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CARACTERES BLANCOS
EDITORIAL PERIFÉRICA, abril 2011. 160 pags.
[Adelanto]

Carlos Labbé

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Un hombre y una mujer deciden escapar de la ciudad al desierto. Llevan solamente dos botellas de agua y un cuaderno con las páginas en blanco. Cegados por el sol, pasan los días de ayuno leyéndose el uno al otro los capítulos que han escrito ahí con tinta blanca: el momento en que un padre descubre que su hija es un pez, el día en que los parques y los jardines fueron cerrados con candado para siempre, las aventuras de un aspirante a escritor en las playas argentinas; la reescritura del texto budista Dhammapada, de un libro de Nathaniel Hawthorne y de La vida breve de Onetti; la posibilidad de que alguien viva en las escaleras de un edificio, el estudiante que pregunta por el alma de Santiago a los oficinistas del centro, el asesino que culpa de sus crímenes a los Dimú, la visión profética que Pitágoras tuvo de los campos rancagüinos y la noche en que el desastre petrolero pudo ser evitado con la construcción de un arca.

Caracteres blancos, primer libro de cuentos del joven escritor chileno Carlos Labbé, uno de los narradores más singulares de toda Latinoamérica, es también una novela hecha de relatos que se preguntan si la oscilación entre delirio y austeridad es la única manera de hablar fielmente -en el desierto y con hambre- del amor.

*



Él habita al otro lado del agua.
BLAISE PASCAL

 

 

VARIACIONES DEL BOSQUE

Nadie puede servir a dos señores
EVANGELIO DE MATEO

Emerger, odiarme a mí mismo antes que al sonido mecánico del despertador. Agradecer, hundir la cabeza contra la almohada, lograr poner un pie en el suelo frío y luego el otro. Prender el calefón, correr desnudo hacia la ducha, mear, tocarme los pezones, cantar canciones gringas de la radio donde aparezca la palabra God, apagar primero el agua caliente para que se me congele por un segundo el cuero cabelludo. Enchufar la máquina de afeitar, lavarme la cara con perfume, secar cada uno de los dedos de mis pies y chuparme la palma de la mano porque tiene sabor a jabón. Abrir la ventana, sentir la desnudez de mi espalda contra el aire que viene de la calle, estirar los calcetines sobre mis piernas, enfundarme en el overol amarillo, tener el pelo húmedo y echármelo hacia atrás, detenerme y cerrar los ojos. Comer avena con leche. Murmurar un nombre, apretar el botón del ascensor, levantar la mano hacia el conserje que llora, escuchar los bocinazos, tomar el colectivo, alegar, querer, fingir, pagar, azotar la puerta del auto con la mayor fuerza posible, entrar en la bencinera, saludar o no saludar, poner el marcador en cero, apretar el gatillo de la pistola, llenar el estanque, llenar el estanque, llenar el estanque, transpirar, adivinar el color del próximo vehículo, palpar el pubis de la modelo del calendario y sentir que es papel. Que sean las quince horas, sacarme el gorro, lavar cada dedo de mi mano, encontrar las tijeras y tomarlas, meterme la punta del dedo índice en el ojo izquierdo, sentir que tengo algo y que ese algo revive. Despedirme con un garabato de los compañeros, escupir por última vez el suelo de la bencinera, entrar en el parque, en el bosque, seguir hacia el roble, el claro de la izquierda, las hojas de plátano oriental y con el aroma de los jazmines bajar el cierre del overol, desenfundarme y tenderme desnudo bajo el arbusto, no sé cuál es el nombre de esa planta, hasta que llegan los dimú. Los dimú caminan por mi vientre, construyen un palacio y la aldea, a veces solamente una colonia, conversan entre ellos, fundan linajes y se desafían, algunos dejan rastros de polen sobre mis muslos, un fino polvo gris y amarillo.

Hoy hubo una variación. Por una vez tuve que abrir los ojos, inquieto por el sonido de pasos humanos. Entre las ocasionales gotas de lluvia que caen resplandecientes sobre cada hoja se escucha el retumbar de los pies de una niña a través del bosque, me dijo el dimú. Una niña que se entretiene escupiendo a los arbustos y cortando las ramas. Quédate tranquilo, respondieron, y posaron cuatrocientas hojas sobre mi cuerpo. Quédate tranquilo, escucha: la niña caminaba nerviosamente, de pronto apareció un hombre. No estoy seguro si eran hipos o gemidos o susurros, ni quién hacía qué, aunque en un momento la niña no dio más y se acostó en el pasto, con las manos abiertas y los brazos cruzados sobre el pecho. Entonces el hombre se sentó junto a ella para pedirle que se quedara quieta. Los dimú vinieron a mis oídos, así pude escuchar el fin de la conversación entre la niña y el hombre, justo antes de que ella intentara correr y yo pudiera notar el brillo de unas tijeras en la mano de él:
–Yo estaba perdida en un bosque a la mitad de una ciudad súper fea, rodeada de dimú, ¿cierto? ¿Salía arrancando y tú venías a salvarme?
Ella no alcanza a gritar. Yo tampoco grito.
Cuando oscurece tengo frío, los dimú se esconden. Entonces me levanto, me estiro, me peino, me calzo nuevamente el overol y los zapatos, silbo una melodía que escuché en la bencinera, salgo del bosque, del parque, agradezco, tomo el colectivo de vuelta, saludo al conserje que bosteza, subo al ascensor, aprieto el botón, siento el frío de la llave en mis dedos, entro, me tiendo, veo la telenovela, me como un pan con margarina. Vuelvo a agradecer, me pongo el piyama, me cepillo los dientes, me lavo los pies, enjuago bien las tijeras, pongo mi nariz en el chorrito del bidé, hablo por teléfono, lavo los platos, corro la cortina roja de mi pieza, apago la luz, programo el televisor porque sé que en media hora estaré dormido.

 

 

EL PROPIETARIO DE TODO

El sol nos despertaba al iluminar nuestro cuerpo desnudo en medio de los arbustos frondosos, mojados como la superficie de sus hojas por el rocío. No éramos capaces de acordarnos de nada más que una infinidad de sonidos que no alcanzaba a salir por esta boca y a través de estos dedos para escribir eso importante, acá. Corríamos durante horas entre el ramaje descomunal, saltábamos las raíces que agrietaban el pavimento, teníamos cuidado de no despertar la curiosidad de las criaturas y llegábamos hasta el enorme enrejado, veíamos sus puntas inalcanzables, el fierro, el óxido y ninguna manera de trepar. Se trataba de un jardín botánico en medio de la ciudad que nunca ha existido, que fue arrasada por el fuego o que continuará siendo la misma, siempre: el cerro San Cristóbal, la Quinta Normal, Madrid, Bogotá o Bengaluru, si conociera alguno de esos lugares y verificara que existen.

Cercado por los fierros inexpugnables, soy incapaz de escribir –todos los demás pertenecen a tres clases, algunos prefieren comer, beber, reír y deleitarse, otros buscan su liberación de este enredo material, y luego están aquellos que buscan la verdad absoluta– justamente porque soy capaz de imaginar en esta página –si lo quisiera– cualquier palabra que haya salido de la mano de un ser humano, innúmeros párrafos en libros, revistas, diarios, cuadernos, mensajes electrónicos, discursos, signos rayados en la arena que la marea disuelve si sube, dibujos en cavernas sepultadas y transcripciones de lo que hablamos el momento de nuestra muerte, la primera frase de tu hijo, el susurro en mitad de una noche cálida, la arenga, el petitorio, el lugar común y la oración: el que tenga oídos, que oiga.

Cuando nos sentábamos frente a la ruina de una fuente de donde caía a raudales un agua que más allá era acequia, río, lago y también océano –si hubiéramos sabido dónde despertábamos– nos sobrevenía un solo recuerdo. Hay un niño de cinco años que sostiene un globo, lleva zapatillas, una polera a rayas rojas, verdes y blancas, está perdido en medio de la muchedumbre ese domingo en que cree tanto en Dios y tanto Dios cree en él que, al mirar hacia arriba a ese hombre que le da la mano, se da cuenta de que su papá será su enemigo mortal. Pronunciábamos la palabra: papá.

Entonces nos llegaba –en frases difíciles de seguir– la convicción de que si dejábamos que escribiera quien no escribe para que leyera quien no lee, y así pudiéramos entender eso que no puede ser explicado, íbamos a ser capaces de anotar nuestros pasos sobre el pasto húmedo, mirar en torno y entender que más allá había árboles frutales que nos darían de comer, que en ese lugar los primeros días del verano se alargarían todo el año. Y que cuando llegara la noche, el nombre del narrador, el final del cuento y la explicación de la historia, alguien vendría con un manojo de llaves a abrir de par en par las puertas herrumbrosas del jardín botánico.



 

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