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            | Diamela Eltit  | Carlos Labbé  
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        Impuesto a la carne. Diamela Eltit. Editorial Seix Barral. Santiago,   2010
            CINCO CORTES Y LA NOVELA SIGUE INTACTA
        Por Carlos Labbé 
            http://www.sobrelibros.cl/
            
        
        Rajar la página impresa para que diga lo que yo quiero, mirar a través de otra   persona en busca de algún deseo mío entre los suyos –como si fuéramos   trasparentes yo y ella, no un vaivén de blanduras y escarpados incomprensibles–,   abrir la carne enferma pero viva aún con un cuchillo: ¿es todo eso curar o   agredir? Naturalmente no hay posibilidad de comparación entre la enfermedad, la   pena, la sacudida, el abandono, el dolor orgánico de quien permanece en un   pabellón clínico esterilizado, bajo luces blancas homogéneas, oyendo apenas el   tenue susurro de las voces que discurren sobre su estado de salud con   afectación, no hay comparación verbal posible entre esa persona enferma y un   libro aislado, mustio, sin dobleces en sus páginas ni subrayados en sus párrafos   porque se publica como parte de una obra monumental, como otro archivo que   agregar a los bien resguardados libros de la memoria de una nación cuyos   integrantes no recuerdan sino a través de vidrios –pantallas, espejos,   vitrinas–; le tenemos alergia al polvo, al esmog, a la neblina de tanto que   escapamos del polvo, del esmog y de la neblina. Impuesto a la carne, de   Diamela Eltit, novela de portada pulcra y bien ordenada en los anaqueles de las   librerías de Santiago, absorbe en su primer párrafo el elocuente silencio   crítico de los pasillos clínicos por donde las reseñas de prensa remedan el   resumen de su contratapa: «Nuestra gesta hospitalaria fue tan incomprendida que   la esperanza de digitalizar una minúscula huella de nuestro recorrido (humano)   nos parece una abierta ingenuidad». 
          
          Mientras leo en estos   capítulos cortos que una narradora doliente habla de sí misma como si fuera otra   persona, rodeada de otros dolientes que seguramente hacen lo mismo, y de   especialistas que interpretan sus síntomas como una rutina indescifrable cuando   hordas de fanáticos aplauden a esos expertos, no puedo evitar llenar las frases   de papeles, encochinar y achurrascarlas con rayas y mugre y dobladuras para   hacer notar que, si esta imagen de una madre y una hija enfermas durante siglos   en un hospital parte como un ácido comentario de Eltit a la acomodada lectura   reduccionista hacia su propia obra por parte de la crítica literaria de todas   las Américas, la constante reiteración del esquema narrativo a medida que avanza   esta novela amalgama a la madre, la hija, el hospital y sus siglos en una sola   entidad que no es más que el sonido de su propio discurso, un cuerpo latente que   no se define ya por su vida sino por la carencia de ésta en forma de supuración,   de tumor que lo desencarna, de hinchazón que borronea los contornos de un órgano   que sana al decirse bien. Pero yo estoy sano; por eso puedo leer tranquilamente   en mi asiento esta novela, marcar sus páginas con calma y paciencia, escribir   esto: paciente, sano y enfermo varias veces. Aunque nadie más que uno puede   saberse sano o enfermo, esa sensación o ese conocimiento, ¿está hecho de   palabras? Porque si las palabras existen para que uno vaya y venga a través de   la otra persona –como si fuéramos trasparentes yo y ella–, toda enunciación   foránea sobre la salud propia está destinada a sacarnos desde este cuerpo aquí y   ahora hacia una duda, hacia una pérdida de corporalidad donde el yo también es   signo, mancha, mugre, dobladura en uno mismo que puede significar otra cosa,   entonces cada experiencia se vuelve parte de algo más, expectativa. De la misma   manera Impuesto a la carne ofrece a una madre y una hija enfermas   durante siglos en un hospital como un recurso perfectamente comprensible desde   el punto de vista verbal e incomprensible desde la lógica referencial –igual que   puedo enunciar que este cuerpo mío tiene unas manos que teclean– al que volvemos   en cada uno de sus capítulos breves: como la escena callejera de Lumpérica, como las ambigüedades de Coya en Por la patria,   como el sincretismo en el relato de El Padre Mío, como la filiación   sexual pre genital en El cuarto mundo y Los vigilantes se   trata no ya de narrar mediante la esperanza en el progreso de una narración,   tampoco con la recurrencia a una figura retórica cuyo correlato provee a esta   lectura de una historia, sino a partir de la alegoría entendida como fuga   constante de sentido. 
          
          El corte que en cada párrafo de Impuesto a la carne produce frases breves –su prosodia concisa la   separa del corpus de novelas de Eltit– es análogo a la intervención médica que   en cada página niega al lector la posibilidad de un diagnóstico crítico certero   y abarcador de lo que se está hablando: en mi propia lectura hice cinco   anotaciones como cortes al discurso de la mujer enferma que es hija y al mismo   tiempo su propia madre, cinco presunciones de lectura que fueron negándose a   medida que se sucedían, para finalmente rechazar también la certeza ya a esta   altura asumida en el cuerpo crítico latinoamericanista de que sólo esta   literatura de hipótesis puede abarcar una sociedad ilegible, de que en una   literatura sobre el caos débil y supurante debe subyacer por lo menos una   metodología científica de presunción, prueba y exhibición del resultado. El   libro es entonces lo que se exhibe detrás de un vidrio, intocable, no el insulto   ni el mareo, el miedo ni el impulso de conservación que provoca caminar rápido   un sábado en la tarde por las calles santiaguinas –por ejemplo– de Ñuñoa entre   los barristas fanáticos de algo que ellos mismos no conocen, pero intuyen como   el último resabio de una épica colectiva, una lucha por traspasar en masa y   ciegamente a otros que son iguales a ellos en su oposición, con sus cantos, sus   gritos y sus tajos. Le hago a las páginas de Impuesto a la carne cinco   cortes, cinco hipótesis de lectura. Primero: la relación entre esta madre y esta   hija es una enfermedad simbiótica desde el inicio, el inevitable momento en que   se curen será la muerte de alguna de ellas y sin embargo esta interpretación   deja fuera las constantes menciones de la narradora a la patria, a la nación, a   la colectividad y al control de los cuerpos. Segundo: esta madre es la identidad   colectiva, esta hija la individualidad síquica que surge de ella. La madre es   una invención afiebrada de la hija enferma, intervenida, controlada, no obstante   lo cual la misma narradora señala que el hospital donde padecen es la nación   colectiva, y no esa madre que tiene dentro de ella. Tercero: la madre es la   historia, el discurso contingente, mientras la hija es la literatura, el   discurso ficcional. Cuarta incisión: la madre es la lengua, la hija es el habla. 
          
          Cualquiera de estas alegorías está incompleta y es forzada. Para   hacer una tesis a partir de ellas tendría que inclinar demasiado mi torso sobre   el libro, agarrar estos papeles de otra manera, doblar la espalda para fingir   que no estoy escribiendo en un computador, hacer que desaparezcan estas líneas   entre decenas de anotaciones que mis manos harían aunque les doliera la madera   del lápiz para que a este discurso se le impusiera por fin una lectura carnal.   Yo mismo me volvería un publicista, un periodista, un doctor, un enfermero, un   integrante de las horas de fans que exigen a la novelística de Eltit la cabeza   de una épica fundacional corpórea, fetichista y adecuada para estos tiempos   incomprensibles que han durado doscientos, cuatrocientos años en Chile y   nuestras Américas. «Los archivos del país o de la patria, de toda la nación, no   estaban preparados para nombrarnos ni menos para acoger un hecho tan irrelevante   como nuestro ingreso a una vida civil todavía indeterminada», responde la novela   con otra adivinanza. Naturalmente, la única narrativa que comparten un cuerpo   vivo –sano o enfermo– y un libro –leído o envuelto en un plástico trasparente–   es la certeza de que va a ser destruido con el tiempo. Esa es una pista   inequívoca, una frase de la cual uno se agarra para resistirse hasta el final al   diagnóstico aleopático y eficaz que quiere reducir la escritura política a una   novelística de lectura especializada. Y sin embargo, en su penúltimo capítulo Impuesto a la carne expresa su esperanza en que de tanto narrarnos como   enfermos entre nosotros surja la «mutual del cuerpo», luego la «mutual de la   sangre» y finalmente la «comuna del cuerpo y de la sangre»: un cuerpo colectivo,   ¿cómo es posible imaginarlo ahora? En un mundo anestesiado, sólo durante la   experiencia corporal límite perdemos la trasparencia ante la otra persona, y así   nos es posible sostener una instancia común, colectiva, sin individuo. Sin   lengua, hablando: ese será el momento crucial en que los libros cumplirán el rol   de pronunciar esa comunidad, para que no nos volvamos nuevamente «la jauría del   hambre y del abandono» ni sigamos siendo lectores movidos por la carencia,   imposibilitados de observar el límite de la alegoría, blogueros fans de otros   escritores y barrabravas de las editoriales. Porque mientras la literatura   terminaba de mezclar historia, propaganda y relato, la medicina desgarró a la   cirugía del oficio del carnicero. En ese momento que alguien, un paciente   –seguro que tenía un lápiz y un libro entre sus manos– observó que las fibras   humanas como las vegetales –pero el papel no– crecen, se reintegran y se cierran   una vez que han sido intervenidas. Hay una posibilidad de mutualidad mientras se   la pueda pronunciar. La última posibilidad alegórica en Impuesto a la carne es que esa hija sea la Historia, la construcción humana en esa tierra, en   ese suelo que es la madre. El último capítulo muestra cómo ambas son trituradas   por máquinas que las desarraigan, las funden, las enfrían, las compactan, las   vuelven materia sin poros, inertes, bloques fríos que serán exportados a China,   y con los cuales harán cuchillos para hacer incisiones a otras personas   enfermas.