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.. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .Evelyn Waugh, abril 1955

La trompetilla de Evelyn Waugh

Por Cristián Huneeus

Publicado en Mundo Nuevo, N°1, julio de 1966



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Evelyn Waugh (que murió inesperadamente, a los 62 años, el 11 de abril recién pasado) se había convertido en los últimos años en un hombre difícil de tratar: lo aquejaba la sordera y rehusaba valerse de aparato auditivo más eficiente que una anticuada trompetilla.

Algunos han observado que la actitud simbolizó a la perfección su bufonesca pose de country squire gruñón, mordaz, reaccionario, vestido en tweeds, enclaustrado en un rechazo absoluto del mundo moderno. Aniquilando lealtades míticas al trono, la fe católica y la aristocracia de sangre, el presente surgía ante Waugh como una selva, donde los chillidos de la demencia y la vulgaridad se institucionalizaban (con atrevimiento nunca visto) en la Inglaterra laborista y el Vaticano del Papa Juan. El novelista escuchaba, hasta donde se lo permitía el disgusto, sin otro asidero externo que la trompetilla y acentuando cada dia más su dandismo. De tarde en tarde salía a la palestra con declaraciones de impertinencia nada ingenua, como aquélla donde propuso que en el condado de Gloucester, donde residía, se permitiera «a las verdaderas clases altas vivir en estado natural, a fin de que fuesen visitadas por los seres deseosos de una educación superior».

Como toda pose, la de Waugh era expresión indudable de convicciones personales. Pero una pose, cuando es la de un hombre inteligente, es en si algo complejo: presupone la adopción do un «tono» que, sin cortar el vinculo, distancia considerablemente las palabras del que habla. Y que exige de quien oye la discriminación suficiente como para advertirlo y no caer en la trampa de tomarlas al pie de la letra. Una pose es, así, el producto de una civilización de elite, que se mueve entre distinciones y matices, que por hallar la sola idea del contacto directo entre los hombres, si no una contradicción de términos, algo intolerable por lo empobrecedor, propone el encuentro indirecto a través de reflejos estilizados: de estilo. Es la civilización que Waugh defendía. Si hubiera sido puramente un estilista, Waugh, como otros estilistas —como el grave Eduardo Mallea, por ejemplo— habría desembocado en la pedantería. Si rara vez Waugh perdió oportunidad de ser impertinente, jamás fue pedante. Demasiado civilizado como para eso, sus cualidades de estilo se dan inextricablemente ligadas a su humorismo. De ahí que ante él se viva esa curiosa experiencia de lector que consiste en verse enfrentado a un mundo cuyos supuestos resultan por su intransigencia intolerables (un mundo que puede legítimamente describirse como manual para snobs y como tratado reaccionario) y que sin embargo deja sentir, con prodigiosa hilaridad, su hechizo. Habría que ser inconcebiblemente puritano para permanecer indiferente.

Parte de la pose de Waugh —y recordemos que una pose inteligente como la suya expresa convicciones personales— consistió en declarar sostenidamente que no era otra cosa que un artesano y que no debía tomársele demasiado en serio. Concepción diametralmente opuesta a la de D. H. Lawrence, para quien la novela era algo profundamente serio, que nacía de las vísceras del autor, totalmente comprometido en el parto. No pretendo parearlos: sería ridículo. Sólo pretendo situar a Waugh en una linea, que viene de los decadentistas de fin de siglo. Mr. Pinfold, el autobiográfico protagonista de una de sus últimas novelas, «consideraba los libros de su propia hechura como objetos; como cosas externas a sí mismo, para uso y valoración de otros; los hallaba bien hechos, mejor que muchas supuestas obras de genio, pero no se vanagloriaba de su éxito ni menos de su reputación». El dandy, en fin, no entrega su alma en nada. Trabaja, con la seriedad de quien ama lo bien hecho, lo acabado, pero su compromiso no va más allá. Lejos de entregar el alma, trabaja más bien para escamotearla. Y mientras mayor es la insistencia con que le pedimos que muestre sus cartas, mayor es el ingenio con que oculta la mano.

No obstante, Waugh fue a veces serio más allá de lo que pretendía. Quizá a pesar de sí mismo en A Handful of Dust (1934), Con deliberación en Brideshead Revisited (1945). A Handful of Dust, una de sus mejores novelas, quizá una gran novela, resulta seria de un modo peculiarmente fatídico. Sus obras anteriores, Decline and Fall (1928), Vile Bodies (1930) y Black Mischief (1932), lo establecieron como el cronista de la juventud aristocrática inglesa de la preguerra: el Mayfair set, los Bright Young Things. De intérprete, se volvió creador de ese medio. Si para escribir se apoyó en la realidad, ésta por su parte lo imitó, articulándose ante la glamorosa imagen de si misma que Evelyn Waugh le ofrecía. Corolario inevitable en su caso, como en el de otros privilegiados (Scott Fitzgerald es otro ejemplo) que han captado el tono de un período.

El lector de habla castellana, ajeno a ese y a todos los períodos de la aristocracia inglesa, no se entera de ello sino a través de la pequeña historia literaria. Pero experimenta la viva cualidad que alienta en las novelas, penetrándolas de esa convicción que es a un tiempo evocación, característica de toda obra consciente de que interpreta algo tan transitorio como «un período».

En esas novelas hay fiestas en zepelines, alocadas carreras automovilísticas, escándalos sociales, jesuitas que urden intrigas de alto vuelo, siniestros colegios, complicadas bigamias, enredos en fantásticos imperios africanos. Hay, primordialmente, una capacidad inventiva inagotable. Se repiten los personajes y los escenarios, ya que en el mundo de Waugh la barrera entre novela y novela en cierto modo no existe, y desfilan situaciones, siempre nuevas. De ellas surge, perfilándose cada vez con mayor nitidez en medio del desborde de la fantasía, el esquema que en el fondo ocupa el centro de la visión de Waugh: la inocencia que lucha por sobrevivir en un mundo desquiciado, donde lo grotesco y lo absurdo asumen proporciones demoníacas. Inevitablemente se piensa en Dickens, a quien Waugh habría de aludir más de una vez.

Si el tema aparece y desaparece a flor de una superficie que es siempre cómica, cuando se llega a A Handful of Dust la risa se congela, algo empavorecida. En esa novela, Tony Last, un aristócrata por matrimonio, ni particularmente rico ni particularmente inteligente, un individuo risible y patético, con cuya modesta tragedia el lector simpatiza desde las primeras páginas, quiere llevar a la práctica sus ideales de vida rural a lo castellano de la Edad Media en la fría e inconfortable mansión familiar de su mujer. Habituado a amarla y a confiar en ella del modo más completo, jamás cae en la cuenta de que Brenda, la esposa, bosteza de aburrimiento en el campo y de que bajo sus repetidos viajes a Londres, donde encuentra abundante solidaridad por parte del Mayfair set, se oculta el obvio amante. De la destreza de Waugh como novelista deriva el que las simpatías del lector se dividan entre el iluso Tony, en cuyos nobles valores hay demasiada insuficiencia, y el adulterio de Brenda, que la devuelve a la vida. El nudo de la novela lo forma la muerte de John Andrew, el hijo del matrimonio —el heredero de Hetton—, en un accidente de caza que «no es culpa de nadie» y, por la misma vaguedad de sus implicaciones, envuelve un enjuiciamiento de todos. Después de un sórdido divorcio, la quiebra de sus fantasías pasadas lanza a Last hacia otra fantasía, todavía peor: la del escape al Nuevo Mundo. Se lo traga la selva de las Guayanas que en la pesadilla de la fiebre tropical se funde en su imaginación a la selva urbana de Londres. Lo captura un colono loco, Mr. Todd, que burla a la expedición de rescate enviada por los familiares de Tony y lo retiene consigo para que le lea en voz alta las novelas de Dickens. En Inglaterra se da a Tony por muerto. Se le erige un pequeño monumento a su amada Hetton. Ese es el último toque de grotesco.

Lo que asombra en Evelyn Waugh es que la muerte de los Bright Young Things y su período no lo terminó como escritor. Para muchos críticos, en efecto, su obra maestra es la última, su trilogía sobre la segunda guerra mundial, Men at Arms, Officers and Gentleman y Unconditional Surrender, iniciada en 1952 y concluida en 1961. Si él apareció como el cronista de un período, en el fondo fue, a su manera, otro cronista más de la disolución contemporánea. La trilogía corresponde ya a la época de la trompetilla; la impresión final que uno se lleva es que había no sólo sarcasmo, sino sabiduría en su sordera, ese símbolo de la intransigencia que lo salvó de emprender esfuerzos de adaptación a los tiempos. Del rechazo de ellos surgieron, desde los comienzos de su carrera, los resortes de su humorismo y su sentido del absurdo. Sin ellos no habría Evelyn Waugh. En su caso, aplaudo el uso de la trompetilla.



 



 

 

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