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Una vaga capacidad de escuchar a otro. Literatura y economía de crisis.

Por Carlos Labbé
Revista Aurora Boreal de Dinamarca


«Todo se mueve como un péndulo cuyo movimiento a la derecha es idéntico a su movimiento a la izquierda, porque su ritmo es el de la compensación». Dicen que esta frase tiene más de doce mil años de antigüedad y que la escribió un egipcio llamado Hermes Trismegisto. Pero, ¿quién se acuerda de este autor, salvo justamente cuando recurre al adjetivo hermético, para decir que algo está extremadamente cerrado, un frasco de mermelada, el lugar donde se reúnen los físicos cuánticos o -hablemos de literatura- una serie de palabras que son incomprensibles, un versículo del mismo Quibalión de Hermes o una serie de siglas y cifras -el Nasdaq, el Ipsa, el Bovespa y el Nikkei bajaron un punto esta jornada-, a partir de las cuales un experto traduce cantidades de dólares que se pierden en la nada y luego augura la quiebra de empresas en todo el orbe, muchas personas ya no tienen trabajo, otros recibirán menos sueldo, alguno asaltará como medio de subsistencia hasta que le dé muerte a otro y ese límite de convivencia se termine de romper.

Dejo de lado la tentación de hacer una historia etimológica para preguntarme si la incertidumbre de Hermes y la que hoy pronuncian al desayuno Alan Greenspan, el presidente del Banco Central de Chile José de Gregorio y otros filósofos seguidores del escocés Adam Smith es la misma, si podemos traducir esa noción egipcia o griega al idioma instrumental de hoy. Cuando me dicen que no hay dudas sobre el origen de esta incertidumbre -la economía- me pregunto si acaso es posible delimitar, definir, creer que hay un solo campo de estudio para esta disciplina que a tanta gente tiene amedrentada, insomne, en la ruina, sin vida de tanta codicia, de tanta rentabilidad y productividad, si es posible estudiar de otra manera esta rama de la matemática, quizá la más abstracta de las tradiciones del pensamiento y paradójicamente la que mayor cantidad de muertes ha provocado -los suicidios y también los asesinatos masivos de todas las guerras desde el siglo XVIII-, después claro está de ese otro sistema abstracto que es la religiosidad eclesial.

Y acabo de referirme a dos lugares casi siempre idénticos desde donde la palabra y la acumulación de palabras, a diferencia de la literatura, se vuelven un ejercicio que los seres humanos practicamos para no saber lo que le pasa al otro, no para comunicarnos sino para fijar una posición en el mundo y asentarnos con firmeza, sin permitir duda alguna en otro miembro de nuestra jauría de que este sitio en la literatura latinoamericana -acá donde mismo estoy sentado escribiendo- me lo gané porque me pertenece y a ciencia cierta soy lo que soy porque confluyeron en mí la genética, el patrimonio económico, la educación, la retórica y la capacidad que tenga de hacer publicidad conmigo mismo: esa misma ciencia -todas sus ramas, incluyendo el darwinismo y el marketing- es un discurso de certeza, un púlpito desde donde se echan a correr signos que sólo buscan aceptación, acatamiento -el de una lengua impuesta por Washington, Madrid y Barcelona que nos hace olvidar nuestras chuchadas y apapachamientos originarios- y no escucha ni responde, como si nos quisieran convencer de que el solo sonido de sus cifras y siglas constituyen al mejor individuo de la especie -mejores que una conversación en la madrugada, que una novela que no queremos cerrar, que la palabra difícil que no se dice porque el otro ya te la adivinó-, y por ello el único que sobrevivirá; así, cuando uno se atreve a intercalar un buen chiste ofensivo, un relato que no tiene principio, medio ni fin, un epigrama o una cita -digamos- de El Quibalión como respuesta a la anunciada crisis de la nación chilena o de occidente o donde sea, la risa de un padre economista se escucha aun más fuerte que el aullido del líder de la jauría. Y no otra cosa pasa año a año en el mercado editorial, donde las novelas, los libros arcaicos, los chistes crueles y las páginas de epigramas son los primeros cuya publicación se suspende cuando hay incertidumbre, porque en el negocio de la literatura hay certeza de que siempre habrá incertidumbre. Y el otro extremo es el texto sagrado, oculto de la certeza científica y su economía, de esa verborrea segura de sí misma porque es justamente un texto, un tejido, un entramado, un coro y una multiplicidad eterna como nunca son las personas, cuya primera hebra nunca podremos terminar de desenrollar.

Y aunque la literatura circula en el terreno intermedio del discurso científico y el texto de la verdad, de la verdadera certeza que no se dice -ojalá lejos del primero, con la mirada en el horizonte del Quibalión, del Bhagavadgita y el Apocalipsis aunque un solo poeta, novelista o músico nunca termina de cruzar el desierto por su cuenta, y no hay nombre con apellido que haya escrito una palabra que pueda llamarse inefable-, aunque arranquemos de la economía global que nos acecha para no morir de una segura inanición, la literatura no es el lenguaje de la incertidumbre. Porque la incertidumbre es un tema tan chileno -el tema del miedo- y no una forma; porque la literatura no es un discurso ni un texto, sino una escritura. Una escritura en la intimidad de un sujeto, de una persona como cualquier otra que busca alejarse de la jauría para que un lector lo encuentre y se encuentre a sí mismo lejos de ahí mientras lee contradicciones, paradojas, alegorías, imágenes, malentendidos, figuras, ecos y un silencio donde puede recoger su lengua y los otros recogen la suya. En su nota Figuras de una creencia, el ensayista Martín Cerda hace la prueba de definir la literatura como «una vaguedad», pese o gracias a que se trata simplemente de fijar en el papel o en la pantalla una sucesión de palabras con cierta intención. Hay más lecturas que posibles movimientos de un péndulo, creo; «todas las cosas están en permanente cambio», dice también Hermes Trismegisto, y el que ejerce la literatura nunca terminará de creerse, de imaginar que se siente seguro y salvado con cada libro que empieza a leer o a escribir. Lo mejor es que cada nueva página destruya nuestras convicciones porque sólo así es posible escuchar a alguien más.

 

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Carlos Labbé, Chile, 1977. Se licenció en Letras con una tesina sobre Juan Carlos Onetti. Más tarde obtuvo un Magíster en Letras con una tesis sobre Roberto Bolaño. Ha publicado artículos y ensayos, dos poemas, la novela hipertextual Pentagonal: incluidos tú y yo (2001), las novelas Libro de plumas (2004), Navidad y Matanza (2007, con edición en alemán en 2010) y Locuela (2009), y los discos de música Doce canciones para Eleodora (2007) y Monicacofonía (2008). Compiló la antología Lenguas (dieciocho jóvenes cuentistas chilenos) (2005). Ha participado en la dupla pop Ex Fiesta y en la banda Tornasólidos. Entre otros trabajos de escritura audiovisual, ha coescrito con Cristóbal Valderrama las películas Malta con huevo (2007), Yo soy Cagliostro (en preproducción) y El nombre (en producción). Fue parte del sitio de investigación Archivodramaturgia.cl, ejerce la crítica literaria en la revista Sobrelibros.cl, que también dirige, y desde 2008 es fundador y editor, junto a Mónica Ríos, del sello Sangría Editora.


 

 

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