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Masculinidad y clase social en dos novelas de Cristián Huneeus:
El rincón de los niños y Una escalera contra la pared [1]

Masculinity and Classes in Two Novels by Cristián Huneeus:
El rincón de los niños and Una escalera contra la pared


Francisca Lange
Pontificia Universidad Católica de Chile
Universidad Finis Terrae
francisca.lange@gmail.com

Publicado en Aisthesis  N°.54 Santiago dic. 2013


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Resumen:
En este artículo se reflexiona sobre dos novelas de Cristián Huneeus como una propuesta narrativa donde se problematiza la construcción del sujeto masculino chileno durante su infancia y juventud, sujeto determinado y cuestionado por su clase social, la oligarquía. Se propone una lectura centrada en el personaje central de ambos textos, Gaspar Ruiz, que sostiene el tramado narrativo que configuran ambas novelas, y que dialoga desde la genealogía familiar con la historia política chilena del siglo XX.

Palabras clave: masculinidad, filiación, oligarquía chilena, narrativa chilena.

Abstract:
This article focuses on two novels by Cristián Hunneus as a narrative proposal in which the construction of the Chilean male subject during his childhood and youth is questioned. This is a male subject determined and questioned by his own class, the oligarchy. We propose an interpretation centered on the main character of both novels, Gaspar Ruiz, which holds the narrative plot configured by these novels and dialogues from genealogy with Chilean political history of the XX century.

Keywords: Masculinity, Filiation, Chilean Oligarchy, Chilean Narrative.

 

Introducción

Cristián Huneeus nació en 1937 y en general se le cataloga como miembro de la generación del cincuenta. Antes de escribir las novelas a las cuales me remito, publica Las dos caras de Jano (1962) y los libros de relatos Cuentos de Cámara (1960) y La casa de Algarrobo (1968). Estos tres libros poseen un marcado carácter realista, que contrasta con las novelas que el autor escribe a partir de 1980. Huneeus también publica columnas sobre diversos temas y en 1985 se edita póstumamente Autobiografía por encargo, relato que desarrolla una particular historia de vida, tensionada por los cuestionamientos al formato que la ubican, así como el resto de la obra del escritor, en un lugar particular dentro de la narrativa chilena. En 1980 aparece El rincón de los niños, mientras que Una escalera contra la pared permanece inédito hasta el año de la muerte de su autor, 1985, y es publicado por primera vez en 2011[2].

La mayor parte de la escritura de Huneeus, por no decir toda, ronda a la oligarquía chilena, a su conformación y mantenimiento como clase dominante. En esta narrativa se desmenuzan intimidades y secretos del grupo, que es al que el autor pertenece, más allá de una tematización de su historia y sus costumbres, con un humor ácido, del cual ni él ni sus personajes salen muy bien parados. Huneeus reelabora las formas narrativas que el canon le ha asignado: cierto realismo nacional y sus resabios.

En esos relatos, así como en sus artículos y autobiografía, la clase se aborda desde un lugar genérico específico, la masculinidad. Y en las dos novelas a las que ahora me refiero, ambos espectros aparecen de manera cronológicamente fragmentaria a partir de la infancia-adolescencia del personaje, mediante cartas y trazos del diario de su protagonista, Gaspar Ruiz.

La relación de ambas categorías propuestas para esta lectura, masculinidad y clase social, son asuntos estrechamente ligados como nociones identitarias del sujeto social. En su constitución, y en el este caso particularmente chileno, uno de los aspectos articuladores es lo que se conoce como oligarquía, que en palabras de Grínor Rojo consiste en un:

[…] grupo de personas que más que el poder material y funcional poseen un poder de carácter simbólico, que ellas ejercen generalizando y haciendo participar al conjunto de la sociedad de lo que Cornelius Castoriadis bautizó hace cuarenta años como un “imaginario”, el que constituye ni más ni menos que el presupuesto a base del cual consciente e inconscientemente la sociedad en cuestión asume (imaginario “instituido”) o construye (imaginario “instituyente”) las “figuras/formas/imágenes” a partir de las cuales puede tratar de “alguna cosa” (13-4).

Parte de ese imaginario se conforma en la educación de sus hijos, en este caso, los niños hombres de la clase dominante, que son los futuros jefes de familia, los líderes de la nación. Algunas de las marcas que patentan este recorrido son una serie de ritos iniciáticos, como el viaje al Viejo Continente (y con ello el mito del intelectual latinoamericano en París), tal como señalan los historiadores Gabriel Salazar y Julio Pinto (228-34). Los mecanismos de control social, así como las relaciones que se establecen entre clases, entre ellas las de dominio, determinan distintas experiencias que son valorizadas de manera disímil. Algunas de ellas son las del trabajo, el desarrollo intelectual y la sexualidad, que confluyen en la formación de la familia y las relaciones con los padres. El viaje a la madre patria, España, y con él la conexión con la madre de las madres, Europa, permiten a la clase alta su afiatamiento con sus raíces adultas de origen peninsular, que intentaron, por el largo periodo colonial, mantener los lazos genealógicos, culturales, etcétera (Salazar 14). En este marco se articulan los signos de ascenso social vinculados con esos orígenes y posibilitan la creación de una “cultura criolla de dominación” (14), que dice relación con las formas de acumular, formalizar y ostentar méritos por parte de la llamada juventud dorada. La ostentación del éxito no se realizaba en Europa (a diferencia de su formalización), sino en Chile, “frente a pueblos bárbaros y mestizos vagabundos” (15).

En estas novelas es posible captar dichos fenómenos, además de articular una peculiar antinovela de formación en la cual su protagonista, y doble del autor, Gaspar Ruiz, ronda el límite textual y ontológico de algunos géneros literarios y problematiza la formación de la masculinidad. De esta manera, en ellas se abordan los ritos iniciáticos, la identidad sexual, económica, cultural y nacional, desafiando tanto las convenciones estilísticas de su época de publicación (década del ochenta) como las trampas de una sociedad, la chilena, construida sobre la naturalización de la masculinidad hegemónica.


El personaje

El nombre del protagonista de estas novelas, Gaspar Ruiz[3], acusa una filiación cultural importante en la escritura de Huneeus como lo es Joseph Conrad, autor al que pertenece la novela breve Gaspar Ruiz. Con esta, el escritor chileno elabora una relación nominal mediante la oposición de caracteres y mundos sociales e históricos hermanados por su condición fronteriza y precaria[4]. Esta precariedad ahonda precisamente en las relaciones familiares; en el caso del Ruiz de Conrad por su condición de huacho y la elaboración de una identidad extremadamente autónoma; por el contrario, el Ruiz de Huneeus es, como ya se ha señalado, un deudor de su clase y las obligaciones que ello conlleva, y su horizonte articulador es precisamente la contradicción frente a ese llamado.

Esta filiación intertextual opone a un bárbaro con un letrado, de modo que se revoca, contradictoriamente, la estrategia de dominación de la oligarquía. Digo contradictoriamente porque si bien hay una continuidad en el trazo de los nombres y en la reflexión textual, también se gesta una filiación literaria propia de la clase dominante y letrada, esa tensa relación mestiza con la cultura europea que da origen a las escrituras fronterizas latinoamericanas.


Las filiaciones, las afiliaciones

Se ha señalado que la escritura de Huneeus posee un peculiar rasgo autobiográfico, particularmente en las dos novelas a las que me refiero en este texto. Si hacemos una relación entre los acontecimientos de la ficción y los de su Autobiografía por encargo, las coincidencias son innumerables, es más, en muchos momentos los relatos se cruzan y parecen distintas versiones de los mismos acontecimientos[5]. Sin embargo, estos no son textos que podamos clasificar como puramente autobiográficos, entre muchas otras razones, porque en esa relación no existen marcas textuales que avalen esa lectura; tampoco lo hace la estructura de ambas novelas, ya que precisamente esa estructura, su lenguaje y su temporalidad nos invitan a reflexionar sobre su propio hacer, sobre la imposibilidad de su fijación[6]. Ahora bien, ambas poseen rasgos autobiográficos que dan cuenta del proceso filiativo inscrito en los dos relatos, proceso que se elabora en una repetición desplazada de escenas y relaciones de familia.

La filiación, entendida como el lazo sanguíneo y biológico entre los seres humanos, surge como uno de los vectores narrativos donde Huneeus fija las peripecias de Ruiz, así como la relación filiativa-afiliativa[7] que el nombre autor sostiene con el personaje, con su homónimo en Conrad, con la tradición narrativa y con la clase, en una compleja ilación de lazos filiativos y afiliativos en los que se sostiene la oligarquía chilena como campo simbólico, histórico y contextual.

En estas novelas, la pervivencia de la clase social y la pesada carga simbólica con la que crecen sus hijos está marcada por el prurito de la reproducción, vía matrimonio entre iguales, en tanto sus relaciones afiliativas con quienes no pertenecen a su estrato se organizan de manera vertical. Siguiendo a Said, y este a Vico, la reproducción es una forma “natural” de repetición que permite concebir la historia de su especie; la hace efectiva así como le da sentido, ya que es en esa repetición en la que es posible volver al pasado y asimilarse con los otros, con los iguales, por costumbres, ritos, dentro de esos lazos filiativos. Estos lazos también se constituyen como “el marco en el cual el hombre se representa a sí mismo y para sí mismo y para los demás” (Said 158), y es además lo que permite al sujeto ser parte de la memoria histórica. Sin embargo, la historia de la filiación, mediante la repetición, contiene su propia ruptura y diferencia, aquella que se produce tanto entre generaciones como entre pares. Según la lectura de Said, es entonces este mismo lugar del conflicto lo que produce su eje contradictorio: en vez de eliminar el conflicto de raíz, de exterminar a la prole, se establece la institución por medio del matrimonio y así el grupo filial también está atado a la afiliación, con lo que se reproducen tanto sus mecanismos de control como sus espacios de disenso. Esta metáfora de reproducción biológica ha tenido un gran despliegue en el pensamiento contemporáneo sobre las instituciones, pero también sobre la escritura.

En lo que concierne al objetivo de este texto, me interesa volver sobre un aspecto inicial de la filiación, aquel que cuenta la historia de su propia repetición como un relato que regresa sobre las pautas de comportamiento y sobre la identificación de cierto grupo, en este caso la oligarquía chilena, y como la composición de la ficción sobre este trazado, en tanto el relato novelesco de Huneeus se articula en torno a la repetición de las filiaciones de una clase, remarcadas por las señas autobiográficas. Es sobre ese mismo trazado que fragmenta la composición, no solo por el disenso del protagonista, Ruiz, con las marcas parentales, sino también por el quiebre narrativo y el descreimiento de su propia condición, es decir, de los materiales de archivo que reiteran los lazos filiativos y afiliativos, pero que también los descomponen.

Así, por ejemplo, en un punto de la novela, Ruiz realiza un recuento de la herencia libresca de su abuelo paterno, herencia que recae en su padre, sus tíos y él, como primogénito de la familia. Además de vanagloriarse por poseer lo que a su juicio son los títulos más importantes, la biblioteca del abuelo se articula como un eje del dominio masculino patriarcal de la familia. Por una parte, quienes heredan los cientos de volúmenes son los hombres de la familia, y por otra, la mayoría de esos volúmenes, que pertenecen a Gaspar y a Víctor, el padre, se encuentran en la hacienda familiar, lugar simbólico y real de los orí- genes de la familia. La biblioteca es el lugar de la Historia y la Literatura[8] como disciplinas. Estas identifican los gustos de distintos miembros del clan –el padre prefiere la historia, el hijo la literatura– y con ello la distancia de Gaspar sobre el mandato familiar. Pero como todo en esta novela, el espacio se construye sobre miradas ambivalentes; en la pieza de Gaspar estarían los tomos más interesantes, aquellos que dan cuenta de las filiaciones sanguíneas y políticas de la familia, todo aquello que debería ser lo que el protagonista reproduzca, como el lugar de su género y su apellido. El padre y los antepasados de Ruiz son parte de la historia del país, condensada peculiarmente en ese microespacio de lo privado, que parece ser el sesgo de su obligación pública y que construye su identidad, pero al mismo tiempo la difumina. Lo “importante” dice relación con el resguardo del archivo familiar y con el paso del poder político, con la familiaridad de lo público que el padre incita en Ruiz. El “hogar”, en tanto el domicilio familiar[9], su identidad, parece estar en la tierra, el fundo, pero sobre todo en la historia, lo que a los ojos del joven Gaspar no deja de ser un elemento curioso, lejano, pero que en esa época de su vida adopta casi como un bien genético:

Si lo pensaba, y no había para qué pensarlo puesto que se percibía a simple vista, el suyo era un cuarto importante. […] Era el único que tenía características de mirador, y cuando su padre daba almuerzos políticos o recibía agrónomos de California, lo primero que hacía era llevarlos al cuarto de Gaspar donde entre broma y broma había entrado, por estratégica razón, una apreciable cantidad de altos personajes, incluidos 3 ministros de estado, 8 parlamentarios, 1 obispo y 2 futuros presidentes de la república[10] (168-9).

Este lugar, “abierto” irónica y simbólicamente hacia afuera, es el rincón en el cual Ruiz desarrolla su imaginario de escritor, donde descubre algunas lecturas prohibidas y reafirma el espacio simbólico de su obligación reproductora, marcada por cierta frivolidad de lo aparente, como todas las apariencias con las que se debate el personaje: “Una vez sentado en su escritorio, con la luz encendida y en actitud de escritor, Gaspar se sintió perfectamente cómodo. La verdad es que la cosa era impresionante; tres paredes cubiertas de libros, en magníficas estanterías de caoba” (170). Sin embargo, esta filiación es constantemente permeada por rupturas narrativas y por los vaivenes de la historia. En El rincón de los niños la figura del padre aparece como una cita lejana, mientras que la madre parece determinar la acción inicial (ella es quien le entrega los papeles de Gaspar al anónimo narrador de esta novela), como también aquel lado más corporal de la contradicción filiatoria, esto es, su voz se construye sobre una sustentación de la clase cuyos argumentos solo apelan a la traición moral y emotiva, mientras el padre aparece como un modelo, siempre irónico, del sujeto masculino oligárquico, racional y patriarcal. El modelo de hombre hegemónico en la sociedad durante el siglo XX es un modelo cultural que, como señala José Olavarría, se incorpora en la subjetividad de hombres y mujeres y “regula relaciones genéricas” donde la masculinidad aparece claramente como una construcción cultural que se reproduce socialmente según el contexto de cada sujeto. Esto conlleva la fijación de un “modelo”, un patrón “con el que se comparan y son comparados los hombres” y que como toda norma produce distintos tipos de tensiones y caracterizaciones: “Según la masculinidad dominante, los hombres se caracterizan por ser personas importantes, activas, autónomas, fuertes, potentes, racionales, emocionalmente controlados, heterosexuales, son los proveedores de la familia y su ámbito de acción está en la calle” (Olavarría 11). Este modelo se sostiene sobre la reproducción y la paternidad, por lo cual la filiación indica que el “padre debe hacerse cargo de su familia y protegerla; salir a la calle más allá de los límites de la casa y no ser débil o temeroso. Este modelo también implica que mujer obedezca al varón” (13).

La figura de Víctor se inscribe en esa dirección, remarcada por el lugar de la madre en la novela. Al principio de la historia (datada en 1975), el narrador de la novela (amigo de juventud de Ruiz) se encuentra en una fiesta con la madre de Gaspar y ahí hablan sobre la extraña desaparición del hijo. Posteriormente, y después de varios encuentros fortuitos, la madre le entrega al narrador una caja donde guarda los papeles de ese hijo del que no tiene noticia. La entrega de ese archivo se presenta como un reclamo materno por sus faltas, por su desapego, así como la agonía filial por la pérdida del sujeto masculino cuyo deber es asegurar el honor y la tradición de la sangre una vez que ha muerto el padre. La desaparición de Gaspar se produce precisamente poco después del deceso de Víctor, por lo tanto Susana, la madre[11], la entiende como la traición del primogénito a los deberes masculinos que le corresponden por imposición social y también a ese modelo de hombre, probo, comedido y distinguido, como es el de Víctor Ruiz. La madre le dice al narrador, archivero y relator:

¿Tú crees que Gaspar es feliz? Un hombre que ha comenzado tantas cosas, continuó, y que no ha terminado ninguna porque no ha tenido la modestia ni la disciplina. Que ha roto con nosotros, ha roto sus dos matrimonios, especialmente el segundo, con una muchacha encantadora, y sigue enredándose con mujeres como si estuviera embarcado en una competencia, que se ha distanciado de sus mejores amigos y además se ha desclasado porque ya nadie sabe adónde ni en qué anda, se expone a que se lo lleven detenido por las cosas que dice y además no sé por qué las dice porque no es un convencido de nada. Si tú supieras las oportunidades, porque lo ha tenido todo, y créeme que nunca voy a poder entender por qué las ha perdido. Tú que has sido o eres y para mí todavía eres su admirador y que has viajado y tienes mundo ¿me lo podrías explicar? Si le gusta sufrir y pasarlo mal yo no puedo impedir que sufra y lo pase mal, ésa es cuestión suya. Pero arrastra en todo eso a la gente que lo quiere y le ha tenido confianza, la envuelve, la arrastra y pasa por encima de la gente. Su padre nunca fue así y yo no soy así. No sé a quién habrá salido. Es como si no fuera hijo mío. Ha pasado por encima de nosotros sin la menor consideración. Lo que más me duele es que siendo bien nacido (El rincón de los niños 27-8, los destacados son nuestros).

Como contraparte, entre los papeles de Gaspar se encuentran un par de títulos con relatos de su infancia, que el narrador reconstruye y que marcan el inicio de sus afiliaciones con la entrada al colegio. En estos relatos, la fina línea entre esa norma de masculinidad y clase presenta fisuras. Gaspar aparece como un niño malcriado, que en su primer día de clases se niega ir al colegio con una pataleta digna del primogénito mimado que es: “... después de una batalla campal en la puerta de su casa mientras papá se afeita en el baño del segundo piso, compungido y a la vez divertido, sabiamente remoto ante los gritos y los tirones y la lógica irrebatible del no porque no quiero, porque me carga ir al colegio, mamá, no me obligues” (120) (los destacados son nuestros).

Tanto en El rincón de los niños como en Una escalera contra la pared el espacio familiar es constitutivo de las acciones de Gaspar. En ese espacio, las figuras preponderantes son el padre y la madre, ambos cariñosos pero también determinados por su género, mientras el padre ocupa espacios relacionados con el desarrollo intelectual de Gaspar, la madre lo hace en ámbitos emotivos:

Una primera tregua, lograda por la materna psicología infusa y la persuasión de los besos, las caricias y las promesas de amor y ventaja futura, yo quiero que mi Gaspar sea un niño inteligente cuando grande, que sea más inteligente y más importante y más famoso que todos los otros niños, así lo quiero yo ¿y cómo entonces no vas a ir al colegio?, ¿te vas a quedar tontito y pajarón, sin aprender a leer ni escribir, como los chiquillos de los inquilinos? (El rincón de los niños 120, los destacados son nuestros).

Cumplir con el mandato entonces tiene varios vértices porque, como se verá en Una escalera contra la pared, el matrimonio “modelo” de Gaspar es una filiación que cumple incluso con la fantasía burguesa del amor. El padre es correcto, diligente con la madre, pero gobierna el espacio “público” y su presencia cobra relevancia durante la adolescencia de Gaspar; la madre gobierna la intimidad emotiva, incluso en su desesperación con los hijos, aquel lugar de la infancia de su primogénito y con mayor extensión etaria la de sus hijas (a quienes llaman “las niñitas”). Los sueños de la madre están instalados en el éxito del niño, al que convence paulatinamente de la necesidad de ir al colegio para marcar su “diferencia”, precisamente aquella que reclama al inicio de la novela cuando lo increpa bajo el argumento de la diferencia de clase (ser igual a los hijos de los inquilinos, los que llevan apodo, y artículo antes del nombre, los “mal nombrados”), y Gaspar piensa que sí lo desea:

que sí, que lo que le gusta y lo que quiere es subirse a los árboles y andar a caballo y comer choclos asados en los potreros y agarrarse a membrillazos con sus amigos porque son sus amigos y no quiere tener otros amigos porque sus amigos son buenos y lo quieren, pero gradualmente empieza a sentir la atracción de la diferencia que adquirirá sobre sus amigos y eso de estar en el colegio y leer y escribir como los grandes le empieza a parecer importante y famoso […] pero se ha dejado seducir, tocado en lo más hondo de su infantil espíritu de superación (120-1, los destacados son nuestros).

Curiosamente, ese influjo maternal parece ser el que incide en las decisiones posteriores de Gaspar (como ser escritor y “escribir contra la familia”) y en sus relaciones emotivas, principalmente con sus pares masculinos. A lo largo de la novela apreciamos relaciones fragmentadas, marcadas por la competencia (la sexual, cómo y con quién dejan la virginidad; y la intelectual, quién cumple primero el sueño de ir a Europa para “convertirse en un verdadero escritor”), la rivalidad (el más inteligente, el más ilustrado, el más habilidoso con el sexo opuesto), pero también por la fidelidad de género (la rabia y el sentimentalismo cuando compiten por el amor de la misma chica o el abandono del amigo que logra marcharse a Europa sin previo aviso), relaciones que se intensifican con la particular disposición que tiene el narrador hacia el protagonista. Amigo de Gaspar en su juventud, es el depositario de sus papeles pero al mismo tiempo es su lector más irónico y su silencioso y más fuerte rival (que se manifiesta solo en la escritura y en el coqueteo con Susana, la madre).

El breve pero paradigmático lugar en el que aparece la infancia dentro del texto es entonces un espacio y un tiempo en el cual se construye ese sujeto complejo y contradictorio que es Ruiz, el que deja tempranamente sus lazos “por amor”, “por ser amado” y comienza a establecerlos por paridad, por la instalación de una imagen varonil modelizante que, sin embargo, no alcanza nunca el lugar del padre, porque Gaspar nunca será “estable” ni “proveedor”.

Las relaciones del niño Ruiz con “las otras”, las mujeres, se mantienen en la esfera emotiva y manipuladora de la madre. Tanto con la mujer que lo cuida como con sus profesoras, el niño establece una relación de amor consecuente con el de su progenitora, es decir, una relación seductora y manipuladora en la cual todo se le perdona, incluso en sus iniciales acercamientos sexuales, como cuando sigue a la más joven de sus “misses[12] al baño, generando la alerta de su madre. Con sus hermanas entabla una curiosa relación de poder, las inmiscuye en sus maldades, las maltrata a través de su desdén intelectual, pero ellas de alguna forma también le devuelven la mano con una socarrona ironía, no exenta de un intenso y velado erotismo.

Lo sexual en la infancia aparece entonces como lo no dicho, una suposición que no alcanza lo monstruoso ni lo anormal y donde lo más “extraño” que encontramos son un par de escenas donde la evacuación líquida masculina es exhibida como un también aparente triunfo del niño. Dentro de la norma, la infancia de Gaspar puede leerse como el recuerdo de un infante voluntarioso y manipulador que, educación institucional mediante, disiente del patrón del ser hombre sin atentar abiertamente contra la moralidad de su clase.

La disidencia a la norma del personaje aparece entonces en la lectura, en aquella biblioteca que permanece en el fundo (no en la casa de la ciudad) y que Gaspar ha decidido dividir entre literatura e historia. Pero antes, el personaje “decidió que todo era literatura”, y “como no cabían todos los libros en su pieza, había que tirar la línea por alguna parte. Entonces pensó que también había literatura que pasaba a la historia. Ahí estaba la cosa: eso para abajo y lo otro para arriba. A su padre no le importaría. Víctor leía de preferencia historia de Chile y libros de actualidad, y todo eso podía pasar a la historia” (177).

La diferencia con el padre se instala en el lugar de los libros y nunca es explícita sino a través de la escritura, de la repetición y perduración de la memoria. La historia aparece entonces como la certidumbre de la especie, que asegura que la sangre y la herencia parental pervivan en cierto orden, ocupadas del progreso y la estabilidad. La organización de los libros es más que una escena del archivo de la memoria escrita, es también el momento cuando Gaspar decide que sus incertidumbres tienen lugar en la literatura, que la historia de las repeticiones, filiaciones y reproducciones no es más que la acumulación de tomos y tomos de la biblioteca monumental con la que comparte el espacio de su intimidad. Es también el lugar de su disidencia cuando parece entender que la literatura no dará respuestas que no existen sino, por el contrario, puede ser la escenificación de la historia, sus contradicciones y la imposibilidad de reproducirlas sin dejar fuera pedestres acontecimientos cotidianos, futilidades, particularidades de sujetos que no alcanzan a representarse ante los otros en su eterna simpleza. Cuando la madre recuerda a su padre, lo incluye entre aquellos personajes míticos de la oligarquía que no llenan el panteón del patriarcado: un lector compulsivo que, a diferencia del abuelo paterno de Gaspar y de Víctor, lee solo literatura, libros en inglés[13], porque los viñamarinos no leen en francés (como los santiaguinos). Esta especificidad regional de la clase alta chilena es un guiño que sigue vigente en nuestro orden social. A ese abuelo que se encierra en su biblioteca y deja de producir, veladamente la madre le enrostra, con cariño, las “pellejerías” que pasó la familia por su indiferencia ante el mundo, porque para ese abuelo su máximo placer era contemplar el mundo “y confirmar que ya todo estaba escrito por Dickens” (178).

El lugar pasivo de ese hombre, que no cumplió a cabalidad con su mandato, parece una contraparte de Gaspar, un cierto Gaspar que asoma la nariz en varias partes de esta novela así como en Una escalera contra la pared.

Otro de esos índices paralelos que sostienen a este Gaspar que está comenzando a dejar la infancia es el recuerdo de un primo de su padre que muere de cirrosis y que:

había escrito un libro en contra de la familia Ruiz intitulado Lo que vieron mis ojos azules. Un libro perfectamente mítico, que nunca nadie llegó a leer porque la familia requisó e incineró la edición completa, en un acto policial privado. Algún día escribiría él también un libro en contra de la familia. O más bien, no en contra pero tampoco a favor, simplemente, acerca de la familia, mostrando cómo los sucesos de la familia confirmaban lo escrito por Dickens o por algún otro clásico. Porque las cosas eran siempre iguales, ¿no es así? (El rincón de los niños 178).

Dos “perdedores”. Esos son algunos de los lejanos ecos que Gaspar recoge en unos papeles que, como ya dijimos, salen a la luz cuando su progenitor ya no está, pero que son articulados por la relación con la madre, por la exposición que ella hace de sus diarios y por la intimidad que retorna al lugar donde Ruiz puede ser frágil y contradictorio, la infancia. El rincón de los niños entonces es un espacio que ocupa toda la novela y es apenas citado. Es su propio rincón, el de sus hermanas, sus amigos y su madre. Es un artilugio que evoca las experiencias de infancia pero que es imposible organizar como una historia contundente sobre el primogénito de una familia oligarca. El título de esta novela vuelve entonces sobre la barbarie, lo no normado, lo no totalmente modelado por la institución patriarcal que evoca el nombre propio del protagonista. Porque no es un nombre único ni original, pero tampoco la reproducción de otra historia. Aquello que aún no es posible normar puede ser entonces un lugar que sugiere algo simplificado por la historia, esa historia que conoce Ruiz donde el niño solo es testigo sin voz. La infancia, haciendo eco de la suite de Debussy, del mismo nombre que la novela de Huneeus[14], dedicada a su pequeña hija Chouchou[15], aparece no solo como un par de fragmentos de la novela, sino también como un espacio de partes, figuras y retazos que no encajan nunca totalmente, que nunca logran una arquitectura perfecta, como aquella disciplina universitaria que Gaspar (y Huneeus) dejan tempranamente por la escritura y con la que experimentan, o juegan, a ser hombres[16].

La compleja masculinidad de Ruiz se tambalea entre los dogmas instituidos, la figura del padre y el fuerte discurso simbólico que lo acompaña. Como hemos visto de manera parcial en El rincón de los niños, ese discurso simbólico no es unívoco y al mismo tiempo una de las características del personaje (que lo hacen difícilmente encasillable) es su autoconciencia como sujeto complejo, contradictorio e inacabado. Son muchas las fases etarias y los dispositivos sobre los que se construye esa masculinidad, hija de su clase pero no prototípica de ella. Con la muerte de su padre, Ruiz construye, y a ratos idealiza, su relación con él (algo que no sucede con la madre): “Tenía que ser así y no podía de ser de otro modo, por la simple desaparición de esa presión violenta que significa la mera existencia física de un padre” (El rincón de los niños 179). Esas evocaciones, que articulan parte del sujeto escritural de ambas novelas, tienen que ver también con la libertad que otorga la memoria y el discurso contado “por otros” sobre su ser masculino y, con esto, su ser en el mundo. Si bien el “peso de la historia” no abandona nunca al personaje, una vez difuminada la presencia corporal de la autoridad modélica, Gaspar se puede permitir volver a algunos ejercicios de su infancia así como protagonizar una escritura fuera del orden secuencial y predeterminado de la historia.

Este protagonismo convive con el “lugar del archivo”[17] que es también el espacio de su experimentación. El rincón de los niños culmina con un Gaspar que ha aceptado a duras penas el fracaso de su viaje a Europa (porque ha reprobado los ramos en la universidad) y debe quedarse en el fundo de sus padres viendo pasar el tiempo, atendiendo labores domésticas, propias del hijo del patrón, impedido de la gesta que significaría su paso a la adultez. Lo que podríamos llamar el “último capítulo” lleva por título “Égloga” y en ella se cuenta que una vez terminado el verano Gaspar decide editar un diario mural doméstico donde colabora toda la familia y que se “colgaba los viernes en la puerta del comedor” (195). El guiño al género secundario[18] resulta otra vuelta de tuerca al formato mismo: la cita inocente y pueril se transforma no solo en la imposibilidad metonímica del relato mismo, sino, que, con ella en el lugar donde Gaspar comienza a armar ese propio libro con, desde y contra la familia, donde la escritura se configura como el lugar donde sostiene su identidad y donde entra simbólicamente a la historia.

Como se señaló al comienzo de este texto, Una escalera contra la pared, libro que se publicó de manera póstuma, extiende las formas del relato discontinuas de El rincón de los niños así como sus historias. Muchos de los personajes que apenas vieron la luz en la primera novela acá aparecen más desarrollados, además de que se presentan nuevos personajes. La acción vuelve al tiempo-espacio en el que termina la novela anterior, como se señala, el “infame verano del 56” (15), momento en que Gaspar enfrenta sus fantasmas y en que ambas novelas parecen situar el punto cero de su trama. Y esta vuelve sobre el diario mural doméstico, ese sitio anterior que ahora se despliega a lo largo de todo el relato en el que la evocación de la infancia es un lejano eco que solo acompaña la conformación de la escritura, su “estructura” de retazos. La temporalidad de la historia se detiene entre el fundo, la casa familiar y el viaje. Porque si bien Gaspar ha perdido la oportunidad de realizar su viaje iniciático, el famoso viaje a Europa, su padre lo lleva fuera del país, en un paso en que, amorosamente, el guía le muestra al hijo, que no alcanza a ser pródigo, el correcto camino hacia la adultez.

De esta manera, Gaspar debe asumir que su entrada en sociedad no es la vida disipada y bohemia que soñaba[19], que le permitiría escapar del mandato patriarcal, sino que su paso a la adultez está confinado al hogar simbólico, donde la historia y el padre determinan una madurez que nunca llega y que se explaya en el diario mural doméstico. Acá la infancia es vista como el no lugar en la historia, como señala Gabriel Salazar:

Para los jóvenes oligarcas, el protagonismo histórico comenzaba cuando cumplían “la edad” del viaje de estudios, o el de su “estreno en sociedad” (para casarse), su ingreso a la política o cuando asumían la gerencia de una empresa familiar. En cualquier caso, para ellos, la “historia” estuvo siempre en el salón de su casa, entre sus padres y sus tíos. O bien, en el gran sistema protector que los veía crecer y madurar (48).

Huneeus se las arregla para torcerle el brazo al imperativo patriarcal mediante la narración. Si en El rincón de los niños la historia estaba en los muros de la habitación, la escritura documental se traslada en esta segunda novela a la experimentación del diario mural y al viaje con el padre. Ambos parten en barco a Perú, en una travesía en la que Gaspar aprende que la historia de su país está profundamente ligada a la historia de su familia. El joven que quiere salir de casa y ser escritor termina en un viaje iniciático al reencuentro con sus ancestros y acompañado/custodiado por su padre, quien se encarga de llevar al hijo por una ruta donde debe reconocer las costumbres de las buenas familias, “familia y buenas relaciones” (84).

Por último, la perspectiva de amanecer en Arica y acompañado de su hijo Gaspar es algo raramente promisorio. Porque en Arica están las canchas de su juventud [...] Arica fue la primera vez que se separaba de sus padres –aparte, se entiende, de los tres años de internado en la Escuela Militar–, pero no solo eso: llegó hasta Arica como Oficial del Ejército de la República de Chile, etcétera. Tenía 19 años. Y hoy volvía por primera vez, y con Gaspar, su hijo apenas menor de lo que había sido él mismo en aquella época dorada. Se abría en el fondo de su corazón una espiral que retrocedía y avanzaba simultáneamente en el tiempo, demasiado difícil de explicar (47-8).

En ese viaje, Víctor se encarga de que su hijo comprenda lo que debe ser su historia, el camino que debe trazar implementando un sistema reproductivo en que el padre vigila el crecimiento y la madurez del futuro jefe de la familia, en tanto, como señala Salazar, para la oligarquía y su sistema simbólico, “la ‘historia’ estuvo siempre en el salón de su casa, entre sus padres y sus tíos. O bien, en el gran sistema protector que los veía crecer y madurar” (48).

En el relato, la relación padre-hijo se caracteriza por la verticalidad; la única discusión que Gaspar tiene con el padre es imaginaria, hipótesis del narrador (el mismo que en la novela anterior). Las opiniones políticas, históricas y/o económicas del protagonista son un refrito de lo que piensa el padre:

Pero Gaspar, según sabemos, no tenía ideas propias y mal podía remitir un conjunto de opiniones a una cuestión de principios. Tampoco tenía nociones demasiado claras acerca de qué pudiera ser una idea, lo que no lo hacía necesariamente un idiota, pero excluía la posibilidad del desplazamiento abstracto en su compañía. De manera que Gaspar estaba enteramente de acuerdo con el padre en que los negocios debían ser libres y el urbanismo dirigido, simplemente porque el padre lo decía (77-8).

El muchacho acentúa su carácter infantil frente al padre; incapaz de enfrentar su destino como hijo de la oligarquía, simbolizada por el progenitor, pierde su propia voz y actúa como un simple reproductor del discurso del otro al reproducir las cartas y conversaciones de Víctor en varias partes de la novela. Pero esta decisión corresponde al carácter de archivo del texto. Es una decisión porque es el narrador el que contrapone los documentos de ese viaje con textos posteriores de Gaspar:

Lo que ocurrió fue esto: Gaspar, a comienzos de los años 60 y poco antes de emprender finalmente su multianual wanderjahre a Europa, releyó sus artículos “incásicos” y “cupríferos”, como los llama, y conoció estos papeles de su padre, con lo cual se le vino el alma a los suelos. El valiente, independiente y joven escritor no hacía más que repetir, como un papagayo, las ideas y opiniones de papá. Con la sola variante de que su prosa era tensa y algo áspera porque de algún modo alentaba en ella el contradictorio deseo de la diferencia (32).

Esa necesidad por lo alterno alcanza un momento epifánico en su primer encuentro sexual. En el barco de regreso a Chile, Gaspar “se tiró –por fin– a una mujer separada. No a la belleza limeña, inaccesible y prohibitiva; sí a una belleza chilena, rubia y de curvas redondas” (28). De esta manera, Gaspar se convierte en amante de una mujer divorciada, de clase media, que no cumple con el ideal de mujer maternal, elegante y bien portada, como lo sería su madre, y como las mujeres que se sienten atraídas por su padre (como la “belleza limeña”). Además, el acto de seducción lo realiza ella.

El romance dura un tiempo y la intensidad es alta, pero el joven comienza a aburrirse de esta mujer ansiosa por el cobijo masculino. El tramo de la relación cumple con lo predecible; lo impredecible resulta cuando el mismo Gaspar comienza a buscar los rastros de la mujer y al parecer esta nunca ha existido. Nuevamente nos encontramos con la disolución de los posibles y con la presentación de un relato inadecuado con las convenciones no solo narrativas, sino que también sociales, con el hacer esquemático, en que la principal transgresión está en develarlas, mostrar esos secretos, y en que la desaparición es un mecanismo narrativo (ambas novelas se componen de recuerdos y testimonios sobre un personaje desaparecido) y también un gesto de anulamiento del joven oligarca sobre su clase, en tanto es otro el que habla por él, mientras él merodea como un fantasma de su propia escritura.

Gaspar Ruiz es un personaje desdoblado en su narrador, que debe conformarse con el registro de su domesticidad, es decir, con el lento transitar de una provincia lejana de Occidente llamada Santiago de Chile. La misión recopilatoria e informativa del diario mural lo evidencia, estructuralmente lo articula y no nos deja olvidar que Gaspar no ha salido de casa, pese al viaje por barco con el padre, pese a la pérdida de la virginidad, pese al estreno de su carné de conducir y pese a sus primeras andanzas como universitario.

En retrospectiva, Una escalera contra la pared, El verano del ganadero y El rincón de los niños reafirman que el trabajo de Huneeus bordea la fantasía, la posibilidad de un criollismo real, y que desde ese borde lanza un objeto narrativo inusual que hace explotar la identidad cerrada de la noción convencional de autobiografía. Porque, claro, los eventos de esta historia coinciden constantemente con los hechos de la vida de su autor. Inmediatamente aparece la ilusión interpretativa de la contingencia, a la cual Huneeus opone entonces la escritura literaria como un problema sin fin, una ruleta rusa en la cual la propia experiencia es puesta en abismo. Sus aventuras no son venerables ni edificantes, tampoco son destructivas: no pueden formar parte del diario mural escolar ni tampoco formarán parte de la ejemplar historia de la nación. Son reflexivas, sí, pero en un sondeo que cada lector debe descubrir: quizá formarán parte de la historia literaria.


Conclusiones

Huneeus expone una desafiliación de su clase que se sostiene sobre la exhibición de sus secretos mediante la precariedad narrativa, la ironía y los tintes autobiográficos. En este sentido, el género resulta performático, y siguiendo a Butler, por una parte recorre la reiteración de normas que exceden al sujeto y por otra los subvierte mediante la escritura, ya que la oligarquía ha sido escrita por una tradición narrativa realista que busca la reproducción y el asentamiento de los rasgos, orígenes y normas de la clase dominante liderada por la figura masculina. Como sucede en El verano del ganadero, pareciera que la escritura es la única que puede subvertirla; como lo indica la historia del nombre del personaje, entre bárbaros y civilizados la distancia es una construcción cultural, escrita y reproducida por los dueños del poder económico. Porque el personaje de Conrad es tan chileno como Gaspar, y tal vez ahí comienza la descomposición de la ilusión de una identidad que nace fracturada.

 

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Notas

[1] Este artículo ha sido escrito gracias al financiamiento de Fondecyt, en el marco del proyecto Fondecyt Regular N° 1120654 “Fronteras de infancia, género y nación en diez novelas autobiográficas chilenas” (2012- 2013), en que su autora participa como coinvestigadora.
[2] A la historia de este libro me he referido en Lange (211), “Notas sobre un diario mural doméstico”
[3] La figura de Gaspar Ruiz ha sido leída como una suerte de alter ego de Huneeus dadas las similitudes biográficas entre personaje y autor, como también por la relación de “autoría” que mantienen. En este sentido, es relevante la breve novela “pornográfica” El verano del ganadero, aparecida en 1983, cuyo autor es Ruiz y el prologuista Huneeus. A este texto me he referido en Lange (“Los papeles de Gaspar”).
[4] A la historia del personaje de Conrad me he referido en “Notas sobre un diario mural doméstico” (Lange 238-9).
[5] Sobre este tema ha escrito Lorena Amaro en “Herencia y archivo en la narrativa autobiográfica de Cristián Huneeus”. El manuscrito fue facilitado por la autora.
[6] En este punto es interesante notar el juego que hace Huneeus en El verano del ganadero (1983), novela cuya autoría corresponde a Gaspar Ruiz y el prólogo a Cristián Huneeus.
[7] Edward Said define los campos en los que se inscriben las nociones de filiación y afiliación de la siguiente manera: “El esquema filiativo pertenece a los dominios de la naturaleza y de la ‘vida’, mientras que la afiliación pertenece exclusivamente a la cultura y la sociedad” (34).
[8] Así se nombra el apartado en la novela (cfr. 167).
[9] El término hogar y su construcción de la noción de familia como el estar hacia adentro lo recojo del texto de Rebeca Errázuriz. La autora de este texto plantea una reflexión sobre la construcción de lo político en la familia chilena durante la dictadura militar de Augusto Pinochet en las series Los 80 y Los archivos del Cardenal, a partir de su relectura libre del texto de Humberto Giannini, La reflexión cotidiana: hacia una arqueología de la experiencia.
[10] “Jorge Alessandri Rodríguez y Eduardo Frei Montalva” (nota de la novela).
[11] La segunda mujer de Gaspar también se llama Susana, es decir, nominalmente se mantiene la relación de filiación del hijo con la madre. Por otra parte, esa mujer corresponde al ideal que espera la familia, principalmente la madre, como mujer del hijo mayor (ver cita a continuación). La repetición del nombre sugiere cierto vaciamiento del sujeto y el abandono una doble voltereta contra los designios de su estirpe.
[12] Nombre que se le da a las educadoras en Chile en los colegios ingleses. En la época en que se sitúa la novela estos son colegios exclusivos para la clase alta.
[13] No olvidemos que Gaspar y Huneeus han sido formados en la cultura inglesa.
[14] Que entiendo como una referencia importante de la novela, tema que excede el asunto de este artículo.
[15] Suite para piano compuesta en 1908 por Claude Debussy, que consta de seis piezas y que fue dedicada a su hija Claude -Ema, Chouchou, como manera de acercarla a la exigente práctica del piano, pero también es una evocación del mundo infantil. Los musicólogos la consideran una notable manifestación del músico impresionista, quien, a través de esta suite, trabaja sobre las formas de la evocación y creación de atmósferas rompiendo las reglas clásicas de la armonía, prescindiendo del sistema tonal clásico y buscando la máxima libertad rítmica, entre otros aspectos. La aparente sencillez de esta suite es también un desafío a la interpretación, ya que, dadas sus características técnicas, no es precisamente un ejercicio “para niños”; también está impregnada de ironía y guiños a otros formatos musicales y se la conoce como un desafío para el intérprete.
[16] Ambos entran a estudiar Arquitectura.
[17] Lorena Amaro aborda principalmente este tema a propósito de Autobiografía por encargo (1985) y la trilogía de Gaspar Ruiz.
[18] La égloga es un subgénero de la poesía lírica que suele ambientarse en un ambiente campesino, en el cual la música es la protagonista y aparece la naturaleza como espacio idílico.
[19] En la perspectiva de Gaspar y sus ambiciones literarias, la verdadera iniciación al mundo y el primer paso para convertirse en escritor está en la cuna de la cultura. Susana señala en algún momento que “no es lo mismo una persona que ha estado en Europa que una persona que no ha estado en Europa”. Estos deseos se ven contradichos por el castigo que recibe el adolescente ante su fracaso estudiantil.

 

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Referencias

- Amaro, Lorena. “Herencia y archivo en la narrativa autobiográfica en Cristián Huneeus”. Criação e crítica Nº11 (2013).
- Butler, Judith. “Performatividad, precariedad y políticas sexuales”. AIBR. Revista de Antropología Iberoamericana 3 (2009). 321-36. Medio impreso.
- Errázuriz, Rebeca. “Dentro y fuera, o de la casa a la calle: una lectura de las representaciones de la familia chilena en Los 80 y Los archivos del Cardenal”. Rufián 13 (2013).
- Huneeus, Cristián. Cuentos de Cámara. Santiago de Chile: Editorial del Nuevo Extremo, 1960. Medio impreso.
---. Las dos caras de Jano. Santiago de Chile: Editorial del Pacífico, 1962. Medio impreso.
---. El rincón de los niños. Santiago de Chile: Nascimiento, 1980. Medio impreso.
- Huneeus, Cristián y Gaspar Ruiz. El verano del ganadero. Pról. Cristián Huneeus; ilustraciones Óscar Gacitúa. Santiago de Chile: Ediciones del Camaleón, 1983. Medio impreso.
---. Una escalera contra la pared. Santiago de Chile: Sangría, 2011. Medio impreso.
- Lange, Francisca. “Los papeles de Gaspar”. Epílogo a El verano del ganadero. Santiago de Chile: Sangría, 2010. 81-91. Medio impreso.
---. “Notas sobre un diario mural doméstico”. Epílogo a Una escalera contra la pared. Santiago de Chile: Sangría, 2011. 233-250. Medio impreso.
- Olavarría, José. “De la identidad a la política: masculinidades y políticas públicas. Auge y ocaso de la familia nuclear patriarcal en el siglo XX”. En José Olavarría y Rodrigo Parrini, eds. Masculinidad/es. Identidad, sexualidad y familia. Primer Encuentro de Estudios de Masculinidad. Santiago de Chile: Red de Masculinidad Chile/Universidad Academia de Humanismo Cristiano/FLACSO-Chile, 2000. 11-27. Medio impreso.
- Rojo, Grínor. Las novelas de la oligarquía. Santiago de Chile: Sangría, 2011. Medio impreso.
- Said, Edward. El mundo, el crítico y el texto. Trad. Ricardo García Pérez. Buenos Aires: Debate, 2004. Medio impreso.
- Salazar, Gabriel y Julio Pinto. Historia contemporánea de Chile. Niñez y juventud. Santiago de Chile: Lom, 1999. Medio impreso.


 

 

 

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Masculinidad y clase social en dos novelas de Cristián Huneeus: El rincón de los niños y Una escalera contra la pared
Francisca Lange
Pontificia Universidad Católica de Chile
Universidad Finis Terrae
Publicado en Aisthesis N°.54 Santiago dic. 2013