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"Nota al pie": transferencia con un cuento de Rodolfo Walsh

Carlos Labbé
Istmo. revista de literatura & psicoanálisis /2011 / narrativa chilena




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Ni hablar mejor de quien reescribe, de quien nos edita. Todavía. En cambio el traductor está ahí para que le atribuyan la errata y la prosodia que no fluye; si alguien manifiesta que no le interesa la novelística de Clarice Lispector, de Ryünosuke Akutagawa, de Milorad Pavic, lo primero es responderle que no ha leído la traducción adecuada. Sin embargo el error de la traducción se reduce a un mismo recurso, señala León de Sanctis, ese traductor que yace en «Nota al pie», de Rodolfo Walsh: «el medio centenar de notas al pie con que mi ansiedad había acribillado el texto. Ahí renuncié para siempre a ese recurso abominable».[1]

El cuento empieza con la llegada de Otero, editor, a la pensión donde ha sido encontrado el cadáver de León de Sanctis, traductor que editorial la Casa ha empleado durante décadas. La vieja le entrega al editor la carta postuma del suicidado. El texto que describe el diálogo entre la vieja pensionista y Otero —a la espera de que llegue el comisario al lugar de los hechos— va página a página cediendo su espacio a la nota al pie que transcribe esa carta postuma. Se trata de un cuento que ningún editor querría incluir en algún libro: es arduo transferir la diagramación original con que se publicó en Un kilo de oro (1947) a la caja de página en cualquier otra edición; el efecto de la nota al pie que consume el lugar del cuerpo de texto corre el riesgo de perderse. Cómo glosar un cuento cuya forma no se puede transmitir sino mediante la copia exacta, el facsímil, el mimeógrafo, la fotocopia, la digitalización de su textura. Cómo llevar a cabo una interpretación sin traducir, sin entender, sólo descri­biendo. Cómo un texto puede ser traspasado de un lugar a otro sin dejar de manifiesto una alteración en ese primer lugar de su discurso y una reordenación ahí donde es llevado. Quizá existe una forma irrepetible en este cuento: la primera entre las últimas frases del traductor, esa nota al pie que empieza así: «lamento dejar interrumpida la traducción».[2]

He aquí la recuperación circular de un trabajo a medio camino —un libro de traducción pendiente remite a una carta suicida que remite a un trabajo de traducción pendiente—, y de la figura de un editor perplejo por perder a su más antiguo empleado. Otero es «su editor»: ejerce sobre él poder económico, corrige su trabajo literario y a la vez es suyo. Le pertenece. Es que el oficio de la escritura, la edición y la traducción tienen la gracia de ofrecer una permuta constante de roles. En su Tres ensayos sobre teoría de la sexualidad (1905), Sigmund Freud llama «transferencia» a la circulación de impulsos que fluyen recíprocamente entre paciente y terapeuta; hablar y escuchar son necesariamente acciones intercambiables para que haya diálogo, como intercambiables son los roles de traducción y escritura, traductor y traducido, objeto y sujeto. El término alemán que originalmente usó Freud para este fenómeno es übertragung, que según Bruce Fink está bien traducido al inglés —al castellano, agrego— como transferencia, sí,[3] pero que «literalmente se utiliza [en el ámbito germánico] para decir transmisión, traducción, trasposición o aplicación (de un idioma o registro a otro idioma o registro), en referencia a "nuevas ediciones o facsímiles de los impulsos o fantasías que se excitan durante el proceso de análisis"»[4]

El traductor de Walsh[5] —con sus dos lenguas, dividido entre la cansada conciencia obrera y la promesa de vida social burguesa que hay en la letra— acude al suicidio cuando se le hace evidente que el editor y su editorial, la Casa, no podrán traducirle de vuelta esa angustia que para él mismo es incomprensible. En un momento de su trabajo literario logró hacer hablar al diccionario inglés-español, imaginar que conversaban, pero ya las páginas no le hablan. Ahora está del todo solo en su pieza de pensión. La editorial era la promesa de una Casa y sin explicación se acabó esa promesa.[6] Sólo queda el silencio final, dejar la carta de despedida y pasar la lengua por el sobre una última vez. Qué pasa entonces con el editor que no clausura la transferencia, que quiere escuchar a su traductor y a sus escritores, que recibe las proyecciones de ellos sobre su propio cuerpo, que intermedia esos párrafos en los suyos para llevárselos lejos con tal de que no hagan daño: a dónde se los lleva, acaso los devuelve en forma de textos tachados, corregidos, anotados, rechazados, reescritos. Qué otra forma toma esta contratransferencia literaria más que la de una edición definitiva, la de un libro cuyas tapas aseguran que el flujo constante de las palabras se mantenga inerte ahí, sólo hasta que tú lo vuelvas a abrir y la transferencia empiece de nuevo en la primera página del cuento de Walsh: lamento dejar interrumpida la traducción.[7]

 

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[1] «En 1944 Walsh empezó a trabajar como corrector de pruebas en la editorial Hachette. Argentina era la gran potencia editora de nuestra lengua; en esa década la novela policial, subgénero antes desdeñado, conquistaba la aprobación de la intelligentsia y sobre todo de un público lector cada día más numeroso. Walsh aprendió su oficio haciendo traducciones para la serle de Hachette que, sin disimulo de sus propósitos, se llamaba precisamente "Evasión"» (José Emilio Pacheco, «Nota preliminar» a Obra literaria completa de Rodolfo Walsh, 1981). El cuento está disponible en todas las ediciones completas de Walsh, también en Internet:
"http://niusleter.com.ar/biblioteca/RodolfoWalshNotaalpie.pdf"

[2] Si en este cuento quien lee traduce a quien edita, y éste a su vez traduce el trabajo de quien traduce, cabe la posibilidad de que la carta del suicida -esa explicación para su muerte- sólo sea una fantasía del editor para no entender su suicidio, o para entenderlo a través de una negativa a entender. La nota al pie podría ser la carta del traductor suicida dirigida a su editor o la carta del traductor suicida que su editor imagina: sólo escuchamos una traducción del editor. Y la carta del otro, la de su autor, nunca es abierta. La suya es una nota al pie tachada nuevamente, por última vez.

[3] Este artículo es parte de un ensayo largo que preparo sobre el proceso de la lectura como transferencia en un sentido amplio, y específicamente en la relación entre texto literario y crítica, recepción, comentario, nota al pie, por la cual un lector determinado accede a un inconsciente literario que sería el reverso del inconsciente síquico personal: colectivo, contingente, relativo al entorno y a los conflictos concretos que dispusieron la superficie simbólica consciente del texto. Esta nota la escribo para traspasarte a ti, que lees esto, mi propia ansiedad al publicar una parte de este ensayo largo que no tengo certeza de terminar; también para que no taches mi trabajo copiándome -digo, traduciendo- mis elucubraciones sin un solo diálogo con mis palabras.

[4] Bruce Fink, Fundamentals of Psychoanalytic Technique. A Lacanian Approach for Practitioners, W. W. Norton and Company, Nueva York, 2007. La traducción es mía. Sin pudor declaro en esta nota que uso excitar en vez de despertarse para hacer énfasis en la calentura sexual que este verbo connota durante mis días en Santiago.

[5] Escribe Rodolfo Walsh sobre su propia diglosia de argentino Irlandés: «Mi padre era mayordomo de estancia, un transculturado al que los peones mestizos de Río Negro llamaban Huelche. Tuvo tercer grado, pero sabía bolear avestruces y dejar el molde en la cancha de bochas. Su coraje físico sigue pareciéndome casi mitológico. Hablaba con los caballos. Uno lo mató, en 1947, y otro nos dejó como única herencia» («Rodolfo Walsh por Rodólf Fowólsh», en Ese hombre).

[6] Pero esta idealización de la labor editorial, ¿de dónde viene? ¿Por qué en Santiago seguimos admirando la edición cuando proviene de Barcelona, Buenos Aires y México y no la de editoriales santiaguinas que durante veintiún años han florecido y han dado frutos literarios considerables? Habría que ponerle atención a esa lengua burócrata, arribista y proclive al abuso que quiere decir otra cosa por nosotros cada vez que hablamos en este castellano, y cuya historia detalla Ángel Rama en La ciudad letrada.

[7] El suicidado traductor del cuento se llama León de Sanctis, «el más sanguinario animal que sin embargo camina entre los santos» (la traducción es mía; aludo a Isaías 11:6, donde se anuncia un mundo diferente donde «morará el lobo con el cordero, y el leopardo con el cabrito se acostará»), Walsh dedica el cuento a la muerte de un amigo en 1954, un tal Alfredo de León. ¿Qué se traspasa desde una muerte hacia la ficción de una muerte? La extinción. El silencio impenetrable. En la traducción de mi lectura, ¿debo yo ser el comisario del cuento y preguntarle a Walsh si efectivamente él recibió la carta postuma de un obrero literario, si él era ese editor que no quiso enterarse de la muerte de quien traduce, de quien se hace cargo? La respuesta será el silencio impenetrable: el 25 de marzo de 1977, Rodolfo Walsh fue secuestrado por militares en una calle de Buenos Aires y nunca más nadie supo de él. ¿Entonces yo soy el comisario del cuento o, nuevamente y al infinito, seremos tú y yo ese editor que se niega a traducir en Chile, que prefiere dejar la muerte de su lengua como una nota al pie del libro policial? ¿Fue el editor o el escritor quien no quiso abrir la carta del detenido desaparecido?


 

 

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