Palabra
despreciada
Por Damián Tabarovsky
www.diarioperfil.com.ar, 5 de agosto de 2007
Muchas veces, la literatura se encuentra en la disyuntiva
de tener que elegir entre dos caminos: de un lado, repetir las formas,
cumplir con el mandato de la novela convencional, mantener el orden,
reproducir lugares comunes (los personajes deben estar bien construidos,
la prosa tersa, los
diálogos verosímiles). Es bastante poco probable que
ese tipo de literatura nos depare algo interesante pero, en cambio,
en cantidades abundantes, asegura el funcionamiento y la preservación
de la industria editorial, del mercado literario y de la prensa llamada
cultural.
Pero también hay otro tipo de literatura que se pregunta por
la forma (para ponerla en cuestión) y se interroga sin cesar
sobre las cuestiones básicas: cómo se escribe y cómo
se lee. Este segundo camino, adopta formas múltiples, diversas
y hasta contradictorias. Es por eso que la disyuntiva no es binaria.
No hay de un lado un camino y del otro, otro. Las cosas son de otro
modo: de un lado, un único camino; y del otro, infinitos.
Entre esos tantos modos antisolemnes, críticos y descentrados,
hay uno que consiste en entender la novela como un inmenso receptáculo,
una multiprocesadora, un reservorio de materiales diversos que, combinados,
funcionan de un modo implacable. Alguna vez Daniel Guebel dio esta
definición de su literatura: “De un lado, ingresa una serie
de materias primas bien reconocibles, y del otro, sale una cosa nueva,
que no se reconoce de dónde viene”. Dentro de esta tradición
extrema, acabo de leer dos novelas, ambas de jóvenes escritores
chilenos, que están entre lo más interesante que leí
últimamente (lamentablemente sus libros no se distribuyen en
Argentina, pero no dudo de que tarde o temprano circularán
por aquí).
Una es Caja negra, de Alvaro Bisama, publicada en Chile
en la editorial Bruguera en 2006. Nacido en 1975, columnista de la
Revista de Libros de El Mercurio,
la novela lleva un título programático: el texto es
una caja negra en donde confluyen fragmentos, impresiones, citas y
anotaciones, hasta el punto en el que es difícil reconocer
la existencia de una trama, de una progresión narrativa. Todo
cruzado con una impronta pop, deudora del humor del cómic.
Como si la novela de Bisama se instalara en ese punto en el que la
vida sirve para desembocar en un libro. O mejor dicho: libros hay
uno, pero vidas hay muchas. Por lo tanto, el libro se convierte en
la escritura de esa multiplicidad, de ese exceso de sentido. La novela
como una forma de la desmesura.
La otra novela es Navidad y Matanza, de Carlos Labbé,
publicada este año en España en la pequeña y
muy linda editorial Periférica. Nacido en 1977, Labbé
antes publicó la novela Libro de plumas. Navidad
y Matanza es una novela extraordinaria, por momentos perfecta.
En un artículo aparecido en Babelia, Labbé escribe:
“Un libro nos enfrenta a personajes de múltiples caras, que
son una sola”. Y así funciona su novela: como una interrogación
sobre los desdoblamientos de la identidad, sobre la bifurcación
de la trama y el arte de la digresión; como un rompecabezas
siempre incompleto o un juego de enigmas donde en realidad no hay
ningún enigma, ni tampoco ningún juego. La incerteza
como experiencia literaria.
También programático, el mencionado artículo
de Babelia está lleno de pistas para leer su propia obra. Primero,
la novela sobre la que Labbé eligió escribir: El
rincón de los niños, de Cristián Huneeus,
el texto más experimental de uno de los grandes excéntricos
de la literatura chilena. Y luego, la genealogía en la que
ubica a Huneeus: entre Mauricio Wacquez y Juan Emar, autores de novelas
tan geniales como extrañas. Genealogía que Labbé
construye bajo el paradigma del “anatema de la multiplicidad y la
evasión”, rasgos que describen a su propia novela. Y quizás
allí resida parte del encanto de ambos libros: en su dimensión
programática. Programático es una palabra hoy despreciada,
mal usada, y hasta olvidada, pero que sin embargo está en el
origen de lo más radical que dio la literatura moderna y contemporánea.