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Por una educación ilustrada: una forma de resistencia ante
el conocimiento como valor de cambio

Por Carlos Hernández Tello


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A mis estudiantes. Que estas anotaciones
contribuyan a superar su minoría de edad.


Me gustaría iniciar esta breve reflexión refiriéndome a una novela que leí hace unos años, obra a todas luces coherente con lo que pretendo formular. La novela a la que me refiero se titula La gran ciudad. Una novelita finisecular de agitación y propaganda (2014), del poco conocido escritor chileno Omar Saavedra Santis. En ella se narra la historia de Oliverio Sotomayor, un lector empedernido a quien lo sorprende el triunfo de la Alianza Popular, y que por distintas circunstancias que no viene al caso enumerar, se convierte en Ministro de Cultura del gobierno del Compañero Presidente. Su programa consistirá en la creación de las Bibliotecas Populares, proyecto que aglutinará a la juventud con el objetivo de memorizar y recitar, a la multitud nesciente, los grandes clásicos de la literatura occidental con el afán de superar la ignorancia secular que conmina al pueblo al reducto de la miseria material, y por supuesto, también intelectual. El proyecto de Sotomayor es brutalmente interrumpido por la intervención militar encabezada por Bruno Perthel, encarnación no sólo de la alianza militar-empresarial, sino sobre todo de una oligarquía que busca recuperar lo conquistado por el pueblo mediante el sacrificio de muchas generaciones. La novela concluye con la crucifixión de los “libros”, metonimia con la que se designa a los jóvenes que habían asumido el rol de memorizar y recitar un libro clásico al pueblo, escena que a la vez alegoriza el exterminio de una concepción del saber ilustrado para ser reemplazado por un valor de cambio que es la lógica que se ha impuesto como hegemónica hasta el presente.

Pero regresemos brevemente por los meandros del tiempo. En 1784, Immanuel Kant intentaba explicar muy diáfanamente lo que para él es la ilustración: “La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración”. Años más tarde, en 1828, Simón Rodríguez, otro de los tristemente olvidados de nuestro pensamiento latinoamericano, gravaba en su obra Sociedades americanas una tesis muy similar a la de Kant: “El instruirse es siempre útil; porque la ignorancia es la causa de todos los males que el hombre se hace, y hace a otros”. Y luego agregará: “La Ignorancia es la causa de todos los males que el hombre se hace y hace a otros, y esto es inevitable, porque la omnisciencia no cabe en un hombre: puede caber, hasta cierto punto, en una Sociedad— (por el más y el menos se distingue una de otra...). No es culpable un hombre porque ignora— (poco es lo que puede saber) pero lo será, si se encarga de hacer lo que no sabe”. Las palabras de Kant y Rodríguez me permiten argumentar sobre un aspecto que, en el Chile neoliberal del presente, me parece en extremo preocupante, pero que paradójicamente, a pesar de que llevo años estudiando las dinámicas de mercado que le han cambiado la fisonomía a este país desde hace más de cuarenta años, no había surgido con la claridad necesaria a mi todavía incipiente entendimiento. De las anotaciones de los autores citados se desprenden algunas cuestiones. Primero, que la ignorancia es un enemigo que debe ser atacado durante los primeros años de vida del hombre (más allá de que la minoría de edad a la que alude Kant no es una categoría biológica, sino del pensamiento). Segundo, que la ignorancia es un instrumento afín a los intereses de los poderosos, pues sólo por medio de ella se entiende que para Rodríguez el no saber sea el causante de los males del mundo. Tercero, sólo el hombre es responsable de su propia ignorancia, y que es en extremo riesgoso y a la vez funcional al poder de unos pocos el hecho de que el hombre permanezca aletargado y no realice acción alguna para superar su propia ignorancia. Cuarto, y a mi juicio la más significativa de las conclusiones que puedo extraer de ambos autores, el pensamiento, y el conocimiento derivado de ese ejercicio necesario, tiene un fin superior, no necesariamente ajeno al alcance del bienestar material individual, pero que se encumbra en perspectiva de una tarea colectiva cuyo objetivo es el de contribuir al desarrollo de la humanidad, o bien, para no ser tan ambiciosos, al menos como una forma de cooperar al mejoramiento de las condiciones de vida de la nación.

Me explico. Probablemente muchos de los de mi generación (yo nací en 1983) escucharon de sus padres que debían hacer lo posible por ingresar a la universidad y obtener un título universitario para tener una mejor calidad de vida, porque “con cuarto medio no se llega hoy día a ningún lado”, porque “la idea no es vivir las mismas miserias de nuestros padres”, porque “así nuestros hijos (o sea los nietos de nuestros progenitores) tendrán, con mayor razón, una mejor vida asegurada”. La mala noticia es que hoy la obtención de un título universitario ya no garantiza necesariamente el desahogo material, por lo tanto el reemplazo de una concepción ilustrada del saber tampoco se justifica. Si la perspectiva sobre el conocimiento y el pensamiento como arma de emancipación y de construcción de una sociedad libre (no otra cosa es la ilustración) era la razón de la educación, y ésta fue reemplazada por una concepción del saber en que el conocimiento es un valor de cambio, una mercancía más intercambiable como cualquier otro artículo destinado a satisfacer necesidades hedonistas, insisto, las condiciones económicas del Chile del presente nos están gritando que ni siquiera el haber redirigido la educación al beneficio propio está siendo la respuesta.

Antes del golpe de Estado, los jóvenes conscientes estudiaban carreras universitarias con el objetivo de contribuir a transformar la realidad, de aportar un grano de arena a la consecución de una sociedad más justa y solidaria; por tanto, la educación era un medio, no un fin en sí mismo. Desde la aprobación fraudulenta de la Constitución de 1980, la educación pasó a ser un fin, no tanto por el hecho de que a partir de ese momento las familias debían hacerse problema sobre cómo financiar las carreras universitarias de su prole, sino porque el conseguir un título universitario pasó a constituir el eje o razón de ser de la adquisición de conocimientos, y al ser así, el estudiante se torna fácilmente corruptible, pues al ser la educación el fin se difumina cualquier tentativa de compromiso colectivo: el acceso al saber ya no sirve más para transformar la realidad social, sólo la individual. Si ambos esfuerzos coinciden, bien, pero si no es así, poco importa. Ese es el riesgo de una educación concebida como simple valor de cambio, y pienso que Marx lo intuyó cuando en El capital se refiere a la fetichización de la mercancía, en la que la producción en la era capitalista es tal que termina por reemplazar al sujeto: la mercancía es la matriz, y el individuo pasa a ser un mero instrumento intercambiable por otro que cumpla la misma función a más bajo costo y de manera más eficiente.

Puede ser ingenuo, otros me tacharán de idealista, pero cada vez me convenzo más de que la ignorancia y la estupidez son enemigos extremadamente poderosos a los que no se les puede hacer frente de manera atomizada. Se requiere una fuerza mayor que despliegue un contraataque de envergadura. Por eso partí citando la novela de Saavedra Santis y las reflexiones de Kant y Rodríguez. Me parece esencial volver a una educación forjada bajo el alero de la ilustración, y en esa tarea los jóvenes son los llamados a protagonizar la lucha. No debemos olvidar que, precisamente en dictadura, la represión más brutal recayó sobre los jóvenes, la mayoría de ellos estudiantes (personas cuya edad fluctuaba entre los 19 y 35 años, según datos de la historiadora Carla Peñaloza). Curiosamente, la excrementicia materia gris militar alcanzó a percatarse del peligro de mantener con vida a ese grupo humano joven e ilustrado. No se puede negar que la “inteligencia militar” fue exitosa en su cometido. Pero no se ha escrito aún la última palabra. Hay muchas fuerzas ilustradas en este mundo que se encuentran dispersas, disgregadas en diferentes espectros culturales. Es tarea de ellas unirse y reclutar a más jóvenes para concluir el proyecto diseñado por sujetos como Kant y Rodríguez, pero también por mentes tan preclaras como las de Francisco Bilbao o José Martí.



 

 

 

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