Narración sumergida.
Sobre Locuela de Carlos Labbé
Por Antonio Jiménez Morato
http://www.artecontexto.com/es/. martes, 2 de febrero de 2010
Las novelas de Carlos Labbé son, como puede comprobar cualquiera que se acerque a ellas, curiosas narraciones que parecen estar construidas sobre la confusión y el discurso a borbotones de personajes sometidos a contextos extremos, narrados en el límite de la cordura y la enajenación. Y es muy habitual que una lectura superficial de ellas, de cualquiera de las tres que hasta hoy ha publicado como libros “convencionales” –largo aunque muy interesante sería hablar de sus experimentos en los que ha usado como soporte internet-, a saber: Libro de plumas (Ediciones B, Chile, 2004), Navidad y Matanza (Periférica, 2007) y la recién editada Locuela (Periférica, 2009), arroje la idea de una narración descoyuntada, alocada, más centrada en el texto, de tectus (tejido), en sí que en la armazón de la historia que sirve de excusa a la novela. Porque la narrativa de Labbé rompe de modo consciente la idea convencional que tenemos de una narración. O sea, que es perfectamente consciente de que la superficie de la narración, el discurso, es lo que constituye su existencia y lo que le da entidad en sí. Dicho de otro modo para que nos entendamos: una novela no es la historia que cuenta, sino el discurso que el autor genera en torno a esa historia.
Pero Labbé, de modo astuto, sabe que se debe ir más allá siguiendo ese razonamiento. Como buen lector de la realidad, sabe que ésta es una invención más. Podemos tomar como cierta la ficción y cuestionar los mecanismos en que se nos narra lo real. O, como hacen los personajes de Onetti, huir a espacios inventados cuando no queremos, o no podemos, vivir dentro del espacio en el que nos ha tocado. Lo que sucede en las narraciones del uruguayo –posiblemente el más actual de los grandes maestros de la narrativa hispanoamericana del siglo pasado- es que los personajes, convertidos ya en seres vacíos, abandonan la realidad. Pero en las novelas de Labbé, y en especial en Locuela, los personajes viven constantemente en una realidad, la de la novela, sin poder determinar con exactitud qué es cierto y qué es falso. Por ejemplo, Neutria, ese espacio imaginario que aparece en el texto, por qué motivo tendemos a imaginarlo como menos real que Santiago o Roncagua, ¿por qué no lo encontramos en una carta geográfica de Chile? ¿Qué nos mueve a pensar que ese Santiago es menos ficcional, más sólido y real que Neutria? Nada. Nosotros firmamos un pacto, y decidimos que lo que nos es conocido, lo que nos suena, es real. Lo otro no. Precisamente de ahí surge un movimiento artístico que es, en sí, la excusa argumental de la novela: El corporalismo. Sus bases son sencillas y claras: Hay que eliminar la obra de arte, ya que es apenas un producto que reclama el mercado y la sociedad, y enfocar la creación como una actitud vital. No más obras de arte, sino artistas, lectores. Del análisis e invención de ese movimiento surge un texto, que no es sino el ejercicio de un alumno –obsérvese el hecho de que todas las páginas están numeradas a la derecha, lo que enfatiza la idea de que no estamos ante un libro, sino ante un trabajo escolar- que poco a poco se toma muy en serio ese movimiento hasta tornarse el ejemplo viviente de él. Varias veces una de las voces de la narración, la Remitente, insiste en que todo es una écfrasis. La écfrasis es la descripción de una obra de arte visual dentro de una narración escrita. Todo lo que estamos contemplando no es más que la descripción de otra obra, la del Corporalismo.
O tal vez no, tal vez estamos leyendo ese discurso al que se refiere la cita de Barthes que abre el libro. Ese delirio verbal fruto de la imposibilidad de conseguir lo que se desea, la locuela del discurso amoroso. Una verborrea que muta, que nos es referida desde distintas voces que van cambiando al mismo tiempo, ya que El destinatario va usando de modo alterno la primera y la tercera persona, lo que refuerza la idea de que estamos ante la narración que el propio protagonista vertebra como obra de arte en sí.
No es un sinsentido, al contrario, es el excitante ejemplo de una obra que no se puede “contar” porque lo relevante no es la historia en sí, sino la experiencia de su lectura. Sorprendente y por eso cautivadora.