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Opresivo y lento y plural: Un cuento de Borges [1]
-observaciones, rodeos-

Por Cristóbal Joannon
Taller de Letras N° 27, Santiago, Noviembre de 1999


 



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El adjetivo borgeano es parte del habla natural, no sólo del juego de lenguaje de la literatura; hay personas que lo emplean sin haber leído ninguna línea de Borges, en el mismo sentido en que se usa el adjetivo dantesco para referirse a eventos extremos, como un siniestro de proporciones —doce compañías de bomberos ante una escenografía de humo y llamas— o una colisión cuátriple en la carretera. Pocos autores han logrado esto. Decir que algo es borgeano equivale a decir que algo es laberíntico, paradójico, espejeante, intrincado. Ninguna de estas palabras agota lo que queremos decir cuando decimos borgeano, pero serían lados de un mismo poliedro, trazos de un mismo dibujo. Pues bien, el cuento ante el cual hoy nos reunimos, "There are more things" —que podríamos traducir, caprichosamente, como "Hay otras cosas"—, es, a mi modo de ver, la cristalización de ese poliedro, la consumación de ese múltiple dibujo.

"There are more things" está dedicado a la memoria de Lovecraft, escritor inglés que se especializó en el horror. Este es un dato relevante, sí consideramos la opinión que el escritor argentino tenía de él. Borges le criticaba a Lovecraft matar sus cuentos en el momento en que describía a la criatura que funcionaba como origen de todas las pesadillas. Esta crítica también se le podría hacer al mal cine de terror, cuando cae en el error de mostrar qué es finalmente aquello que dormía en el closet de los niños; claro, todo iba bien cuando no era más que una cámara subjetiva, pero cuando aparece el payasito con sus vidriosa mirada diabólica o el zombie gangrenoso arropado de andrajos, desde ahí en adelante la película se torna infumable, baratija de videoclub (en este sentido, es mucho más eficaz el mismísimo cuco de la tradición oral, entidad espeluznantemente indefinida). En una conversación de la que se tiene registro,[2] Borges le preguntó a Richard Burgin sí había leído a Lovecraft. "No," le contestó. "Bueno, no hay razón para leerlo," agregó Borges. Un tercer antecedente aparece en El libro de arena mismo (libro de 1975, al que pertenece este relato). Borges, con esa inquietante humildad que lo caracterizaba —que nada tenía que ver con la falsa modestia, sí tal vez con la máscara— escribe en el epílogo: "El destino que, según es fama, es inescrutable, no me dejó en paz hasta que perpetró un cuento postumo de Lovecraft. escritor que siempre he juzgado un parodista involuntario de Poe. Acabó por ceder; el lamentable fruto se titula There are more things." Creo que no hay que hacerle caso a Borges cuando dice que el fruto es lamentable. Si este cuento es lamentable, ¿entonces hay algo acaso que no lo sea? Más complejo es esto de que perpetró un cuento postumo de Lovecraft. Mi averiguaciones no llegaron a buen puerto. ¿Escribió él un cuento con ese título o una historia similar que le permita a Borges decir eso? Como sea, prefiero pensar que Borges escribió el mejor cuento de Lovecraft. Algo muy borgeano.

Para entrar en materia, hay que considerar necesariamente tres asuntos que Borges dice de pasada al comienzo del cuento. Al protagonista —nunca le sabremos su nombre, salvo su grado académico: doctor en filosofía— su tío Edwin Arnett le enseñaba "sin invocar un solo nombre propio" realidades abstractas mediante objetos muy concretos. Con una fruta le explicó el idealismo de Berkeley, con un tablero de ajedrez las paradojas eleáticas y mediante cubos de colores la posibilidad de una cuarta dimensión espacial. Estos tres elementos tienen en común permitir el acceso a dominios desconocidos a través de cosas conocidas, de uso habitual. Uno de los tantos recuerdos que Borges guardaba de su padre era justamente el momento en que este último le enseñó las paradojas de Zenón, Aquiles y la tortuga y aquella que se ha terminado por llamar la dicotomía, utilizando un tablero de ajedrez, juego del que era un asiduo practicante y, al parecer, bastante buen jugador. Esta consideración hay que usarla con cuidado, puesto que nos podría hacer caer en la tentación de sobreinterpretar el relato (claro, pensemos en una posibilidad de diván: muere el tío, el tío es el padre, la Casa Colorada es la casa paterna, una ausencia inextricable se aloja en la casa, la ausencia irreductible del padre). Pienso que es conveniente considerar la Casa Colorada como un entorno familiar, que súbitamente se ve violentado, sin mayor explicación, por una extrañeza inefable. Lo familiar se vuelve ajeno y ante eso se está indefenso: no hay cómo protegerse ante tal embestida.

Pues bien, la casa no sólo es despojada de todos sus objetos íntimos, sino que es decapitado el perro —el guardián de la casa— y talado el bosquecillo de araucarias que la circunda. La casa se vuelve irreconocible, y en su destrucción ningún miembro de la comunidad desea participar, salvo un carpintero de apellido Mariani, un funcionario de la realidad dispuesto a llevar a cabo cualquier clase de extravagancia que el cliente le pidiera. Hay que subrayar en este punto que él es el único personaje del relato del que no se dice su nombre de pila, como si no tuviera derecho a tenerlo.

Como sabemos, la casa es comprada por Max Preetorius, un judío que está dispuesto a pagar lo que sea con tal de conseguirla. Preetorius es un enviado de algo o alguien, que tiene como tarea habilitar el inmueble para el futuro habitante que se instalará en Turdera. Él supervisa las modificaciones de la casa, en la cual se trabaja bajo la cláusula de que las refacciones se realicen de noche. Una vez cumplida su misión, desaparece de la localidad con la misma rapidez con que llegó. Mariani fue, aparentemente, la única persona que trató con él de manera directa, y lo describe como un loco. De él recibió un texto donde se estipulaba el contrato de trabajo, del que sólo se puede reconocer la firma; el resto no es más que una escritura ininteligible que el protagonista —Ph.D, en filosofía— es incapaz de descifrar.

Este personaje es intrigante: que sea judío es sintomático; en efecto, en Borges lo judío suele encarnar algo que podría llamarse lo otro, la diferencia.[3] Su nombre, además, evoca alguna difusa etimología —recordemos que a Borges le fascinaba jugar con ellas— como la de pretor, aquel magistrado romano que tenía a su cargo la juridicción de Roma o de una de sus provincias. Max Preetorius sería entonces, si es que ustedes están dispuestos a concederme esta relación, el máximo emisario de alguna clase de poder no del todo aclarado.

Es relevante reparar en otros aspectos arquitectónicos de la casa, más allá de su oscura alteración. El inmueble se ubica en un pueblo apacible, bastante cerca de Buenos Aires, la capital. Fue construido por Alexander Muir —un viejo amigo del fallecido Edwin Arnett—, inspirándose en un constructor de poco talento, pero de ciertas dotes para la poesía. La casa no es una obra demasiado bella; a su arquitecto, calvinista confeso, se le ofrece una jugosa suma para destruirla, y luego "pergeñar en su lugar una cosa monstruosa," esto es, el nuevo lugar que cobijará al habitante. ¿Por qué el habitante debía ubicarse a toda costa en ese lugar? Quizá porque su antiguo dueño era agnóstico, quizá porque la casa está emplazada en lo alto de un cerro, lejos de los hombres. Alexander Muir intuye que la curiosidad del protagonista que lo visita no tiene otro fin más que obtener información. El le dice: "Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador." Está claro que Muir no tiene idea de la existencia del habitante: su conocimiento sólo llega hasta Max Preetorius, con quien al parecer no tuvo mayor comunicación.

Luego de visitar al arquitecto, el protagonista se cruza con un viejo conocido. Intercambian palabras, y al pasar por un lugar desde el que se logra ver la casa, el individuo se aparta, no sin antes proferir dos antecedentes sustanciales para la narración. El cuenta que cierta noche de juerga vio algo a cien varas de la quinta. A lo que agrega: "Lo que vi no era para menos." Por lo visto, en Turdera nadie sabe nada; meras palabras al vuelo, sugerencias, nada definido. Pero algo pareciera latir en cada recodo. Toda esta vaguedad acrecienta la curiosidad del protagonista, quien, como si Alexander Muir hubiese predicho su futuro inmediato, esa noche no puede dormir. Pero antes del amanecer sueña con un laberinto "a la manera de Piranesi," un anfiteatro de piedra rodeado de cipreses.

Hay un comentario de Borges sobre Piranesi, reproducido en el libro Borges y la arquitectura, que nos puede ser útil. Conversando con Cristina Gran —la autora-—, él le dice:

Yo conocí a Piranesi a través de Thomas de Quincey. Es muy curiosa la descripción de la Carceri. Describe bóvedas góticas y personajes que no están en los grabados, ¿no? Pero es que De Quincey no había visto los grabados, sino que Coleridge se los había descrito en una carta donde le decía que le habían impresionado mucho. Yo tengo en casa un grabado de Piranesi, Avanzo del Tempio del Dio Canopo. (122)

En realidad el nombre del grabado es Veduta del Tempio del Dio Canopo, algo que para el caso da lo mismo. La descripción del laberinto con el que sueña el protagonista corresponde con ese grabado que, se sabe, Borges tenía en su salón. Se trataba de una reproducción original de inestimable valor. Este juego recursivo es muy interesante: el protagonista, al igual que De Quincey, posee sueños arquitectónicos, y, para complicar más el asunto, sueña con un grabado que Borges posee en la realidad. Entre Borges y De Quincey también se da una relación, pero esta vez de signo negativo. Así como el escritor inglés describe el laberinto habitado por personajes que no existen, Borges en su relato —es decir, en su propio laberinto— se ocupa de un sólo personaje, el habitante, una ausencia desde la cual la narración se articula.

En el laberinto del sueño hay un minotauro, que no se deja ver de buenas a primeras. El protagonista lo describe como "el monstruo de un monstruo." ¿Qué puede ser eso? ¿No basta con decir que es un monstruo? Además parece dormir y soñar, algo que, siguiendo el mito griego, sólo realizaría un breve momento cada día, a medianoche, cuando el día nace y muere, sin decidirse a ser esto o lo otro. "¿Soñar con qué o con quién?," se pregunta el atribulado soñador. ¿Acaso sueña con el protagonista? La interrogación queda en el aire.

La figura del laberinto no es un muro infranqueable; se puede llegar a su centro y salir de él siempre y cuando exista una huella; un hilo, por ejemplo. El laberinto resguarda al minotauro del mundo, y al mundo del minotauro. La Casa Colorada es un laberinto desprovisto de sus muros, pero un laberinto al fin y al cabo. Esta permeabilidad es la que permite que lo familiar y lo extraño se conecten, pero no de una manera directa, positiva. Complejo asunto.

Antes de que el protagonista se interne en la casa, dirá que escuchó un gemido en sus inmediaciones y que vio una luz muy blanca. Pasan los días y viene lo inevitable: el encuentro. Un 19 de enero —dato concreto, una pausa notable en el transcurso de la acción— el protagonista para protegerse de una tormenta de verano, azarosamente encuentra que la reja de la casa cede y la puerta está entreabierta. Es de noche, tiene que ser así.[4] Sus pasos no fueron regidos por su voluntad, pero su curiosidad —y la nuestra cumplen la sentencia por la que todas las líneas del cuento han conspirado. Como un Teseo que se aventura sin hilo ni espada, ya no hay vuelta atrás.

Aquello que alguna vez fue un espacio familiar, ahora está irreconocible. Tal ha sido su alteración, que el protagonista tiene serias dificultades para discriminar el lado izquierdo del derecho, como si las categorías binarias con que pensamos el mundo —cielo y tierra, vida y muerte— aquí ya no tuviesen validez. El aterrador mundo de lo otro, podríamos inferir, alojado en el núcleo de lo propio. En vez de las baldosas que antiguamente cubrían el primer piso, ahora hay pasto. ¿Qué puede significar esto? No lo sé. También hay un olor "dulce y nauseabundo," adjetivos que difícilmente pueden ir juntos.

La segunda planta —hay que reparar en el ascenso— ha sido depurada de todas sus divisiones. Es un espacio abierto, en el que se encuentran objetos incomprensibles, cosas que delatan funciones inimaginables, ajenas por completo a operaciones que pudiera realizar una figura humana o medianamente humana. El protagonista siente terror y repulsión. Ante tamaño espectáculo, y para su propio alivio, ve una escalera —algo doméstico, al fin y al cabo, puesto que "postulaba manos y pies"— por la que sube a la tercera planta: el centro del laberinto, el cubículo donde el habitante anida.

"Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos," dice el protagonista. Entre estos, "una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior," y "una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos." Aparentemente se trata del lecho del habitante —recordemos que el minotauro del sueño dormía, como si al menos esa operación fuera reconocible. El dice: "Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra." Ante esto, él recuerda una criatura nombrada en un remoto texto de Lucano: la anfisbena - espléndido empleo de la cursiva, como si en su otredad se concentraran todos los terrores—, "que sugiere pero que no agota lo que luego verían mis ojos." Alguien tendría que darse el trabajo de examinar cuándo y cómo utiliza el poeta romano esa palabra, si es que efectivamente la emplea. Con Borges uno nunca sabe. La anfisbena es un reptil ciertas veces citado por los antiguos, al que se le atribuía una naturaleza fabulosa. Existe en la actualidad: vive bajo tierra y debajo de las piedras, y suele salir a la superficie de noche, en busca de hormigas, larvas y termitas. Su nombre tiene como origen una confusión: los antiguos creían que se podía mover indistintamente hacia adelante y hacia atrás —de ahí anfis— debido a que su cola y su cabeza eran muy parecidas. En fin, se trata de una criatura bastante ambigua, citada también en un contexto poco claro, por un lado, el "lecho" le remite a la anfisbena, y por otro sería algo parecido a lo que luego vería el protagonista. Tal vez no está de más decir que Lucano murió trágicamente, víctima de una conspiración.

Luego de esto, nos encontramos con una serie de preguntas al modo de Lovecraft: "¿Cómo sería el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?" Sugiero cambiar la palabra planeta por la palabra mundo, puesto que esta última no nos obliga a permanecer en un ámbito espacial, puesto que incluso un extraterrestre que llegara a la Tierra pertenecería al horizonte del mundo, al horizonte de la familiaridad. Se trata aquí, desde mi punto de vista, de algo mucho más radical.

Luego dice: "Me sentí un intruso en el caos." Este caos hay que entenderlo con mayúscula; no se trata de una pieza desordenada en términos habituales, la cual sería posible de ordenar en un caso hipotético —este libro ahí, esta camisa allá—, sino de un lugar inordenable, absolutamente incapaz de ser pensado en su legalidad, ya que no la tiene. El anonadamiento —¿es esa la palabra?— que nos puede producir esto es comparable al de un curso de filosofía griega cuando el profesor logra hacerle entender a sus alumnos de primer año las paradojas eleáticas: no hay diferencia, entonces no hay cambio, entonces, ¿qué es todo esto? Una nube, recuerdo que alguien contestó. Entre paréntesis, algo no muy distinto experimentamos los alumnos del Saint George's hace unos 13 años. Se estaba implementando en el colegio el método Lippman de filosofía para niños. Una profesora nos dijo: "Imagínense un color que no existe." Puede que esa provocación no aparezca en los textos de Lippman. pero produjo un peculiar asombro en el infantil auditorio: el pensamiento girando en banda, una impotencia bastante terrorífica.

Pues bien, el protagonista cae en la cuenta de que ha indagado en un dominio prohibido. La retirada, cuando está punto de consumarse, fracasa: el habitante, el monstruo de un monstruo, aparece. "Sentí que algo ascendía por la rampa." Si hubiese dicho alguien las cosas se normalizarían —a pesar de su total extrañeza—, pero no: es algo, vinculado a tres palabras que son como tres campanadas en la cabeza: opresivo y lento y plural.

Estas tres palabras elusivas tienen un poderoso efecto retroactivo sobre el cuento, y vienen a ser la sombra del habitante, del mismo modo en que el "lecho" nos remite indirectamente a él. La ausencia queda protegida gracias a los múltiples guiños que Borges disemina por el texto, sin jamás pisarse los cordones, sin jamás hablar más de la cuenta, (En este sentido, lo que estoy haciendo ahora es en extremo antiborgeano, pero no queda otra; proceder borgeanamente con Borges puede ser una estrategia inconducente).

No hay aquí una suerte de teología negativa para referirse al habitante —no habría relato—, sino más bien huellas, signos esquivos, tijeras y no manos que cortan. El cuento gira en torno al habitante, sin jamás describirlo, puesto que si algo se dice de él, muere. Para que lo otro permanezca en la otredad —discúlpenme la frase— el silencio ante eso debe ser inclaudicable. Para que aquello otro permanezca como tal, debe quedar en el dominio de lo innombrable, pero no en una completa negatividad. El relato es al habitante lo que el tablero de ajedrez es a las paradojas eleáticas. Decir sin decir —he ahí una buena frase de calendario.

Antes de terminar estas observaciones que podrían extenderse unas cuantas carillas más, de un modo cada vez más espeso, me gustaría citar un koan:

Sauzan puso a la vista su corto cayado y dijo; "Si llamas a esto un corto cayado, te opones a su realidad. Si no lo llamas un corto cayado, ignoras los hechos. Entonces, ¿cómo tendrías que llamarlo?" A lo que responde Mumon: "Si llamas a esto un corto cayado, te opones a su realidad. Si no lo llamas un corto cayado, ignoras los hechos. No puede ser expresado con palabras y no puede ser expresado sin palabras. Entonces, dí rápidamente qué es."[5]

¿Qué vio el protagonista? ¿Sobrevivió al encuentro cara a cara con el habitante? "El hombre olvida que es un muerto que habla con muertos," ~

 

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Notas

[1] Este texto fue leído en el Centro de Estudios Públicos en agosto de 1999, en el marco de un encuentro de jóvenes universitarios. Este texto fue preparado exclusivamente para esa ocasión y presupone una lectura reciente, por parte del lector, del cuento "There are more things."
Todas las citas en que no se menciona su origen provienen del relato en cuestión.

[2] Richard Burgin. Conversaciones con Borges (Madrid: Tauros. 1974), pp 84-85

[3] El filósofo Andrés Claro en su notable trabajo titulado La Inquisición y la Cábala (Santiago: LOM. 1996) ha tratado este punto largamente.

[4] Este es uno de los tantos lugares comunes que pueblan el relato. En cierta forma, el relato es un gran lugar común. A mi parecer, el uso del cliché es un recurso sumamente eficaz, ya que opera como escenario ideal para que lo extraño pueda acontecer.

[5] Citado por Douglas Hofstadter en Gödel, Escher, Bach (Barcelona: Tusquet, 1987), p. 281.

 

 

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There Are More Things

Jorge Luis Borges

A la memoria de Howard P. Lovecraft

A punto de rendir el ultimo exámen en la Universidad de Texas, en Austin, supe que mi tío Edwin Arnett había muerto de un aneurisma, en el confín remoto del continente. Sentí lo que sentimos cuando alguien muere: La congoja, ya inútil, de que nada nos hubiera costado haber sido mas buenos. El hombre olvida que es un muerto que conversa con muertos. La materia que yo cursaba era filosofia; recordé que mi tío, sin invocar un solo nombre propio, me habia revelado sus hermosas perplejidades, allá en la Casa Colorada, cerca de Lomas. Una de las naranjas del postre fue su instrumento para iniciarme en el idealismo de Berkeley; el tablero de ajedrez le bastó para las paradojas eleáticas. Años después, me prestaría los tratados de Hinton, que quiere demostrar la realidad de una cuarta dimensión del espacio, que el lector puede intuir mediante complicados ejercicios con cubos de colores. No olvidaré los prismas y pirámides que erigimos en el piso del escritorio.

Mi tío era ingeniero. Antes de jubilarse de su cargo en el ferrocarril decidió establecerse en Turdera, que le ofrecía las ventajas de una soledad casi agreste y de la cercanía de Buenos Aires. Nada más previsible que el arquitecto fuera su íntimo amigo Alexander Muir. Este hombre rígido profesaba la rígida doctrina de Knox; mi tío a la manera de casi todos los señores de su época, era librepensador, o mejor dicho, agnóstico, pero le interesaba la teología, como le interesaban los falaces cubos de Hinton o las bien concertadas pesadillas del joven Wells. Le gustaban los perros; tenia un gran ovejero al que le había puesto el apodo de Samuel Johnson en memoria de Lichfield, su lejano pueblo natal.

La Casa Colorada estaba en un alto, cercada hacia el poniente por terrenos anegadizos. Del otro lado de la verja, las araucarias no mitigaban su aire de pesadez. En lugar de azoteas había tejados de pizarras a dos aguas y una torre cuadrada con un reloj, que parecían oprimir las paredes y las parcas ventanas. De chico, yo aceptaba esas fealdades como se aceptan esas cosas incompatibles que solo por razón de coexistir llevan el nombre de universo.

Regresé a la patria en 1921. Para evitar litigios habían rematado la casa; la adquirió un forastero, Max Preetorius, que abonó el doble de la suma ofrecida por el mejor postor. Firmada la escritura, llegó al atardecer con dos asistentes y tiraron a un vaciadero, no lejos del Camino de las Tropas, todos los muebles, todos los libros y todos los enseres de la casa. (Recordé con tristeza los diagramas de los volúmenes de Hinton y la gran esfera terráquea.) Al otro día, fue a conversar con Muir y le propuso ciertas refacciones, que éste rechazo con indignación. Ulteriormente, una empresa de la Capital se encargó de la obra. Los carpinteros de la localidad se negaron a amueblar de nuevo la casa: un tal Mariano, de Glew, aceptó al fin las condiciones que le impuso Preetorius. Durante una quincena, tuvo que trabajar de noche, a puertas cerradas. Fue asimismo de noche que se instaló en la Casa Colorada el nuevo habitante. Las ventanas ya no se abrieron, pero en la oscuridad se divisaban grietas de luz. El lechero dio una mañana con el ovejero muerto en la acera, decapitado y mutilado. En el invierno talaron las araucarias. Nadie volvió a ver a Preetorius, que, según parece, no tardó en dejar el país.

Tales noticias, como es de suponer, me inquietaron. Sé que mi rasgo más notorio es la curiosidad que me condujo alguna vez a la unión con una mujer del todo ajena a mí, sólo para saber quién era y cómo era, a practicar (sin resultado apreciable) el uso del láudano, a explorar los números transfinitos y a emprender la atroz aventura que voy a referir. Fatalmente decidí indagar el asunto.

Mi primer trámite fue ver a Alexander Muir. Lo recordaba erguido y moreno, de una flacura que no excluía la fuerza; ahora lo habían encorvado los años y la renegrida barba era gris. Me recibió en su casa de Temperley, que previsiblemente se parecía a la de mi tío, ya que las dos correspondían a las sólidas normas del buen poeta y mal constructor William Morris.

El diálogo fue parco; no en vano el símbolo de Escocia es el cardo. Intuí, no obstante, que el cargado té de Ceylan y la equitativa fuente de scones (que mi huésped partía y enmantecaba como si yo aún fuera un niño) eran, de hecho, un frugal festín calvinista, dedicado al sobrino de su amigo. Sus controversias teológicas con mi tío habían sido un largo ajedrez, que exigía de cada jugador la colaboración del contrario.

Pasaba el tiempo y yo no me acercaba a mi tema. Hubo un silencio incómodo y Muir habló.

-Muchacho (Young man) —dijo--, usted no se ha costeado hasta aquí para que hablemos de Edwin o de los Estados Unidos, país que poco me interesa. Lo que le quita el sueño es la venta de la Casa Colorada y ese curioso comprador. A mí, también. Francamente, la historia me desagrada, pero le diré lo que pueda. No será mucho.

Al rato, prosiguió sin premura:

-Antes que Edwin muriera, el intendente me citó en su despacho. Estaba con el cura párroco. Me propusieron que trazara los planos para una capilla católica. Remunerarían bien mi trabajo. Les contesté en el acto que no. Soy un servidor del Señor y no puedo cometer la abominación de erigir altares para ídolos.

Aquí se detuvo.

-¿Eso es todo? –me atreví a preguntar.
-No. El judezno ese de Preetorius quería que yo destruyera mi obra y que en su lugar pergeñara una cosa monstruosa. La abominación tiene muchas formas.

Pronunció estas palabras con gravedad y se puso de pie.

Al doblar la esquina se me acercó Daniel Iberra. Nos conocíamos como la gente se conoce en los pueblos. Me propuso que volviéramos caminando. Nunca me interesaron los malevos y preví una sórdida retahíla de cuentos de almacén mas o menos apócrifos y brutales, pero me resigné y acepté. Era casi de noche. Al divisar la Casa Colorada en el alto, Iberrra se desvió. Le pregunté por qué. Su respuesta no fue la que yo esperaba.

-Soy el brazo derecho de don Felipe. Nadie me ha dicho flojo. Te acordarás de aquel mozo Urgoiti que se costeó a buscarme de Merlo y de cómo le fue. Mirá. Noches pasadas, yo venía de una farra. A unas cien varas de la quinta, vi algo. El tubiano se me espantó y si no me le afirmo y lo hago tomar por el callejón, tal vez no cuento el cuento. Lo que vi no era para menos.

Muy enojado, agregó una mala palabra.

Aquella noche no dormí. Hacia el alba soñé con un grabado a la manera de Piranesi, que no había visto nunca o que había visto y olvidado, y que representaba el laberinto. Era un anfiteatro de piedra, cercado de cipreses y más alto que las copas de los cipreses. No había ni puertas ni ventanas, pero si una hilera infinita de hendijas verticales y angostas. Con un vidrio de aumento yo trataba de ver el minotauro. Al fin lo percibí. Era el monstruo de un monstruo; tenía menos de toro que de bisonte y, tendido en la tierra el cuerpo, parecía dormir y soñar. ¿Soñar con qué o con quién?

Esa tarde pasé frente a la casa. El portón de la verja estaba cerrado y unos barrote retorcidos. Lo que antes fue jardín era maleza. A la derecha había una zanja de escasa hondura y los bordes estaban pisoteados.

Una jugada me quedaba, que fui demorando durante días, no sólo por sentirla del todo vana sino porque me arrastraría a la inevitable, a la última.

Sin mayores esperanzas fui a Glew. Mariani, el carpintero, era un italiano obeso y rosado, ya entrado en años, de lo más vulgar y cordial. Me bastó verlo para descartar las estratagemas que había urdido la víspera. Le entregué mi tarjeta, que deletreó pomposamente en voz alta, con algún tropezón reverencial al llegar a doctor. Le dije que me interesaba el moblaje fabricado por él para la propiedad que fue de mi tío, en Turdera. El hombre habló y habló. No trataré de transcribir sus muchas y gesticuladas palabras, pero me declaró que su lema era satisfacer todas las exigencias del cliente, por estrafalarias que fueran, y que él había ejecutado su trabajo al pie de la letra. Tras de hurgar en varios cajones, me mostró unos papeles que no entendí, firmados por el elusivo Preetorius. (Sin duda me tomó por un abogado.) Al despedirnos, me confió que por todo el oro del mundo no volvería a poner los pies en Turdera y menos en la casa. Agregó que el cliente es sagrado, pero que en su humilde opinión, el señor Preetorius estaba loco. Luego se calló, arrepentido. Nada más pude sonsacarle.

Yo había previsto ese fracaso, pero una cosa es prever algo y otra que ocurra.

Repetidas veces me dije que no hay otro enigma que el tiempo, esa infinita urdimbre del ayer, del hoy, del porvenir, del siempre y del nunca. Esas profundas reflexiones resultaron inútiles; tras de consagrar la tarde al estudio de Schopenhauer o de Royce, yo rondaba, noche tras noche, por los caminos de tierra que cercan la Casa Colorada. Algunas veces divisé arriba una luz muy blanca; otras creí oír un gemido. Así hasta el 19 de enero.

Fue uno de esos días de Buenos Aires en el que el hombre se siente no sólo maltratado y ultrajado por el verano sino hasta envilecido. Serían las once de la noche cuando se desplomó la tormenta. Primero el viento sur y después el agua a raudales. Erré buscando un árbol. A la brusca luz de un relámpago me hallé a unos pasos de la verja. No sé si con temor o con esperanza probé el portón. Inesperadamente, cedió. Avancé empujado por la tormenta. El cielo y la tierra me conminaban. También la puerta de la casa estaba a medio abrir. Una racha de lluvia me azotó la cara y entré.

Adentro habían levantado las baldosas y pisé pasto desgreñado. Un olor dulce y nauseabundo penetraba la casa. A izquierda o a derecha, no se muy bien, tropecé con una rampa de piedra. Apresuradamente subí. Casi sin proponérmelo hice girar la llave de luz.

El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared divisoria, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehiculo? El salvaje no puede percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombre de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos.

Ninguna de las formas insensatas que esa noche me deparó correspondía a la figura humana o a un uso concebible. Sentí repulsión y terror. En uno de los ángulos descubrí una escalera vertical, que daba al otro piso. Entre los anchos tramos de hierro, que no pasarían de diez, había huecos irregulares. Esa escalera, que postulaba manos y pies, era comprensible y de algún modo me alivió. Apagué la luz y aguardé un tiempo en la oscuridad. No oí el menor sonido, pero la presencia de las cosas incomprensibles me perturbaba. Al fin me decidí.

Ya arriba mi temerosa mano hizo girar por segunda vez la llave de la luz. La pesadilla que prefiguraba el piso inferior se agitaba y florecía en el último. Había muchos objetos o unos pocos objetos entretejidos. Recupero ahora una suerte de larga mesa operatoria, muy alta, en forma de U, con hoyos circulares en los extremos. Pensé que podía ser el lecho del habitante, cuya monstruosa anatomía se revelaba así, oblicuamente, como la de un animal o un dios, por su sombra. De alguna página de Lucano, leída hace años y olvidada, vino a mi boca la palabra anfisbena, que sugería, pero que no agotaba por cierto lo que verían luego mis ojos. Asimismo recuerdo una V de espejos que se perdía en la tiniebla superior.

¿Cómo seria el habitante? ¿Qué podía buscar en este planeta, no menos atroz para él que él para nosotros? ¿Desde qué secretas regiones de la astronomía o del tiempo, desde qué antiguo y ahora incalculable crepúsculo, habría alcanzado este arrabal sudamericano y esta precisa noche?

Me sentí un intruso en el caos. Afuera había cesado la lluvia. Miré el reloj y vi con asombro que eran casi las dos. Dejé la luz prendida y acometí cautelosamente el descenso. Bajar por donde había subido no era imposible. Bajar antes de que el habitante volviera. Conjeturé que no había cerrado las dos puertas porque no sabía como hacerlo.

Mis pies tocaban el penúltimo tramo de la escalera cuando sentí que algo ascendía por la rampa, opresivo y lento y plural. La curiosidad pudo más que el miedo y no cerré los ojos. ~

 



 



 

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