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Locuela
y Segundos. La novela viva y coleando

PorAlejandra Costamagna
www.otrolunes.com / Nº13, Julio 2010


Locuela, la tercera novela del chileno Carlos Labbé (1977), no quiere ser novela. No quiere principio, medio ni fin. Y aunque el autor recurre a Roland Barthes para cifrar el sentido del título como "forma enfática del dircursear amoroso", su Locuela, más allá de la inconsciencia del deseo rumiado, es el desdoble de un autor en sus múltiples personajes y el último llamado a una lectura despierta. Una novela que sacrifica la perfección narrativa en función de una vitalidad menos dócil, y que apuesta al lenguaje más que al argumento. Un libro que es también un estudio sobre la muerte o la posibilidad de anclar lo que está en movimiento y contar una historia mientras se está contando otra y otra y otra. Un libro, si se quiere, sobre la infancia mil veces multiplicada o un sueño realizado a medias, muy a la manera de Onetti y de Faulkner y especialmente de Roberto Bolaño, con locaciones bifurcadas entre un Santiago de Chile con calles, plazas y puentes noventa y nueve por ciento identificables, y una escurridiza ciudad austral de nombre Neutria.

Si Locuela se resiste a ser contada de manera rectilínea es porque emerge como un agujero más que como una máquina de historias. ¿Cómo contar lo que no se puede contar?, será la pregunta que circule como un mantra durante las doscientas y tantas páginas del libro. Pero la pregunta también podría ser ¿cómo leer una historia mientras se está leyendo otra? O bien: ¿cómo y por dónde infiltrarse en el laberinto de Locuela? Y aunque existen múltiples caminos sugeridos, en ningún caso la novela ofrecerá concreciones de un sentido acabado. Locuela parece sostenerse, más bien, en las oscilaciones del lector. Tal vez la única manera de ingresar sin trampas sea perdiéndose y convirtiéndose en una pieza más del juego. Es posible seguir, por ejemplo, la novela policial que el primer narrador intenta escribir, donde una mujer albina es asesinada. O bien seguir las anotaciones del diario de un escritor que escribe una novela policial donde una mujer albina es asesinada. O, en cambio, seguir la urgente carta de despedida de una mujer albina que escribe y se sabe escrita o soñada o dibujada, quizás, en un relato ajeno donde es asesinada. O no seguir ninguna de las anteriores, olvidarse de los sospechosos y las víctimas, y dejar que las líneas representadas confluyan y hagan corto circuito; que el paisaje se erosione, que los personajes y sus seudónimos se borroneen. Que la narración al fin se desintegre.

En una línea semejante figura Mónica Ríos (1978) con la novela Segundos. Uno podría pensar que en el debut narrativo de esta escritora chilena también rondó Bolaño. O al menos el Bolaño coral de Los detectives salvajes y 2666. Pero Mónica Ríos acota su universo en un puñado de recuerdos ochenteros, que emergen de los cuatro minutos y escasos segundos transcurridos entre un par de disparos supuestamente suicidas. Episodios funestos de una infancia a punta de Nintendo, televisión invasiva y milicos colados en un presente histórico dudoso.

La autora renuncia en Segundos a una trama exclusiva para tejer, más bien, un cúmulo de historias protagonizadas por adolescentes dislocados, pederastas, profesores dudosos, confabuladores, niñas desvirgadas, poetas románticos, extranjeros en sus propios suelos, suicidas y otros espectros de un territorio altamente espeso. Un lugar que es también la infancia armada de excesos, donde la violencia no sólo figura como amenaza latente, sino como el motor de las distintas versiones voceadas, supuestas o recordadas que los personajes y el lector irán barajando poco a poco hasta reconstruir los mapas posibles de un argumento tan sugerente como huidizo.

Pero si Carlos Labbé enfatizaba la conciencia del proceso de escritura desde un punto de vista más bien racional, las mejores cartas de Mónica Ríos estarán probablemente en los devaneos de la iniciación sexual y en las escenas asociadas a estos apetitos más o menos salvajes. Así, por ejemplo, una de las narradoras apuntará: "Sergio apretaba cada vez más rápido y a mí me dolía cada vez más, me sentí apretada, me dolían las caderas. De repente paró. Se quedó un rato así. Eso había sido, parece, eso era". Y otro personaje, con más años en el cuerpo, documentará el acto detrás de los matorrales: "De repente una pierna y otra de un cuerpo diferente: cuatro piernas. Piernas flacas, desnudas, pantorrillas de niñas. Dos cuerpos, manos, cabezas. Dos bocas, una muy grande y otra muy pequeña, juntas y sólo una mano que las separaba".

Lo que hacen Mónica Ríos y Carlos Labbé, en definitiva, es cuestionar las convenciones de un género cuya muerte ha sido anunciada y resucitada y vuelta a anunciar y que, sin embargo, sigue tan vivo y tan coleando. Pero el cuestionamiento, en rigor, no será en esta ocasión a la novela sino al facilismo del formato. Porque tanto Locuela como Segundos a la larga intentan dar un sentido narrativo a lo inenarrable. Y entonces las palabras del omnipresente Bolaño cobran todo el sentido de las circunstancias cuando establece que lo que cambia, "lo que permite que el árbol, si aceptamos darle esa figura a la experiencia literaria, se mantenga vivo y no se seque, es la estructura, nunca el argumento". Y que, en definitiva, "la estructura es la música de la literatura".

Locuela / Carlos Labbé
Editorial Periférica
Cáceres, España. 2009.

Segundos / Mónica Ríos
Sangría Editora.
Santiago, Chile. 2010.


 

 

 

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