El rincón de los niños: otra lectura [1]
Por Adriana Valdés
"Para lo único que se lee una novela es para ver qué clase de persona es el autor,
y, si uno lo conoce, a cuáles de sus amigos puso en la novela.
En cuanto a la novela misma, toda su concepción, el modo cómo se ha visto la
cosa, cómo se ha sentido, en qué relación se la ha puesto con otras cosas,
eso no le importa ni a una en un millón de personas. Y sin embargo a veces
me pregunto si no es eso lo único que merece la pena"[2]
I
Como todo texto que interese comentar, este libro atrae por el peligro. No sólo el peligro de la redundancia, tan común cuando se escribe acerca de lo escrito. Diría que el peligro principal está en la irrisión: porque este es un texto ladino, macuco, hecho para poner en ridículo otros textos y la misma actividad de la escritura. Todo el que escribe es un sospechoso, y todo tejido —texto— muestra la hilacha, eso queda clarísimo en El rincón de los niños.
Se monta un mecanismo (proceso, investigación, lo que sea), que tiene como procedimiento el examen de papeles. Aunque por el camino se transforme en otra cosa —fija sus límites para transgredirlos— hasta el mismo final se trata de examinar escritos. El narrador (interesado en la historia, supuesto conocido de Gaspar) analiza textos de otros narradores, principalmente de Gaspar mismo. El análisis no sólo pone en evidencia los primeros textos, que se ponen en evidencia solos, por lo demás, sino que muestra la hilacha del mismo narrador. El texto burlador es también un
texto burlado. La escritura insuficiente —se diría el simple ademán de una escritura— no es a su vez más que un simulacro. Es ficticia la convención inicial de "dar cuenta" de algo, al menos en el discurso del narrador. Para encontrar una instancia de lucidez hay que acceder a un tercer paso, no ya al de narrador alguno, sino al de las operaciones de la escritura. La percepción de ellas tiene el efecto inmediato de la risa: éste es el signo de la existencia de este tercer lugar, de esta distancia frente al texto del narrador, de este espacio de libertad.
El narrador enjuicia unos textos, y a su vez su propio texto lo enjuicia a él. El texto se ríe de una situación superada, la de la primera escritura, pero su gesto, al hacerlo, pone de manifiesto su propio carácter irrisorio. El primer rasgo de la escritura es entonces el de la huella acusadora: la que delata, incluso delante de un mismo sujeto (basta que pase algún tiempo) la propia estupidez. Se vuelve con ello al tema inicial del peligro. Ningún momento es privilegiado para la escritura, ni aún al presente: escribir es exponerse al peligro, revelarse, ponerse de manifiesto, no en la inteligente pirueta que creemos estar haciendo, sino en los innumerables hilos que sujetan al títere parlante y que el tiempo se encargará de poner en evidencia. Hay ya dos "yo" desacreditados en el texto: el de Gaspar autor del doble texto (por poner un ejemplo) y el del comentarista de ese doble texto. La instancia de la escritura se desacredita también a sí misma: tercer momento de una serie que no tiene por qué detenerse, y en la cual todas las instancias posteriores consisten en el desenmascaramiento y la irrisión de la precedente.
La libertad de que goza la escritura no parece ser, en las primeras partes del libro, una libertad para "crear". Se trata más bien del goce y la libertad de desenmascarar. El texto se desenmascara a sí mismo al ponerse en contacto con otros textos cuya sujeción —a la hipocresía, a la moda pasada, a una pueril idea de lo que es escribir— es aún más evidente que la suya propia. Lo que en un momento pudo creerse "creación" —libertad— es en realidad testimonio de sujeción. La primera libertad, la de desenmascarar el autoengaño, consiste en sacudirse de encima la propia roña, haciéndola objeto de la operación textual de examen e irrisión, haciendo de la escritura un proceso que siempre se supera a sí mismo, no un producto: un proceso del cual los textos no son más que restos más o menos fósiles.
II
La escritura, aquí, es proceso o no es. Anda pisándose los talones a sí misma, sin alcanzarse nunca: si se alcanzara se transformaría en obra, si se detuviera se sentaría en un lugar, fijaría límites y comenzaría inexorablemente a aseñorarse. Al ser proceso, una serie de momentos que se superan a sí mismos, es también una huida de esa posibilidad. El rincón de los niños no existe como lugar instalado, sino como esa nada desde la cual irrumpen seres palomillas para invadir intempestivamente los espacios no creados por ellos, los espacios de la casa paterna, los escenarios ajenos en que perpetran una tras otra las destrucciones y los destrozos.
Tal vez la escritura de este libro es tan claramente un proceso porque éste fue el medio de trascender una forma anterior de narrar. Este libro no es el primero: los primeros —Cuentos de cámara, Las dos caras de Jano, La casa en Algarrobo[3]— se concibieron y se recibieron como obras. Pero el camino de esos libros terminó en un silencio demasiado largo, yo diría definitivo. Se cerró en ellos un impulso inicial que no se retoma. Al leerlos actualmente se ve cuánto han envejecido: hasta qué punto es imposible, redundante u obsoleto ese modo de proceder. Los supuestos de estos libros-obras se invierten en El rincón de los niños, que los incluye y los niega. Los incluye al menos en una referencia explícita al cuento Don Patricio, en relación con una experiencia que aquí está reprocesada. Los incluye también en los pasajes relativos a la biblioteca del abuelo y del propio Gaspar Ruiz: la dificultad para distinguir entre literatura e historia. También en la referencia al abuelo que contemplaba lo que sucedía a su alrededor para confirmar que ya todo estaba escrito en Dickens. Estirando las cosas, con la licencia autoparódica que el propio Rincón... propone, podría decirse de Las dos caras de Jano, por ejemplo, que ha sido escrita para confirmar el cumplimiento de las simetrías escritas en Henry James: el fracaso de la empresa es entre otras cosas la comprobación de un desfase. El tema de ese texto es la ruptura de una experiencia pretendidamente armónica. Su desfase está en que la ruptura es más profunda que lo que ese tipo de narración puede soportar; queda de manifiesto la insuficiencia o la inadecuación de una forma de concebir el acto de narrar, del conjunto de supuestos que lo hace posible. Esa novela queda entonces relegada a la prehistoria de El rincón de los niños. En ella todavía se pretende sostener convenciones narrativas que El rincón... ya no toma en cuenta. No estaría de más indicar que esas convenciones narrativas —fundamentalmente al lugar y la persona del narrador— se van haciendo incompatibles con una noción completamente diferente de lo que es identidad.
III
El proceso de examen de papeles que hace esta novela va constituyendo un sucesivo descarte de identidades, una identidad hecha du débris de toutes les autres, una especie de brícolage en que se aprovechan piezas de estructuras obsoletas para jugar con ellas a la construcción de una máscara: máscara, como las anteriores, desechable. El papel de "creador mítico del universo"[4] que la novela ofrece a su narrador es incompatible con el mecanismo de este libro. Más trabajosamente, más problemáticamente —con su comicidad y a pesar de ella— el trabajo textual parte de la pérdida de los apoyos familiares y sociales constitutivos de una identidad anterior, con cuyos restos podría llegar a formarse algo así como una nueva instancia de la identidad.
A la búsqueda de un personaje que es su mismo sujeto, pero marcado por los signos del alejamiento y del rechazo (Gaspar Ruiz) esta crónica mezcla, como el personaje, la historia y la literatura. El alejamiento de un personaje que en otro tipo de narración hubiera sido el yo protagonista sirve como recurso de autoprotección, como posibilidad de diferir un encuentro con un "consigo mismo". La escritura comienza protegiéndose de un "sí mismo" que otros caracterizan como reprochable, transformándolo de sujeto en objeto de la crónica. Los dispositivos de la escritura evitan el cuerpo a cuerpo: ese encuentro se evita rondándolo, como si fuera un lugar doloroso, que no se puede habitar pero tampoco abandonar. El lugar omitido —la propia identidad— se traslada hacia otro objeto, se desplaza hacia Gaspar Ruiz, y la necesidad de decir "yo" se endosa a un testaferro cualquiera, máscara tal vez más desechable aún que las otras. El proceso de la escritura viene a ser el de la relación con esa primera identidad desplazada: asesinato y recuperación, ironía y rescate, la toma del poder, desde dentro del texto, de la voz de un personaje que lo va invadiendo. Crea un espacio para que en él irrumpan los desplazados: un espacio hecho de elementos de la historia familiar y personal, que van siendo utilizados y desmontados para contar una contrahistoria. Como en la imagen de "pescador de perlas" utilizada por Hannah Arendt a propósito de la actividad de Walter Benjamín ante un pasado cultural[5], aquí la
sumersión del texto en el pasado personal no sirve para reconstruirlo, sino para registrar su extrañeza: se le trata como un cuerpo ajeno, desmontable, del cual pueden extraerse curiosos fragmentos que, a la luz del presente textual, sirven para fines también extraños. Hay una memoria que debe ser sustituida por otra memoria, una versión en proceso de transformarse en otra versión. (Apunte de un cuaderno: recorrido de los frayages de Derrida, pero a contrapelo.) De los textos anteriores del autor, que asumen y encarnan una forma de narración, y con ella una percepción de la identidad del narrador, se pasa a una palabra que irrumpe, desconstruye, niega. Todo estado presente reinventa un pasado ad hoc a través de lo que hasta ese momento aparecía como su historia. En el caso de El rincón... la versión "oficial" de la historia personal se ve invadida incesantemente por las determinaciones de la sexualidad, que, como la incómoda erección descrita en una primera parte del texto, irrumpe intempestivamente en un primer plano que la historia anterior no le había concedido. Lo cual lleva al tema de la obscenidad, y, con ella, al del placer.
IV
La capacidad de escapar de un asfixiante narrador acechado por dos fantasmas —el del "yo biográfico" y el del "creador mítico del universo"— se traduce en el alejamiento entomológico respecto de Gaspar Ruiz, personaje que es Cristian Huneeus pero no el narrador ni menos el llamado sujeto del texto: el enfrentamiento se da entre Gaspar Ruiz —el "yo" pretérito, objeto de observación que se quiere despegada— y un "yo" no constituido todavía, que es el sujeto del texto, ese sujeto en proceso de constituirse y de desbaratarse que se describió a comienzos de este trabajo. El mecanismo de El rincón... parece montarse para desgajar los lazos afectivos con un pasado y lograr dar cuenta de un sujeto y, oblicuamente, de la sociedad que le dio origen. La distancia establecida permite apreciar los condicionamientos, la "sujeción" que constituye al sujeto, y de la cual el texto es a la vez un testimonio y una huida.
Respecto de los escritos anteriores del mismo autor, El rincón... incorpora una procacidad irreverente: es "obsceno y desenvuelto", como se describe a Gaspar en el mismo libro. Obsceno respecto de lo anterior, y en el sentido que quiso inventar D. H. Lawrence: lo que no podía estar en esa escena, lo que quedaba fuera de la escena: al incorporarse aquí, su función es la de hacer irrumpir un efecto de realidad, y su aparición libera de un aspecto de la falsa identidad: "liberarme de mí mismo, de la mentira de mí mismo, de la propia importancia, incluso para mí mismo..."[6]. La irrupción del sexo actúa de mínimo común denominador y simplifica, imposibilitando cierto tipo de mentiras que se sentían como constitutivas de la falsa identidad. El efecto de realidad conseguido así es notable, y depende de la ficticia etimología propuesta por Lawrence. Nada de lo que se dice en el texto deja de decirse en determinado registro de la vida social. La cosa es que ese registro no se registra, que no suele escribirse en Chile en estas circunstancias, y lo que choca no es lo que se dice sino el hecho de que es "desenvuelto", que sale de los ámbitos privados para entrar en la palabra impresa. Y tampoco lo que choca es la descripción sexual, sino el desparpajo de las referencias a una actividad sexual despojada de connotaciones éticas, situada en un mundo cuyos condicionamientos económicos y sociales le otorgan la licencia manifiesta en las conductas de la clase alta, pero ocultada en el discurso con que ésta se describe a sí misma. Lo obsceno no es lo que se hace: lo obsceno consiste en trasladar eso a la palabra escrita, y la molestia que puede provocar es la de ese traslado infidente y sin moralejas.
Al incluir la sexualidad dentro de su registro, El rincón... evita la fragmentación de la experiencia, el recargado sentimentalismo o la apresurada sublimación, coartadas de los textos de Gaspar. Pero el registro no sólo incluye el erotismo como tema. Hay un erotismo del mismo texto, de la escritura, de cómo se va escribiendo: del envaramiento inicial del narrador a una narración también "obscena y desenvuelta": de la envarada erección oculta a la variación, el humor, el desparramo del adolescente que no está jugando el juego de sus mayores. Existe el goce del texto, la relación con un cuerpo verbal que se va flexibilizando, agilizando, respondiendo: con el que se dan las alternativas y los ritmos de un goce, que se excita, se sacia, se calma y vuelve a excitarse. Se establece en el texto un campo de acción, y es en la respuesta textual al estímulo donde se va creando la escala de valores de este texto hedonista. El placer de narrar por narrar, el de ir inventando y descubriendo a través de la narración —no "reflejando", no "traduciendo" una determinada experiencia captada de antemano, sino efectivamente inventándola en la palabra— va haciéndose al dejar caer una tras otra las convenciones funcionales de la narración: y es en este placer de narrar en que el sujeto del texto accede a una identidad de despojo: "La desposesión total que me constituye en cuanto privación de mí mismo"[7],
en cuanto palabra arrancada al azar, en cuanto palabra robada, sustraída de la funcionalidad del yo, de las versiones que este da de sí mismo para insertarse en la vida social. El sujeto se reconoce a sí mismo al sentir el placer de narrar. Perdida su identidad social y familiar —su funcionalidad— se reencuentra en el filo de esa destrucción, en calidad de "sujeto escindido, que goza a la vez, mediante el texto, de la consistencia de su yo y de su caída"[8].
Goza de la destrucción de su máscara y del desparramo que sigue a esa destrucción: reafirmación de la vitalidad (por oposición a la estabilidad, que ya decía Henry Miller que no es la suerte del hombre)[9]. Pero la máscara de un hombre no es sólo la suya; al hablar de sí mismo, al quedar expuesto ("en pelotas", diría el texto) también queda expuesto el lugar, el tiempo, la gente a que pertenece. El individuo —punto en que se intersectan varios grupos— es el espacio en que entran a jugar contradicciones que lo exceden. Una de la relaciones entre este texto y sus pre-textos (los que incluye y cita) es la de la introducción de una distancia respecto de las convenciones y "valores" implícitos en ellos, es una ampliación de mundo que hace imposible restringir la humanidad a esos parámetros: el solo hecho de ampliar el enfoque hace aparecer su pequenez. "Ya no puede seguirse equiparando la sociedad burguesa a la humanidad", es la "caída de la chaucha" que pone en perspectiva esta "crónica de jovencitos de sociedad".
La risa que los textos provocan es la del encuentro con la propia prehistoria, con las huellas de un sí mismo anterior. Lo que tienen en común con la prehistoria y con la intrahistoria de un grupo social es lo que posibilita el efecto de reconocimiento y de valor testimonial. Puede también provocar santas iras, porque la prehistoria y la intrahistoria de uno —y la de un grupo— suele aparecerse a posteriori como vergonzante. Las experiencias vividas más tarde, el conocimiento de los límites y condicionamientos del propio punto de vista y de la propia "sinceridad" dentro del juego de los poderes y de los intereses que se dan en una sociedad otorgan a los eufóricos relatos que hay en El rincón de los niños el encanto retro de las películas hollywoodenses que veíamos por lo años de esa narración, el de un fool's paradise ya cerrado. Fool's paradise, hay que decirlo, culpable: su descripción en esta novela da los indicios necesarios para reconstruir sus implicaciones de despojo; su inconsciencia se muestra en forma tan
desnuda que es capaz de suscitar conciencia. Como en las películas, el paso del tiempo hace transparentes sus supuestos, manifiesta la antinaturalidad de lo que en algún momento se consideró "natural", la transformación ideologizante de los intereses en convenciones y de las convenciones en naturaleza, proceso que por cierto no se ha detenido ni tal vez tenga cómo detenerse.
En actrices como Diane Keaton —estoy pensando en Annie Hall— los efectos de naturalidad dependen de la voluntarización, para la cámara, de gestos normalmente involuntarios, que no se producen en situaciones en que el sujeto se siente observado (por la cámara o por otra persona). Creo que El rincón de los niños recoge, en el plano de un grupo social, muchos de esos gestos, no incluidos antes en la narrativa chilena. Los hace visibles, los sube al umbral no ya de la sensación, sino de la percepción: los propone a la conciencia y no a la preconciencia; los hace reflexionables. Como hizo la cámara en el documental de Carlos Flores sobre José Donoso, aquí las operaciones de la escritura recogen, registran, recuperan para la conciencia una gestualidad que normalmente se pierde; el texto abre así un espacio en que se exploran diversas capas de la memoria de un grupo social. Las formas de hablar que irrumpen en medio de textos que se pretenden más "correctos", más canónicos, más asépticos, más aceptables —en resumen, mejores expresiones de la sociedad tal como ésta quiere presentarse— son resquicios (o forados) abiertos en el código, y por ellos se cuela la huella de lo irreductible y huidizo de la experiencia: lo que en ella resiste a la norma y a la interpretación; el excedente, el sobrante no recogido, inasimilable por las formas actuales que toma la ideología. "La política totalitaria —fascista, estalinista o tribal— ha tratado de dominar el lenguaje. Y tiene que dominarlo precisamente porque un modelo totalitario de sociedad pretende poseer el cuerpo y el alma de la persona humana. Las tiranías modernas han vuelto a definir las palabras invirtiendo grotesca y deliberadamente su significación normal: la vida significa la muerte, la esclavitud total significa la libertad, la guerra es paz... Las historiografías... reinventan el pasado... las ideas inaceptables son borradas por decreto. Recuerdos unánimes artificialmente creados... reemplazan la natural pluralidad de la memoria individual"[10]. Preservar esa pluralidad, enriquecer la conciencia de la ambigüedad de la propia memoria, redescubrir el sentido que alguna vez tuvieron ciertos vocablos, la riqueza contradictoria de la experiencia: a eso contribuyen (no es poca cosa) textos como El rincón de los niños.
* * *
Notas
[1] Nota final al libro de Cristian Huneeus, El rincón de los niños, Nascimento, Santiago, 1980.
[2] Un personaje de The voyage out, de Virginia Woolf.
[3] Cuentos de cámara, Editorial del Nuevo Extremo, Santiago, 1960; Las dos caras de Jano, Editorial del Pacífico, Santiago, 1962; La casa en Algarrobo, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1968.
[4] Wolfgang Kayser, "Qui raconte le román", en Poetique, NQ 4, París, 1970: "Le narrateur romanesque est, en termes clairs et analogigues, le créateur mythique de l'univers", pág. 509.
[5] Hannah Arendt, "Introduction —Walter Benjamin 1892-1940", en Walter Benjamín, Illuminations, Schocken Books, New York, 1978.
[6] D.H. Lawrence, "Pornography and obscenity", en Sex, literature and censorship, ensayos editados por Harry T. Moore, Twayne Publishers, New York, 1953.
[7] Jacques Derrida, L'écñture et la différance, Editions Du Seuil, París, 1967, pág. 267.
[8] Roland Barthes, Le Plaisir du texte, Editions Du Seuil, París, 1973, pág. 36.
[9] Henry Miller, "Second letter to Trygve Hirsch", en Henry Miller on writing, Edited by Thomas H. Moore, New Directions, Nueva York, 1964, pág. 212.
[10] George Steiner, Extraterritorial, Ensayos sobre literatura y revolución lingüística, Barral, Barcelona, 1973, págs. 120-121.