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        MIRAMIENTO, HABLAMIENTO Y OBSERVANCIA 
        Por Carlos Labbé 
        http://www.sobrelibros.cl/
        Lunes, 31 de enero de 2011
         
        Me pregunto si existen páginas no científicas dedicadas al estudio del pestañeo;   cuántos ensayos literarios hay que nadie ha escrito, novelas, textos   filosóficos, poemas acerca de la respiración, los tiritones, la pérdida del   quicio o la cosquilla. En cambio sobre el acto de mirar es posible no sólo   toparse con columnas permanentes en los diarios, secciones especializadas en las   librerías, bibliotecas exclusivas, sino también con edificios enormes para   sentarse a ver, espacios públicos ocupados con gente que mira, y una millonaria   industria multinacional que no se detiene y que fabrica constantemente nuevos   signos visuales para la partitura del inconsciente cotidiano de miles de   personas: nuestra televisión y nuestro cine. Es difícil encontrar otra actividad   refleja, involuntaria, irreflexiva del cuerpo humano que esté teniendo más   efectos en el mundo que ocupamos. Quizá la escucha. Quizá la digestión. Quizá el   sexo, pero no el acto sexual tanto como el deseo; el deseo que no se piensa,   menos se enuncia y sólo dejamos estar ahí. En la mirada. La mirada era un acto   físico involuntario, dice el filósofo francés Jean-Luc Nancy en La evidencia   del filme, su ensayo dedicado al cine del iraní Abbas Kiarostami, pero con   la práctica de hacer y ver cine –tras largos siglos de preparación con el   dibujo, la pintura y, finalmente, la fotografía– se ha convertido en la   superficie de la conciencia. Para ningún ser humano es imperceptible ni gratuito   que alguien lo mire con deseo, con odio o con indiferencia, pero en occidente   las connotaciones de una mirada se asumen como un asunto privado, parte de las   concesiones que deben realizarse para convivir en el espacio público de la   ciudad, otra represión individual necesaria para la vida social. En Japón debe   ser distinto –por eso se visten de otra manera–, en el Sahara, en la Isla de   Pascua y en la reducción mapuche. En los países islámicos, señala Nancy, toda   mirada es una aproximación física, pública y elocuente hacia lo que miramos, y   así como un occidental no puede experimentar la pérdida del poder de sus ojos   mientras camina por un pasaje de Teherán sin arriesgarse a recibir un gritoneo   para él y la pena de lapidación para la mujer joven que ha malmirado, sólo   podemos acceder a mirar el mundo musulmán de manera nueva, con perspectiva   distinta, en el encuadre y el plano que elige un cineasta como el iraní   
 conocido para nosotros como Abbas Kiarostami. El filósofo bordelés   Nancy llega a señalar estas observaciones siguiendo un camino bien distinto a mi   chamullenta retórica santiaguina; entra y sale de la obra cinematográfica del   teheranés en un análisis fragmentario y recursivo, aunque en su método de   reflexionar a partir de la traducción del otro, de los títulos en iraní de la   filmografía de Kiorastami y las diferencias entre la cámara y los sujetos que su   objetivo imprime en el celuloide, resuena de manera tenue pero fundamental la   diferencia de mirada que hay entre su discurso escolástico, el mío y el del   cineasta: «Toda la película se inscribe en una evitación de la interioridad […]   La imagen, entonces, no es la proyección de un sujeto, ni su representación, ni su fantasma: es ese afuera del mundo en que   la mirada se pierde para encontrarse como mirada [regard], es decir,   antes que nada, como miramiento [égard] con lo que está ahí, con lo que   tiene lugar y continúa teniendo lugar».
        En base a sus observaciones a ¿Dónde está la casa de mi   amigo?, Close up, Y la vida continúa, A través de los   olivos, El sabor de las cerezas y El viento nos llevará,   Nancy acuña el contraste entre «mirada», ese impulso occidental, ambiguo,   escrupuloso, omnipresente, y «miramiento», un ocular acercamiento respetuoso   hacia el otro, que incorpora la certeza de que hay personas y lugares que no   pueden ser vistos por todos. La pregunta que queda entre líneas es por qué los   seres humanos necesitamos en algunos casos –en sociedades teocéntricas como la   iraní, por ejemplo– inventar leyes para normar un acto originalmente   involuntario del cuerpo como el mirar, y luego la cuestión cotidiana de cuál es   el sentido de esas leyes si la mujer seguirá pasando por una calle donde tres   hombres «se la comen con la mirada». Siguiendo la argumentación de Nancy, un   deber perdido por los occidentales es la toma de conocimiento de que nuestra   mirada no es neutra; que, por más ligera e interior que sea su naturaleza, todo   acto humano tiene consecuencia. La cámara de un cineasta sería la concreción de   esa necesidad ética, incluso en un mundo donde mirar es mal mirado: la distancia   entre mirada y miramiento en la cinematografía de Abbas Kiarostami –que hace   tiempo ya fue aplaudido en los más sofisticadas salas de cine y ahora se ha   vuelto materia de estudios académicos– cada vez que la proyectora se encienda   seguirá exponiendo la oposición chirriante del camarógrafo hombre y la mujer que   enfoca, de la filmación de personas vivas y la escenificación de la muerte, de   las imágenes polvorientas del mundo antiguo (el Irán rural) y la limpieza   contaminante del mundo industrializado (el Irán urbano).
        Hace algunos meses algunos de nosotros, como los iraníes del norte   en 1990, fuimos seres insignificantes en un terremoto. Kiarostami tardó un año   en tomar su cámara y salir a filmar, en Y la vida continúa, los mismos   paisajes que casi un lustro antes había capturado en ¿Dónde está la casa de   mi amigo? Las casas están derrumbadas, algunas personas han desaparecido,   muy pocas lloran; pero la falta de histeria, la ausencia de desesperación es   quizá efecto del equívoco entre documental y estrategias ficcionales con que el   propio director toma distancia de su mirada por medio de un actor que en medio   de los escombros juega a dirigir una película sobre otra película anterior. Este   juego de traducciones se extiende al análisis de Nancy, a quien la certeza de   que ficción y realidad son intercambiables convence de que la imagen debe dejar   de ser considerada una entidad ideal, en base a la comparación que realiza entre   el título original de la película en cuestión (La vida y nada más) y el   de la traducción francesa y española que ya conocemos: «la imagen aquí no es una   copia, un reflejo ni una proyección. No participa de esa realidad segunda,   debilitada, incierta y peligrosa que una pesada tradición le confiere. Ni   siquiera es aquello por medio de lo cual la vida continuaría: es, de manera   mucho más profunda (pero esta profundidad es la superficie misma de la imagen),   esto, que la vida continúa con la imagen, es decir, que se mantiene a sí misma   más allá de sí misma, yendo hacia delante». En esa dirección, toda persona que   trabaja con la mirada –quien sea que mire– debe saber que sus ojos son como una   cámara que tiende a transformar al objeto en sujeto, y no al revés. Así se hace   más grotesca aun la desvergüenza con que los trabajadores de la televisión   chilena se acercaron a las imágenes del terremoto en Talca, en Concepción, en   Talcahuano, en pueblos donde antes los veraneantes sólo iban a mirar el mar, no   a las personas que estaban ahí; como en Iloca, donde el niño Víctor Díaz   –convertido en el Zafrada, ícono de la compasión cruel ante la catástrofe, por   falta de miramiento hacia sus maneras– le confiesa al insistente periodista que   le gusta una compañera suya de la escuela. Le gusta porque es linda, pero sobre   todo por su hablamiento. El niño Zafrada no sabe que su ojo también es   una cámara de televisión. Observa la realidad que lo circunda con un modo   desaprensivo, sin la conciencia del registro que luego le permitirá revisar una   y cien veces lo que ha visto. Es capaz de escuchar el hablamiento en el habla   que le gusta; en el decir de su amiga entrevé una manera singular de decir el   mundo, un gesto propio para quedarse callado y enunciar eso que todos dicen   tantas veces parecido como si fuera lo único, porque entonces la distancia entre   ella y lo que dice se guarda, la palabra los acerca y ella lo toca en su propia   locuela. Señala Nancy que la palabra película tiene la misma raíz que piel, y que film en inglés significó alguna vez «membrana». Un   acercamiento verdaderamente superficial de la mirada debiera parecerse a   tocarse, con esa delicadeza.