Navidad y Matanza: el desasosiego del juego
Por
Nicolás Cornejo
En Taller de Letras 41, de la Pontificia Universidad Católica de
Chile.
Santiago, diciembre de 2007
Un grupo de jóvenes científicos experimentan dentro
de un laboratorio con hadón, la droga del odio. Entre tanto, como
si fuera la única posibilidad de salida, los científicos escriben
periódicamente, de acuerdo a las reglas del juego, e intentan construir
una novela juego a catorce manos. Algo similar sucede en la realidad:
el escritor Carlos Labbé (Santiago de Chile, 1977) juega con un grupo
de amigos a escribir una novela. El premio: La autoría de Navidad
y Matanza, una novela publicada por editorial Periférica
en España y que se presenta como el macabro puzzle de la desaparición
de dos hermanos, cuyas piezas recoge un joven periodista, que a la
vez es el narrador escogido por el grupo de científicos para llevar
a cabo su experimento de escritura.
Navidad y Matanza es una novela con una doble
articulación: por una parte está la estructura que presenta cada capítulo,
sin un orden claramente secuencial, obligando al lector a retroceder
en la lectura para descubrir entre letra y letra de quién es la voz
que habla y, con ello, pretender dar respuesta al oscuro misterio
que viste la desaparición de Bruno y Alicia Vivar, hijos de una acomodada
familia, cuyo padre –a ratos con otro nombre, chapa o identidad- Juan
Francisco Vivar era un exitoso empresario de juguetes. Por otra parte,
Labbé articula ágilmente la desaparición como eje central y reiterativo
en Navidad y Matanza, donde se pasea desde una desaparición de lo
posible, es decir, la de los hermanos Vivar, como también la de algunos
científicos que además de trabajar con hadón, la droga del odio, escriben
esta historia de desapariciones, casi de manera profética, aunque
solo sea un ejercicio del pasado. Pero esta superposición de historias
no hace más que erguir la tesis de que toda desaparición es un puñete
irascible, aterradoramente violento. Dos lecturas entonces aparecen:
El secuestro de Perec y Los niños en el bosque de Onetti.
La desaparición no es una acto de magia, aunque eso podría ser la
mayor alegoría del juego. No es coincidencia, a mi parecer, que el
padre de familia, el padre de la moral de una fracción de la sociedad,
tenga una empresa de juguetes; se acerca a la imagen de Rochet, el
Castillo del Juguete, que por muchos años se ubicó en José Domingo
Cañas, lugar que funcionó, en tiempos de dictadura, como centro de
detención y tortura de la DINA y la CNI, empresas peritas en hacer
desaparecer gente bajo el amparo del Pinochet. En palabras del narrador
periodista, la familia de los Vivar no es tal como se pinta: “Más
que una familia, no parece arriesgado afirmar que los Vivar eran un
grupo de personas unidas por una permanente perplejidad ante el hecho
de tener que compartir otra cosa que un anhelo de posesión” (37).
En este sentido, la familia se transforma en una condición azarosa,
un grupo de personas que comparten o conviven porque la casilla del
tablero lo ordenaba o los dados lo indicaron. La obediencia a las
reglas del juego se siguen al pie de la letra, como cualquier humano
frente a la moral que domina.
El experimento que describen los científicos en Navidad
y Matanza obedece a un trabajo que se realiza en Estados Unidos;
los científicos ensayan con ratas para dar con el hadón tolerable
al metabolismo humano. La novela comprende este experimento y se transforma
en él: la desaparición de los hermanos Bruno y Alicia es el símil
de la deserción de algunos científicos de seguir con la novela juego
y de la huida del laboratorio. Aquí entra en juego un nuevo tópico:
el escritor ausente. El fracaso de Lunes, Miércoles, Jueves y Viernes,
como señala Domingo al comienzo de la novela, y que luego describe
más adelante, es de quienes dejan de escribir por pereza o por cobardía:
“Era un juego de engorrosas reglas y seducción ante el resultado inmanejable.
Sin embargo, las semanas pasaron y los participantes fueron desertando,
por diversas razones que escondían solo pudor, aquel ‘cruce de amor
y del miedo’, en palabras de un disimulado filósofo francés que leíamos
entonces” (83-84). Los motivos del abandono de la escritura, de la
deserción de este proyecto –verdadero experimento- es la renuncia
a crear vida, a entender la propuesta de la novela juego como un juego
de rol, una mesa, unos dados y “…elucubrar unas vidas posibles e imaginar
y armar una coherencia con esas vidas” (71).
Al considerar los aspectos revisados, es decir, la
doble articulación que presenta Navidad y Matanza, y la experimentación
de escritura que se narra así misma, como un caníbal devorándose lentamente
y matando el hambre con un llanto silencioso, Labbé urde una trama
horrorosa, con el espanto súbito que la sutileza de su escritura puede
entregar. Como buen jugador, el autor va mudando a los personajes
de un lugar a otro, de un terreno real a otro más real aún, de un
cuento de hadas al descanso paradisíaco de una playa; de Navidad a
Matanza. La visión de provincia se refleja tanto en los personajes
como en el montaje del pueblo, donde a ratos, pareciera que el tiempo
se suspendiera en los parajes de Matanza, en su plaza o los bares.
Sin embargo, la urbanidad llega con los años y los nombres cambian,
las marcas registran sus letras y la escenografía pasa a ser la de
una película a colores:
En la práctica, el restaurante de la caleta de pescadores pasó
a formar parte de una cadena de sea fase food; los bares
y fuentes de soda mutaron temporalmente por pubs, tascas,
cafés, salones de té, cabarés, trattorias, food gardens,
comedores, vinaterías, lounges, casinos; y la bencinera,
entre muchas otras transformaciones, se convirtió en Gas station.
(105)
El pueblo también desaparece. Asimismo, la identidad
de los personajes se desvanece con el correr de las páginas: sus nombres,
sus rasgos físicos, sus acciones obedecen a querer llegar al final,
como si todos quisieran ganar el juego.
A diferencia de otros experimentos de escritura esta
novela juego, insospechadamente, no le entrega la oportunidad al lector
de jugar. No lo invita. No deja que lance los dados, ni tampoco permite
una elección en el devenir de la historia. Aunque advierte: “Es un
juego. No una novela. No hay historias. Sólo reglas” (157).
El juego no finaliza cuando acaba la historia. El juego
no finaliza cuando se termina de escribir. Tal vez porque el juego
solo es el señuelo para avanzar por los bosques de la literatura,
por pasajes tórridos que esconde la realidad y que se asoma entre
línea y línea en Navidad y Matanza, donde la escritura en ningún
caso es un juego, un raspe y gane o algún obsequio del señor Vivar
a sus hijos. Entonces no hay juego. La invitación al lector es a recomponer
la historia, desenmarañar la trama como si se tratara de un gran tejido
invisible, que está pero se desvanece cada vez que el lector pretende
tomar el extremo de estos hilos. Esperanza habrá, entonces, en encontrar
lo que se busca o apaciguar la desesperación de quienes buscan, en
saber si quienes desaparecieron quieren aparecer o continuar por la
senda imaginaria, en terminar el experimento, sumergirse en hadón
y finalmente decir: La literatura es una mentira.