, ante la presencia de este pseudoángel la autoridad epistémica del dictamen de la vecina se impone. Asistimos en este momento a un instante del saber pre-occidental, no dependiente de la lógica racional moderna del orbe europeo, lógica instrumental por lo demás. En términos de Carpentier, lo que observamos en el relato es la presencia de un milagro y la fe irrestricta en ese milagro, rasgo esencial de las formas de aprehensión de la realidad propias del mundo prehispano. Esa naturalidad del suceso es coherente con la actitud del narrador de no revelar jamás las causas por las que el “ángel” aterrizó en el fondo del patio de Pelayo. En este caso, el metalogismo hiperbólico se cimienta, por una parte, en el milagro del señor muy viejo con unas alas enormes, pero de mayor manera, creemos, en el silencio del narrador que es fiel a su férrea continencia léxica incluso cuando el ángel emprende el vuelo y Elisenda continúa inmutable pelando cebollas. Hay, no obstante, otra dimensión hiperbólica en el relato que se relaciona con los modos de producción del sistema capitalista occidental. Tal dimensión entra en órbita cuando “Elisenda, con el espinazo torcido de tanto barrer basura de feria, tuvo entonces la buena idea de tapiar el patio y cobrar cinco centavos por la entrada para ver al ángel” (244). Es imposible en este punto no pensar en José Arcadio Buendía, cuando con el imán de los gitanos pretende desenterrar oro. Ante ese deseo, el sabio Melquíades le espeta que para eso no sirve. En el caso del relato “Un señor muy viejo con unas alas enormes”, Pelayo y Elisenda no respetan ese precepto, y deciden lucrar con el alicaído centinela de Dios, alegoría poco feliz del proyecto del Almirante Colón, saqueador de las Indias, inaugurador de la esclavitud y buscador de oro bajo la mascarada de la cristianización. Frente a la mercantilización del milagro, éste deja de ser un recurso de producción de capital cuando llega al pueblo una nueva criatura: “Sucedió que por esos días, entre muchas otras atracciones de las ferias errantes del Caribe, llevaron al pueblo el espectáculo triste de una mujer que se había convertido en araña por desobedecer a sus padres. La entrada para verla no sólo costaba menos que la entrada para ver al ángel, sino que permitían hacerle toda clase de preguntas sobre su absurda condición, y examinarla al derecho y al revés, de modo que nadie pusiera en duda la verdad del horror” (245). En consecuencia, la construcción hiperbólica del relato se orientaría a presentarnos dos milagros (alteraciones de la realidad) como mercancías intercambiables que sucumben ante las leyes de la oferta y la demanda, a la vez que trasunta la lógica capitalista de explotación de los recursos de la naturaleza: en la medida que se agotan las facultades de producción del sujeto o del objeto, éste es reemplazado por otro. Observamos así, y en toda majestad, el modus operandi de la reificación.

Un cuento que puede ser leído en directa correlación con el anterior es “El rastro de tu sangre en la nieve”. En este caso, nos enfrentamos a un narrador cronista muy similar al de Crónica de una muerte anunciada, quien construye un relato a partir de la investigación de archivos (García Márquez 500) y el testimonio de los protagonistas de los hechos (505 y 508). Este formato de crónica es especialmente significativo y permite realizar una lectura en la que el recurso del metalogismo hiperbólico acerca al lector a la realidad histórica de América Latina. En este marco, dos son los elementos que, imbricados, tornan plausible la hipótesis de una lectura latinoamericanista: (1) la sangre de Nena Daconte, cuya hemorragia perpetua puede ser entendida como alegoría del genocidio indígena (recordemos que el rasgo esencial de Doce cuentos peregrinos es el de la historia de muchos personajes latinoamericanos que, por diversas razones, se encuentran viajando por Europa); (2) la opulencia de Billy Sánchez de Ávila y Nena Daconte, quienes en el mundo del que provienen son sujetos acaudalados (Billy es un pandillero que vive en la opulencia, mientras que Nena es una políglota que ha sido formada en un internado), pero que en Francia no son más que sudacas representantes de la barbarie inherente al Tercer Mundo. El primero de estos dos elementos permite aseverar que la hipérbole del desangramiento es propiciada en primera instancia por el crimen de la ostentación, cuyo recurso catalizador es la pretensión de Nena al esgrimir una excusa vana para justificar el pinchazo que se hizo al recibir el ramo de rosas del embajador: “Lo hice adrede (…), para que se fijaran en mi anillo” (495). En este sentido, el anillo, símbolo de la acumulación vacua de riquezas y propiciadora de la esclavitud, es la cruz que debe cargar Nena como sujeto que ha justificado ese crimen. Sin embargo, es quizás más decidora aún la respuesta que el funcionario de la embajada en París da a Billy cuando éste recurre en busca de ayuda: “Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. ‘No, mi querido joven,’ le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes” (505). En este caso, a diferencia de otros de la literatura latinoamericana, no es posible invertir la oposición de la civilización y la barbarie: ambos, tanto Nena Daconte como Billy Sánchez de Ávila, se comportan en mayor o menor medida como sujetos bárbaros que legitiman, al provenir de América y justificar la acumulación de capital, el crimen de la modernidad.

El último relato que analizaremos acá, “Algo muy grave va a suceder en este pueblo”, ofrece una forma particular de hipérbole en cuanto explota el recurso del rumor, sucedáneo directo de la oralidad, a la vez que acentúa el carácter performativo del lenguaje, el cual lo acerca al destino funesto propio de la tragedia griega. En primera instancia tenemos una mujer vieja que, en un pueblo, ha amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a suceder en el lugar. Este momento es el instante prístino de la metáfora de la bola de nieve. Todo lo que sucede en el relato quedará condicionado por esa aseveración, al punto de que la frase final de la señora vieja, una vez que los habitantes han quemado el pueblo, viene a cerrar la narración circular, al estilo, insistimos, de la tragedia griega: “Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca” (s.p.). Este cuento propone, a nuestro juicio, una reflexión solapada sobre los poderes fácticos que operan en la sociedad, concretamente los medios de masas. Esta labor la cumple el carnicero del pueblo:

El carnicero despacha su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice: ‘Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas’ (…). [Y] para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice: ‘¿Se ha dado cuenta del calor que está haciendo?’. ‘¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!’ (s.p.).

Nos parece especialmente interesante el procedimiento empleado en este cuento para difundir el rumor de la catástrofe. En efecto, el carnicero opera como agente falseador de los hechos, analogía factible al momento de establecer un parangón entre la difusión que propicia dicho sujeto con el rol mediador de la prensa en las sociedades latinoamericanas. Al respecto anota Jesús Martín Barbero: “La masificación se sentirá incluso allí donde no hay masas. Y de mediadores, a su manera, entre el Estado y las masas, entre lo rural y lo urbano, entre las tradiciones y la modernidad, los medios tenderán cada día más a constituirse en el lugar de la simulación y la desactivación de esas relaciones. Y aunque los medios seguirán ‘mediando’, y aunque la simulación estaba ya en el origen de su puesta en escena, algo va a cambiar como tendencia en ellos” (Barbero 195). De este modo, el metalogismo hiperbólico del rumor, catalizado a través del rol mediador del carnicero del pueblo, ofrece un diagnóstico certero de las sociedades latinoamericanas en términos del falseamiento de la información (la simulación y desactivación de las relaciones), discurso difuminado que es, en definitiva, el que emplean las clases dominantes para sojuzgar a un pueblo inerme.

La lectura que hemos propuesto de algunos cuentos de García Márquez, ha pretendido dilucidar la forma en que uno de los recursos centrales de la poética del autor colombiano, la hipérbole, es empleada para articular un examen de las sociedades latinoamericanas del siglo XX, pero vinculadas siempre con su pasado histórico decimonónico y colonial. Por su parte, el insumo anexo del metalogismo, el cual permite que la hipérbole ponga en contacto directo a la obra literaria con su proceso de enunciación, otorga sentido al empleo de aquélla a la vez que resuelve de manera eficiente, a nuestro entender, el problema de cómo representarnos a nosotros mismos a partir de categorías acordes a la realidad histórica y cultural latinoamericana. En este sentido, el epígrafe con el que abrimos estas reflexiones, “La interpretación de nuestra realidad con esquemas ajenos sólo contribuye a hacernos cada vez más desconocidos, cada vez menos libres, cada vez más solitarios”, adquiere una mayor carga semántica si consideramos que la desaforada imaginación de la que se jactara García Márquez en su discurso es, como diría Alejo Carpentier, patrimonio de América Latina. Nos parece que asumir lo descomunal de la imaginación de nuestro continente es un buen punto de partida para abordar la literatura que en estas tierras se ha gestado.

 

 

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Bibliografía 

- Barbero, Jesús. De los medios a las mediaciones. Comunicación, cultura y hegemonía. México: Editorial Gustavo Gili, S.A., 1991.

- Barthes, Roland. La antigua retórica. Buenos Aires: Editorial Tiempo Contemporáneo, 1974.

- Beristáin, Helena. Diccionario de Retórica y Poética. México D.F.: Editorial Porrúa, 1995.

- Carpentier, Alejo. “Prólogo”. El reino de este mundo. Santiago: Editorial Universitaria, 1989.

- García Márquez, Gabriel. Todos los cuentos. Barcelona: Random House Mondadori, 2012.

- Rojo, Grínor. “Retórica y política en La Gran Ciudad, de Omar Saavedra Santis”. Santiago, 2014.

 

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[1] Este relato no aparece registrado en ninguno de los volúmenes de cuentos de García Márquez. No obstante, la única referencia con la que contamos es la que registra el sitio Ciudad Seva, que versa como sigue: “Nota: En un congreso de escritores, al hablar sobre la diferencia entre contar un cuento o escribirlo, García Márquez contó lo que sigue, ‘Para que vean después cómo cambia cuando lo escriba’”.

 



 

 

 

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