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Capítulo de una novela
interrumpida
Por Carlos Labbé J.
I
Recuerdo particularmente un viaje a Algarrobo con mi mujer y mi hija,
hace algunos años. Era enero y hacía calor. Llegamos
un viernes en la tarde, dejamos nuestras cosas en la casa y corrimos
a bañarnos. Ellas se metieron de inmediato al mar. Yo, por
mi parte, me tendí sobre la toalla, boca abajo, y me dormí.
Estaba cansado. Me había pasado las últimas cuarenta
y ocho horas frente al computador intentando redactar un artículo
que me había pedido el suplemento de cultura de un diario nuevo.
Tenía que hablar de Nathaniel Hawthorne, de cuyo nacimiento
o muerte, no me acuerdo, se celebraba un aniversario importante. Mi
mujer había leído hacía poco un temible cuento
de Hawthorne, titulado Ethan Brand, capítulo de una novela
interrumpida. Según ella, yo debía proclamar que
el escritor puritano era uno de los abuelos de la obsesión
de la narrativa actual, amparado en la frase con que concluía
el relato: “los restos de Ethan Brand se deshicieron en muchos fragmentos”.
Aunque era evidente que mi mujer se estaba riendo
de mí, no me pareció un mal punto de partida para el
artículo. Investigué un poco y descubrí que el
cuento mencionado estaba incluido en el volumen The snow image.
El nombre del libro me pareció fascinante. Sin embargo, me
empeñé en escribir lamentaciones sobre el hecho de que
la sugerente frase de Hawthorne se hubo transformado en un lugar común
de la tecnología. Al cabo de múltiples borradores, me
di por vencido: no podía poner en palabras por qué me
parecía trágico que la maravilla de esa snow image
ahora fuera una manera de nombrar un defecto en las pantallas de la
televisión. Así que salí a la calle, a tomar
aire. En el momento de pararme en la esquina, esperando la luz verde,
vi a mi mujer a lo lejos, en la otra cuadra. Estaba de espaldas a
mí. Por un segundo noté que alguien la tenía
abrazada y que su cara se unía a la de otra persona en un beso.
Luego enfoqué la mirada y me di cuenta de que ella estaba de
pie frente a la vitrina de una tienda de ropa. Enfrente de ella estaba
sólo su propio reflejo en el vidrio. Cuando nos encontramos,
me preguntó cómo iba aquello de la hipérbole
y me besó en la mejilla. Esa misma tarde partimos a la playa.
Soñé que me despertaba y caminaba hacia el agua con
mi hija. Ella me tomaba de la mano, pidiéndome que la acompañara
a las rocas en busca de conchitas. Era un sueño bastante realista,
sentía cómo la aspereza de las rocas me dañaba
la planta de los pies. Descubríamos una poza en la que había
un viscoso sol de mar. Ella me pedía que metiera la mano, porque
le atemorizaba la oscuridad de las algas que teñían
el agua marina. Recuerdo que la marea comenzaba a subir sobre la playa,
que mi mujer construía murallones de arena alrededor de nuestras
cosas para no mojarse o peor, para que no se la llevara la resaca.
Mi hija lloraba, porque ya no veía a la mamá desde las
rocas. Luego yo lograba por fin desprender el sol de mar de la superficie
a la que estaba adherido y comenzaba a nevar.
Me desperté sobresaltado por el frío. El cielo se había
abochornado y comenzaba a correr un viento estival. Mi hija jugaba
cerca, con un balde, palas y arena mojada. Me vio temblar, abrir los
ojos y levantarme de pronto.
-Papá, ¿por qué soñamos? –me preguntó.
-No sé. Debe ser por lo mismo que una toalla se tiene que secar
cuando se moja.
-¿Por qué?
En ese momento mi mujer regresó desde las rocas. Quería
que nos bañáramos los tres juntos. Le dije que ya. Entonces,
de repente, mientras caminábamos, me vino de golpe el recuerdo
de una antigua novela que alguna vez intentamos escribir en conjunto
con antiguos amigos. Tuve que sentarme sobre la arena a pensar en
la naturaleza de ese recuerdo. Mi mujer interpretó mal mi movimiento,
chasqueó la lengua contra su paladar y se alejó hacia
las olas, murmurando en mi contra. Hace tiempo que venía lamentándose
que ya no había comunicación entre nosotros. Yo trataba
de comprender, la amaba más que nunca, sin estridencias ni
vacíos, como el ruido del mar de noche, le decía cuando
estábamos acostados en nuestra habitación de la casa
de Algarrobo, pero ella se hacía la dormida. Entonces era yo
el que me quejaba, de manera silenciosa y con tristeza. Me invadía
una pena abisal o infantil, dependiendo con respecto a qué
quisiera describirla, da lo mismo, me invadía y yo intentaba
pensar en otra cosa que no fuera el sinsentido, la muerte, la soledad,
por medio de la contemplación detenida de las junturas de la
madera en la pared de enfrente a nuestra cama de dos plazas. Esa noche
me pregunté por qué la madera cruje con la temperatura
y no se quiebra. También vino a mi memoria un montón
de historias que los siete amigos nos dejamos en papeles sobre las
camas durante ese verano en el lago Ranco. Traté de recuperar
la trama que integraba esas historias, pero no pude. Sólo los
rostros de cada uno de ellos. De los siete. Las risas, las discusiones,
qué serios éramos, qué inteligentes. Una vez
me levanté al baño y no quise encender las luces de
la casa porque había luna llena y la noche estaba preciosa.
De repente miré hacia el living y noté un bulto sobre
el sillón, que se movía. Gemía. Gemían.
Nunca pude saber de quién se trataba. Recordé otra tarde
en que jugamos durante diez horas a las cartas porque llovía
mucho y no se podía salir. Estábamos encerrados. Y no
más recuerdos. Imágenes nevadas. Sólo el ahora,
el susurro del mar y la respiración de mi mujer, que se mantenía
con los ojos cerrados a mi lado. La besé en la mejilla. Ella
también los había conocido. Pero no a todos, y eso me
tranquilizó. Sólo había sido amiga de la que
me había invitado ese verano al lago.
II
Mi mujer abrió el ojo derecho. Me preguntó por qué
ahora tenía cara de pena. No le respondí. Te quiero
mucho, le dije. “Sabes”, dijo casi dormida, “a veces me gusta pensar
en la amistad que tenían Hawthorne y Melville. Pienso en nosotros
dos. Y no sé cuál sería cuál. A veces
yo soy Melville, a veces tú eres Melville. Pero a veces me
confundo y tengo que acordarme de Sartre y la Simone de Beauvoir para
quedarme tranquila”. Entonces me dieron ganas de llorar, cuando recordé
lo jóvenes que éramos. “Un joven jamás tiene
conciencia de su juventud”, respondió sarcásticamente
mi mujer. Le gustaba darme besos en los ojos. También me entristecía
la conducta de mi hija ante los dibujos que le hice en la arena mojada,
cuando me pidió que le explicara por qué había
querido regalarle nuestras toallas a un vagabundo, quien no las había
aceptado.
-¿Es un papá con una mamá y una hija en la playa?
—me preguntó.
-No —le dije—. No sé.
Por primera vez, mi hija me miró seriamente.
-El papá está loco. Hace cosas que no se pueden explicar.
Me senté en la arena para recordar mejor. Mi mujer, como señalé,
me miró con rencor y se fue corriendo a nadar. Después,
en la noche, antes de abrazarla y decirle que mejor se callara y viniera
para acá, me contó que cuando estaba en la playa se
empezaba a sentir como Virginia Woolf. Sin duda quería provocarme,
así que yo le respondí que más bien se parecía
a Alfonsina Storni. Ella se levantó bruscamente, me lanzó
una zapatilla y se fue a dormir con nuestra hija. Claro que volvió
al rato. Yo, mientras tanto, había tomado un cuaderno y había
trazado nuevamente el dibujo que había hecho sobre la arena.
Cuando mi mujer volvió a la cama, se lo mostré y le
pregunté qué creía que era.
-Fácil —susurró—. Somos nosotros dos cuando jóvenes,
imaginando con quién nos casaríamos.