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DISCURSO AL RECIBIR EL PREMIO “JOSÉ DONOSO”, 2004

Antonio Cisneros
Universum. Revista de Humanidades y Ciencias Sociales,
Vol. 1, N°20, 2005, Universidad de Talca
Talca, Chile

 

 




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Es importante que exista un premio de "polendas" que lleve el nombre de José Donoso. José Donoso, uno de los escritores más notables de la narrativa latinoamericana del siglo que pasó. Lo traté brevemente, hace unos doce años, en la ciudad de Frankfurt. Un caballero barbado, discreto, de terno y corbata. Pero sobre todo, he sido, como muchos, su agradecido lector, a lo largo del tiempo. Ahora Donoso no sólo será recordado por su obra, valiosa y principal, sino por este premio que lleva su nombre.

A decir verdad, mi relación con Chile y los chilenos viene desde muy antiguo y ha sido, mal que bien, una relación entusiasta y feliz. De hecho, la primera vez que saqué un pasaporte y salí de las fronteras del Perú, fue para venir a Chile. Yo era entonces un muchacho de veinte años, una joven promesa de la poesía. En todo caso, supongo que era una joven promesa, porque estuve entre los invitados a un encuentro de jóvenes creadores de América, organizado por el poeta Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción. Toda una maravilla. Dicho sea de paso, fue en Concepción que conocí la primera tormenta de mi vida. No es que en el Perú no existan las tormentas, pero en mis diferentes excursiones a la sierra y a la selva, donde abundan, nunca me había tocado ninguna. Y fue en Chile que fui bautizado con truenos y relámpagos y algo que entonces yo entendí como el diluvio universal.

El encuentro de Concepción. Una gran semana estrafalaria y sabia, en donde me topé con algunos muchachotes que terminarían por ser amigos míos para toda la vida. Fue cuando conocí a Poli Délano, a Raúl Ruiz, a Antonio Skármeta, a Federico Schopf, a Jorge Teiller, a Mauricio Waquez. Todos ellos, como yo, hacían sus pininos en los vericuetos de las artes y las letras. Y todos, como yo, nos sentíamos tocados por el manotazo de la inmortalidad. Raúl quería ser cineasta, Antonio, Poli y Mauricio querían ser narradores, Federico, Jorge y yo queríamos ser poetas. Y todos terminamos siendo lo que quisimos ser. Con el tiempo y las aguas, me los he ido encontrando, año tras año, a algunos más y a otros menos, en diversas latitudes del planeta. Amén de, como es lógico, en Lima y en Santiago. Ahora, los que hemos sobrevivido, somos unos respetables caballeros de la tercera edad. Aunque nuestras conversaciones tienen la fluidez y la confianza de aquellos que se ven todos los días. Como decíamos ayer.

He vuelto a Chile una docena de veces por lo menos. Sin embargo, mi corazón siempre regresa a la calle Huelén, en la cuadra 9 de Providencia, a casa de Raúl Ruiz, que me alojó en Santiago, luego de las jornadas galopantes de la Universidad de Concepción.

Siempre en plan de poeta, ya que no me queda otra cosa, he visitado Arica, Concepción, Viña del Mar, Cartagena, Valparaíso, Temuco, Puerto Montt, el archipiélago de Chiloé (donde di una charla de un par de horas, en una gran carpa levantada en el parque central de Castro, ante el beneplácito de un centenar de muchachitas y muchachitos de colegio, muy divertidos con las historias de los incas y del antiguo reino del Perú). Pero sobre todo conozco Santiago, ciudad en la que siempre me siento como Pedro en su casa. O, mejor dicho, como Pedro en la casa de Poli Délano, que también es mi casa. He leído poesía en teatros de postín y en centros comunales, en universidades y en plazuelas, en un balcón que daba a La Moneda y en los vagones del metro de Santiago. Me he deleitado con los grandes vinos y las centollas fabulosas, con las empanadas, los pasteles de choclo, los locos, las cazuelas, las sopaipillas y los curantos. Todo en nombre de la poesía y la amistad. He saboreado, a mi manera, la generosidad, la democracia y hasta algunos modales quisquillosos que adornan con frecuencia a los chilenos. Verdad que tuve un largo periodo de ausencia. Eso fue durante los años de la dictadura de Pinochet. Tiempos en los que vine solo una vez, a las finales, para el encuentro continental del Sí y del No, en el teatro Baquedano.

En fin. Tengo tantas cosas que contarles, que sería la de nunca acabar. Por lo que pondré fin a esta cháchara diciendo un par de cosas sobre la poesía, que es, al fin y al cabo, lo que nos convoca y me convoca.

En el principio era el verbo y el verbo era Dios. Con el verbo, es decir la palabra, empieza la creación y nuestra historia. La palabra. No es que nombremos las cosas ya existentes. Sino, más bien, que nombremos las cosas para que al ser nombradas existan de verdad. Puedo imaginarme a los primeros humanos nombrando el sol y la luna, para que cobraran existencia. En realidad, el universo está formado por palabras. Las cosas existen cuando tienen nombre. Por eso sospecho que la poesía es la primera expresión, la más antigua de los seres humanos. La poesía está hecha de palabras, las palabras fundan la poesía. Sin embargo, también podríamos decir que, en realidad, los poetas no inventan nada. Usan las palabras que se encuentran en todo diccionario, y trabajan con los sentimientos comunes a la gran humanidad. La poesía es el testimonio de la gran humanidad. Los temas del poeta, mal que bien, son los mismos temas cotidianos y eternos y, sin embargo, la poesía es siempre reveladora y sorprendente. El poeta dice las cosas que todos conocemos. Pero, eso sí, el poeta las dice de una manera tal, que el lector piensa al leerlas: ah caramba, esto mismo yo quería decir, pero no sabía cómo. Bien en el cómo está la poesía. Ser poeta es tener una nueva manera de nombrar el mundo. Importante es la emoción, pero no basta. Importante es la sabiduría, pero no basta. Tampoco bastan, por supuesto, las buenas intenciones. La poesía es la lucha permanente contra el lugar común. Pongamos, por ejemplo, el tema de la muerte. A todo el mundo se le mueren sus viejos y eso duele. Pero en la memoria colectiva sólo guardamos algunas de estas muertes. Digamos la del padre de don Jorge Manrique en pleno siglo XV. No es la muerte del padre de Manrique, es la manera de nombrarla en esas coplas. “Nuestras vidas son los ríos/ que van a dar a la mar/ que es el morir”. La poesía es también una lucha permanente, un rescate contra el paso inexorable de los tiempos. La poesía es un instante librado de la muerte. Una manera única, definitiva, de decir las cosas. Un oficio aparentemente inútil y que, sin embargo, existe desde hace miles de años y, me atrevo a decir, que existirá por miles de años más. Porque, aunque parezca mentira, la humanidad necesita de la poesía. Poco o mucho, para bien o para mal, pero la poesía, la fundación del mundo mediante la palabra, es parte ineludible de la especie humana.

Mi obra poética ha sido honrada con el Premio Iberoamericano de Letras “José Donoso”, que otorga la Universidad de Talca. No saben cuánto me alegra. Hasta podría decir, como en la misa, porque es justo y necesario. La verdad permítanme la cuota de modestia, a lo mejor este premio no ha sido completamente justo, pero sí, les garantizo, que me ha sido absolutamente necesario. Muchas gracias, Talca, muchas gracias, Chile. Muchas gracias a todos.



 



 

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Discurso al recibir el Premio "José Donoso", 2004.
Por Antonio Cisneros