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LAS PARÁBOLAS DE WILLIAM GOLDING

Por Cristián Huneeus
Revista Cormorán, N° 4, Diciembre de 1969

 


 

 

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William Golding (1911) , elogiado repetidamente por la crítica internacional como el mayor novelista inglés de los últimos quince años, ha visto cuestionada su posición con la última de sus novelas, La Pirámide, Zig Zag, 1968. Su publicación en 1967 dio lugar a más de un ominoso artículo titulado The Decay of Mr: Golding o cosa parecida. Decadencia o no, si Golding ha caído, lo ha hecho desde una altura considerable, ganada con cinco novelas breves -poco más que nouvelles, 200 páginas cada una- de extraordinario virtuosismo, verdaderas parábolas de la condición humana, sin punto de proximidad que merezca destacarse con la obra de sus compañeros de generación. Si Golding arranca de alguna parte, no es del tronco central de la narrativa inglesa, con su abundante ramaje de caracteres, situaciones sociales y relaciones entre personas, con su tradicional espesor humano, de solidez decimonónica. Se diría, en cambio, que su punto de partida, aunque en un sentido muy peculiar, se halla en Swift o en Defoe o, en todo caso, en quienes tomaron de Swift y Defoe la tentativa de inventar una situación en modo alguno destinada a imitar en toda su complejidad cotidiana la situación real del trío autor-personaje-lector, que es en definitiva la substancia de la novela tal como la conocemos -de la novela realista, si se quiere- sino, por el contrario, distinguiéndose todo cuanto sea posible de ella, destinada a inventar un mundo imaginario, una isla, un pasado remoto, un futuro lejano castigado hasta el extremo, simplificado hasta la desnudez misma, con el objeto de traer a un prístino primer plano los impulsos, las motivaciones, las determinaciones primordiales del hombre. Si en algún contemporáneo puede pensarse, sería en Orwell y sus utopías negativas, 1984 y Animal Farm, o en Huxley y las suyas, negativas o positivas. Ape and Essence, Brave New World, Island, con la diferencia fundamental de que si éstas, como Los Viajes de Gulliver, son laboratorios donde se reproducen en un ambiente libre de impurezas que permite poner en evidencia, estudiar, anatomizar, satirizar y quizá corregir, las condiciones de la sociedad contemporánea del autor, las parábolas de Golding, concebidas por una profunda sensibilidad religiosa ya que no exclusivamente moral, ponen de manifiesto, cristalizan y lejos de satirizar, solidarizan con aquella miseria que se ha dado en llamar la condición humana.

La primera de sus novelas, Lord of the Flies, 1954 (Señor de las Moscas, Minotauro, 1962), trata de un grupo de colegiales que libran de un accidente aéreo en una isla tropical deshabitada. Desprendidos de las coerciones de la sociedad adulta, viven la historia del progreso humano en sentido inverso: sus juegos infantiles empiezan por teñirse de salvajismo y concluyen por barrer con el precario orden establecido para subsistir: Ralph, el líder elegido en votación democrática para velar por los intereses de la comunidad, termina completamente solo. El resto de los niños, tentados por la violencia o intimidados por la fuerza, se han pasado a la pandilla de Jack, el cazador, cuya caída en la barbarie se patentiza cuando corta, en una sangrienta ceremonia, la cabeza de un jabalí y la ofrece a la bestia de la montaña. Su pandilla llega a perpetrar el asesinato de dos de los niños, para culminar en una terrorífica cacería humana.

Pero si Lord of the Flies deja la idea de que para Golding no hay tal cosa como una naturaleza humana pervertida por la civilización sino, al contrario, una naturaleza protegida por la civilización de su perversión intrínseca, su novela siguiente, The inheritors, 1955 (Los Herederos, Minotauro, 1961) nos muestra que la cosa no es tan simple.

Lok -el hombre de Neanderthal- y su tribu habitan el umbral del pensamiento y el lenguaje. Pocas ilustraciones tan logradas del talento de Golding como la maestría con que presenta al invasor de la región, el civilizado Homo Sapiens, a través de la conciencia candorosa e infantil de Lok, que se fascina con las canoas, flechas, ritos, alcohol, rueda y palanca que acompañan su marcha por la selva, pero es incapaz de registrar la fuerza destructora que ese adelanto representa para él y los suyos. Cuando su compañera Fa, dotada de una capacidad relativamente superior para asociar imágenes y organizar algún modo de respuesta a la desastrosa nueva situación, intenta sacarlo de su ingenua confianza, mostrándole cómo cada contacto con la gente nueva ha acarreado la muerte para alguien de la tribu, Lok, incapaz de asimilar su propio terror, continúa comportándose como inocentón que sólo espera una voluntad buena como la suya. El total de su experiencia vital se reduce a los sentimientos de solidaridad y amor hacia sus mayores, mujeres, hijos y compañeros y a la simple e inalterable servidumbre impuesta por la necesidad común de subsistir. La ruptura de ese noble mundo primordial por la aparición de un complejo y diferenciado nuevo grupo humano, con intereses ajenos y mucho más dotado para defenderlos, concluye por despedazarlo: sin hijos ni mujer ni camaradas, destinado a morir en sí mismo, Lok queda reducido a la impotente condición de bestia solitaria; condición que Golding hábilmente acentúa al describir aquí por primera vez su espantable presencia física-la de un hombre de Neanderthal. El libro alcanza una dimensión trágica cuando en su capítulo final, Golding nos instala en la perspectiva del Homo Sapiens y comprendemos que, a diferencia del lector, éste sólo conoció a los hombres de Neanderthal por fuera, y si los destruyó no fue tanto por la crueldad que aparece asociada a su refinamiento como por el grado al que vio su propia existencia amenazada en esos espantables (aunque inofensivos) “demonios”: en suma, por el salvaje instinto de conservación. La navegación de los Homo Sapiens por el lago es claramente una huida. Cuando Tuami, el jefe de los Homo Sapiens, examina la orilla de aquél, el relumbre del agua le impide ver dónde termina la línea de oscuridad. No tiene término, como no lo tienen el riesgo de vivir ni la exigencia fatal de destruir para vivir.

La fuerza salvaje del instinto de conservación es el tema de la siguiente novela de Golding, Pincher Martin, 1956. Volvemos a la época contemporánea y volvemos a una isla, sólo que esta vez quizá imaginaria. El marino Martin sobrevive al hundimiento de su barco en pleno Atlántico durante la Segunda Guerra, y nada contra el oleaje hasta dar con un peñón al que se aferra con toda el alma. Su primer esfuerzo antes del providencial descubrimiento es el de arrancarse las botas para nadar con más soltura; cuando al final su cadáver es recogido de las olas, trae las botas puestas. ¿Existió alguna vez la isla? ¿0 fue una mera alucinación?

La lucha de Martin contra el hambre, la sed, el frío y la locura, los enemigos elementales del ser humano, adquiere proyecciones titánicas, cuyo patetismo se redobla cuando comprendemos que la roca, su última tabla, tal vez no fue nunca más que imaginada. Si Golding se permite una tregua al detener, por medio de ese deux ex machina que es el oficial adulto, la cacería de Ralph -tal vez no sea sino esa tregua lo que hace de Lord of the Flies su novela preferida de los lectores- en cambio se la impide al desposeer a Lok hasta de su compañera Fa (en la cual habría podido prolongarse) y se la vuelve a impedir al llevar a Martin, pese a su memorable lucha, a la derrota. El hombre es para la derrota y la muerte, y sólo podemos admirarlo y compadecerlo por el coraje y la fuerza con que se obstina en ser para el triunfo y la vida. En su próxima novela, Free Fall, 1959, la implacable pesadilla se transforma. Ésta y The Pyramid son las dos únicas novelas que Golding sitúa en la Inglaterra de hoy. Free Fall asume la forma de una investigación confesional en el pasado de un artista.

Se propone responder a una pregunta planteada en la página inicial: “When did I lose my freedom? For once I was free. I had power to choose. The mechanics of cause and effect is statistical probability yet surely sometimes we operate below or beyond that threshold. Free-will cannot be debated but only experienced, like a colour or the taste of potatoes”.

Si esto nos indica de partida que hay un sistema intelectual en Free Fall y que este sistema a ratos se hace demasiado aparente, el vigor narrativo es de tal categoría que compensa la limitación. El personaje que hurga con brillante lógica en los hechos significativos de su pasado, hijo natural de una prostituta y nacido en la pobreza, alumno difícil en la escuela primaria, autor de un sacrilegio en una iglesia, víctima de un atroz castigo, estudiante de arte, amante traidor, prisionero de guerra y pintor de éxito, es un ser violento, apasionado y agresivo, que sufre su experiencia crucial de autoenfrentamiento -la de Ralph acosado por las lanzas y el fuego de los otros niños; la de Lok, destruida su gente por el Homo Sapiens; la de Pincher Martin aferrado a su peñón- a manos de un torturador nazi que lo quiere obligar a confesar algo que ignora.

La tortura no pasa de ser una siniestra jugarreta, como el falso fusilamiento en Dostoievski, pero desde esa revelación del sufrimiento como naturaleza de la carne surge la conversión religiosa del personaje. A partir de dicha experiencia la trayectoria pasada de Mountjoy se inserta en un esquema de culpa y redención, cobra sentido y descubre Mountjoy el momento en que perdió su libertad: fue el del abandono de su inocente amante Beatrice, acto que constituyó su primera transgresión, su primer pecado. La redención -la recuperación de la libertad- viene cuando acepta, y enfrenta, su culpa. Beatrice se ha vuelto loca y ciertamente fue el acto de Mountjoy lo que la precipitó al abismo.

El protagonista de la novela siguiente, como cabía esperar, es un hombre de iglesia. The Spire, 1964 (La construcción de la Torre, Sudamericana, 1967), nos lleva a una ciudad medieval donde Jocelin, el deán de la catedral, entrega su vida a la obra de materializar una visión: coronar la catedral con una torre de cuatrocientos pies de altura. Para Jocelin no hay cimientos que valgan sino su fe; se procura el dinero (mal habido) para financiar la obra, obliga al constructor, violentando su ética artesanal por medio de presiones psicológicas y económicas, a proseguir con “la locura de Jocelin” (como el pueblo ha dado en llamar la torre) : en beneficio de la marcha de la construcción tolera amores adúlteros entre sus protegidos más cercanos: se enajena la voluntad del capítulo, y ahuyenta a los feligreses, que no se atreven a pisar la catedral por temor a que se les venga encima. Cuando Jocelin, hecho un poseído, termina compartiendo la labor manual de los obreros en lo alto de la torre, ya está tocado por la locura -una extraña locura lúcida, que, una vez terminada la torre, no le impide ver la destrucción de la comunidad que por su empeño en ella ha causado, ni le impide ver cómo su hermosa y pura visión inicial lo fue convirtiendo en un demonio dañino- todo para nada, porque la catedral no tiene cimientos, las piedras cantan y la torre se derrumba. Por la construcción de la torre se ha pagado un precio, la empresa ha sido un fracaso, y sin embargo la entrega determinada y total de Jocelin alcanza la grandeza. Toda acción humana es ambigua, toda gran inspiración es destructiva nos dice Golding esta vez, en una novela que, como la torre de la catedral, carece de cimientos que soporten su inmensa carga pero, a diferencia suya, realiza el milagro de mantenerse en pie.



 

 

 

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