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Combustión interna
Parad los relojes y otros poemas. W.H. Auden. Grijalbo-Mondadori, Madrid

Por Cristóbal Joannon
El Metropolitano, 12 de diciembre de 1999


 



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Esta reciente antología debe recoger algo así como el uno por ciento de la poesía que publicó W.H.Auden (1907 – 1973), poeta inglés al que le gustaba afirmar que cuando una persona se desnuda en porque ya no tiene nada que decir. La selección fue hecha con pinzas y su traducción no traiciona más de lo que exigen los buenos modales del poco rentable negocio de la poesía. Posiblemente se trate de su mejor uno por ciento, pese a que ciertos greatests hits no fueron incluidos, como el flamante poema “If I Could Tell You” o la segunda parte de “Dos canciones para Hedli Anderson”.

Antes de escribir su primer poema fue tentado por la ingeniería, al revés de lo que le sucede a cualquier buen padre de familia. Entró a estudiar al Christ Church de Oxford en 1925 y tres años después publicó su primer libro de poesía con la ayuda de su amigo Stephen Spender, uno de los tantos que admiró la potencia de su trabajo. Auden fue homosexual y sus biógrafos sostienen que no se contaminó con el rasquerío –plumas y pétalos- del mundillo gay. Su refinamiento siempre estuvo a la altura de su desatención ante los requerimientos de la vida práctica. Un periodista que lo visitó en su casa de Nueva York (“una biblioteca con uno que otro mueble burdeo sobre el que caía una suave luz”) relató que Auden se cocinaba a sí mismo tres platos, como si tuviese sentados a la mesa a cuatro exigentes invitados cuando la verdad es que no tenía a ninguno. Hizo inusuales obras de caridad, como casarse con la hija de Thomas Mann para que ella obtuviera la nacionalidad inglesa.

Cada poeta trabaja a su manera su propia normalidad. Así, de joven, Auden fue socialista y freudiano, y tardíamente se convirtió al cristianismo, luego de irse a vivir a Estados Unidos, donde se hizo ciudadano norteamericano. Estos movimientos pendulares tuvieron eso si, una constante: la abominación de la modernidad. Irónicamente, él decía que el hombre moderno no requería más que una radio, un auto y un refrigerador –las flores del mall, podríamos decir hoy. Auden consideraba a la modernidad como la silenciosa caída a pedazos de la civilización a la que él pertenecía, siempre empecinada en hartarse de pan y circo, bordeando rigurosamente los confines de la vulgaridad. No vale la pena mencionar aquí por qué Auden descreía del verso libre, de la antinovela y de los festejos nihilistas de la llegada del hombre a la Luna. Sus poemas no son las actas de un retrógrado, pero no están lejos de serlo. Escribe en “Ripios de la tercera edad”: “Mis paisajes y climas paradisíacos/ son invenciones de la era eduardina/ cuando los baños requerían mucho sitio/ y antes de comer se bendecía la mesa”. Nada más lejano de Auden que el parloteo inconducente de los medios de comunicación.

Auden no contempló el deterioro de la cultura desde su sillón junto a una tacita de té (como Foucault alegaba de los ingleses que hacían filosofía). Ofreció su apoyo de rigor a la causa republicana en la guerra civil española y viajó por lugares tan distintos como Islandia y la China, donde tuvo como compañía a Christopher Isherwood. La irrealidad del mundo y el decaimiento de las relaciones humanas despertaron en él una combustión interna, no un patético chillido. Esto se puede rastrear en un cuadro de Brueghel –el viejo que él admiraba particularmente: el Icaro, una sencilla escena campesina donde nadie se percata de la caída del hombre alado. “Todo permanece impasible ante el desastre” ya que no hay oídos para su grito desolado. Esta será la postura de aquel que no transará su dignidad.

Auden entendió que su trabajo siempre tuvo un pie puesto en el absurdo, al menos eso le dijo a un amigo que le preguntó por qué las mujeres no hacían buena poesía. Ellas no entienden el sinsentido, fue su respuesta.

Citar una contratapa siempre es algo sospechoso, pero resulta que ante versos así es imposible hacerse el sordo: “El era mi norte y mi sur, mi este y mi oeste,/ mi semana de trabajo y mi descanso dominical,/ mi día y mi noche, mi charla y mi música./Pensé que el amor era eterno: estaba equivocado”. Se ha dicho que Auden es el gran poeta inglés de este siglo después de Eliot. Es responsabilidad de los lectores de Eliot demostrar eso.

Auden murió en Viena, ciudad en la que vivía la mitad del año. Ese era su modo de huir de los calurosos veranos de Nueva York.



 



 

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Por Cristóbal Joannon
El Metropolitano, 12 de diciembre de 1999