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El Barroco

Presentación de "Locuela", novela de Carlos Labbé
/ Periférica, Madrid, 2009, 249 páginas

Por Diamela Eltit


Leo la novela de Carlos Labbé, Locuela, desde el centro mismo de la literatura. La leo como un juego, como un procedimiento, como un deseo agudo de escritura. La leo como simulacro. Como teatro.

También leo esta novela como detonadora de imágenes culturales. Federico Fellini hizo del cine un espacio autoral en el cual escenificó sus fantasías. Por supuesto hay que entender que esas fantasías son territorios culturales en los que están escritos unos deseos trazados de antemano. Mientras leía la novela de Labbé pensé en Fellini atrapado, cautivo por memorias de su infancia, o por sensuales imágenes femeninas que le permitían establecer un relato cinematográfico. Pero habría que comprender más finamente a un Fellini que necesitaba, él lo sabía bien, de esas imágenes para establecer una ficción. Y hasta se podría pensar que ni siquiera eran sus fantasías personales, digo, las de él, digo, estrictamente personales, ancladas a su particular imaginario, sino quizás pudo apelar a imaginarios colectivos hasta convertirlos en figuras técnicas a las que él obligaba a actuar "personalmente" parapetado en el oficio de un cineasta con oficio. Pensé en Fellini.

Pensé en ese universo femenino que pena, desvela y agobia al protagonista de Locuela y lo empuja a emprender sucesivos doblajes y pensé, cómo no, en Alicia en el país de las maravillas. Carroll o Carlos. Pensé también que yo no era capáz de recordar con exactitud Alicia en el país de las maravillas, no sabía enteramente cómo estaba organizado ese texto, tan citado, admirado y hasta fetichizado. Pensé que cómo pude olvidar sus articulaciones precisas, las de ese libro. Pero, sin embargo, la novela de Labbé o de Carlos o El que escribe la novela me hacia recordar (de manera en cierto modo falsa o ambigua) un territorio conceptual que no era capaz de delimitar y al que, sin embargo, volvía y volvía como un asidero posible o como una necesaria referencia. Recordaba una impresión de lectura difusa o confusa, la recordaba por el salto al vacío propuesto en la novela que estaba leyendo, por el intento del texto que leía de atravesar hacia el otro lado del espejo.

Al otro lado del espejo, en esa zona siempre ensoñada de la imposibilidad. Ese lugar en donde la física dice que no, que no, que no y el mito la suple, la nutre o la suplanta. Alicia es uno de los nombres, Neutria el más allá del espejo.

Quiero advertir que intento aquí conjeturar, avanzar hacia una posición, digamos, al otro lado del espejo, hacia ese lugar donde la lectura se vuelve peligrosa porque se arriesga a poner o a imponer sus propias tramas (de lectura) y que, por su ajenidad, debe ser entendida como una incursión o una escritura de la escritura. Y, por supuesto, una lectura siempre ficcional, literaria.

Leí la novela (como juego, simulacro o teatro de los estilos y de las técnicas, ya lo dije), una novela que requería sumergirse en una pluralidad, deshojarse a sí misma para así amplificarse mediantes situaciones circulares. Una novela que buscaba producir en sus círculos (en el sentido más borgiano) "lo mismo" pero interviniendo lo que se entiende por "lo mismo" para ingresar en el campo ilusorio de lo diverso.

O, como diría Freud, se trataba de una novela regida por el poder del significante que dispara significados que, en realidad proyectan, a la manera de un recuerdo o pantalla, la ilusión o un movimiento camaleónico que esconde la inamovible materialidad de sus cimientos conceptuales.

Las técnicas y diversas estrategias. Cuáles o cuantas técnicas y estrategias, pensé. Todas las posibles. Desde la ciudad letrada o amurallada planteada por Bolaño, esa ciudad cerrada, conformada por artistas que se desean, los protagonistas sociales de una letra sin más social que la urdiembre literaria, hasta llegar a los dilemas ultra teóricos abiertos entre biografía y escritura.

La universidad (católica), dice la novela, posibilita una escritura, pero en su lugar más sagrado -en la figura arquetípica del profesor- se aloja el asesino de la letra. La academia funda la erótica de la letra y su crimen. Pero esa misma universidad y su carrera de literatura es la que permite atisbar que para la literautura la biografía no se aloja en la bio, nunca en la verdad, sino en la ficcionalización de la bio, porque en esta biografía no bio, se establece la renuncia a los órganos, mediante el impecable placer constructivo, en las sucesivas versiones que aluden a una vida siempre improbable porque la vida-escrita no es vida-bio sino cultura viva. Es Barthes.

Una vida "nutriana" que dobla lo real, lo pliega, repliega y lo despliega.

Mientras leía Locuela, pensé cómo y en cuanto la literatura se ha detenido en el cuerpo, en sus particularidades, en sus excepciones. Pensé en Violeta, cuyo nombre color violeta, un color mortuorio, en cierto modo trágico, violáceo, se decolora hasta nombrar a la albina. Sí, porque la albina porta una pigmentación excepcional. Se va a blanco. La albina como suspenso de una norma, pero también como La Víctima Perfecta de una novela policial con un éxito de ventas garantizado de antemano, sí garantizado por la figura comercial de la bella albina. Pensé en el pelo, albino. Blanco, plástico, de muñeca.

Entonces ese blanco albino, material policíaco, puede abrirle paso a una escritura comercial o policial, esa esperanza (comercial), ese pelo plástico de la muñeca albina, ese crimen necesario que seduce a un mercado de crímenes, ya lo dijo el otro Carlos, Carlos Marx, que el crimen vende. Lo dijo Marx en un siglo complejo, muchos años antes que Joyce haya pensado la literatura como un territorio de citas y la cita como placer para el texto que la traga. Joyce imaginó el texto como una odisea infatigable sostenida por los dobles imperfectos de Telémaco y de Penélope.

Joyce siguió el juego literario "al pie de la letra", al pie de la Odisea. Pero mucho antes jugó Cervantes con un argumento que se sostenía en la materialidad de la literatura misma, no sólo al escenificar el poder del narrador como articulador del relato sino porque, en otro lugar y desde otro registro, daba cuenta de cómo operaban los modelos literarios de su tiempo y cómo transcurrián los paradigmas sociales de una España que ya se estaba despedazando. También lo hizo Quevedo, el otro poeta joven de un siglo demasiado antiguo, que satirizó sin ninguna cautela a sus contemporáneos, primero los convirtió en letra y construyó para ellos la rima perfecta que era capaz de contener sus hábitos tal como la corporización que es nada más ni nada menos que una corporación que desea lo imposible: el poder literario. Pero Carlos Labbé comprende bien que el campo literario se estructura a partir de un conjunto de rituales de sí mismo. Sabe que cuando se escribe una novela, digamos, literaria, sólo es posible hacerlo desde una cita a ciegas con parte importante de la literatura, una cita incierta, erótica, caótica, agotadora y liberadora. Una cita ciega, de una ceguera albina, blanca, tentadora, que invita al naufragio del que escribe, el mismo naufragio barroco, tan oscuro y poderoso, escrito por el poeta joven Góngora.

Labbé, Carlos, Carroll, El que escribe la novela, el destinatario, nos conduce hacia la escena de escritura, nos empuja a un escenario literario, en cierto modo frenético, barroco, técnico, ya lo dije. Y por su vértigo y por sus movimientos, podríamos imaginar que asistimos al umbral de un sueño. Un sueño regido por la agitación de una mano que escribe, que escribe en medio de la devastación de un sismo grado 8.8, justo en el centro de un alto edificio inseguro, en medio de una región siempre telúrica, pero nos recuerda a esa mano que ya ha escrito por siglos, porque la escritura, los estilos y las técnicas le pertenecen enteramente a la literatura.

Carlos Labbé nos aporta, con su tercer libro, Locuela, una novela muy impecable o muy notable que llega para incrementar el territorio literario de nuestro inminente porvenir.


 

 

 

 

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