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Entrevista a Carlos Labbé, escritor:
“Hay que mirarse todos los días al espejo para no cortarse con la hoja de afeitar”

Por Natalio Blanco
http://cambio16.es/
Viernes 28 de marzo de 2014





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Regresa a la novela después de su incursión en el universo del relato breve con Caracteres blancos. ¿Qué supone Piezas secretas contra el mundo en su trayectoria literaria?
— Para mí es el momento de consolidar la literatura como un desafío a quien lee, una invitación y una propuesta. Tal como está pasando con la contingencia a nuestro alrededor, ese desafío supone la radicalización de las preguntas sobre porqué hacer literatura: ¿es posible cambiar el estado de las cosas con el lenguaje? ¿Son relevantes todavía el libro y la lectura para construir entornos humanos y no humanos sin daño? ¿Es posible que la literatura salga del ocio y se convierta en una práctica de narrativas opuestas a las que sostienen lo económicamente insostenible? ¿Puede una novela ser un panfleto, un juego y una máquina, así como un conjunto de relatos cortos –mi anterior libro– pudo ser leído con la cohesión de una novela? 

¿Hacia dónde camina su literatura? ¿ha notado su evolución creativa desde que se iniciara con Libro de plumas hace ya una década? 
— Uno todos los días se tiene que mirar al espejo para no cortarse con la hoja de afeitar que sostiene en la mano, como en ese cuento de Mónica Ríos; uno todos los días también evita tomarse en serio esa imagen siempre cambiante, deforme, ajena que devuelve el azogue, de otra forma no podríamos sostener una identidad, un límite corporal, una base siquiera para actuar, trabajar y moverse afuera de uno mismo. Duras, Huidobro, Stendhal o Borges mediante, no voy a ser el primero que va a descubrir que el conjunto de mis obras son un espejo que multiplica mi nombre al mismo tiempo que me divide y me hace entenderme en categorías que no son científicas. Pero eso es lo que quiero, eso es lo que busco al cabo de cinco libros, me he dado cuenta: imaginar un relato que haya trascendido la idea de individualidad, que el vacío de la experiencia privada y la trampa de la subjetividad sin poros se llene de ecos colectivos, de palabras de allá, de acá, de chamullo, bullshit y singladura, que podamos figurarnos comunidades entre quienes leen, quienes escriben, quienes son leídos, quienes son escritos y quienes no pueden escribir ni leer.

Nada más adentrarnos en su nuevo libro, comprobamos la densidad de su trama y su complejidad. ¿Ha sido este un trayecto plenamente buscado o lo ha encontrado por el camino mientras planteaba su estructura?
— Sí, busco conscientemente ir de la densidad al registro diáfano en un mismo libro, de la estructura narrativa consabida y naturalizada –el periodismo, el aprendizaje sentimental, la parábola, el memorialismo– a estructuras inusuales, inclasificables. Lo que busco es el contrapunto. La densidad por sí misma no tiene valor, el relato diáfano tampoco; es en la colisión de las sensibilidades cuando hay comunicación, integración, hallazgo y, creo yo, permanencia: en ese chispazo que queda en la retina de quien lee y no lo espera.

¿Cree haber logrado la madurez creativa con esta nueva obra?
— Yo escribo a mano en un cuaderno, luego traspaso a la pantalla y corrijo. He notado, sí, que estos últimos años –demoré diez en hacer Piezas secretas contra el mundo– me duele más la espalda cuando me tuerzo sin darme cuenta al momento en que encuentro una voz que me lleva, y que me hace olvidarme de mis limitaciones prácticas, masculinas, occidentales, privilegiadas de autor chileno joven. Me duele más el brazo también de tanto teclear, los ojos se me irritan más que antes. Ya no puedo ser considerado más un autor joven, y me doy cuenta de que ese es el único valor del autor y la autora joven: su verborrea, su torpeza, su negación a escribir según los hilos que lo mueven. Pero esta madurez, las molestias corporales de quien ha leído y escrito durante décadas en vez de estar acostado viendo televisión o en el gimnasio o en el cubículo o en un tanque, tienen como resultado una proliferación de ese cuerpo que envejece por el lápiz y el teclado en los cuerpos de sus personajes, que permanecen en la página y están prisioneros de ella.

¿Quién o qué es el investigador1.323.326?
— Intenté que Piezas secretas contra el mundo estuviera protagonizada no por un nombre, tampoco por una palabra; quise que la novela –artefacto tan moderno, tan jerárquico– siguiera un número –impulso tan contemporáneo– sólo porque adentro podría contener una cifra arcaica, esa forma personal cualquiera que las personas despiertas antes de la escritura, en tantos pueblos diferentes, podían decodificar si la observaban pacientemente. Es también una contraseña, como cualquier otra: es mi número de pasaporte.

El amor y el daño, por un lado, y la naturaleza y los paisajes urbanos, por otro, forman un cóctel temático imprescindible en esta obra. ¿Qué ha querido transmitir en este sentido?
— Esta novela mía no es inerte, sino que se explica físicamente mientras alguien la lee; por las elecciones que tome, cada lector o lectora obtendrá un sentido diferente de los hechos que ahí están escritos. El amor, la naturaleza, el paisaje urbano, la enfermedad son también experiencias individuales que sólo pueden limitar entre sí y para otros cuando las personas deciden ponerlos en práctica. Nada hay más vacío que un discurso amoroso sin sujetos en un tiempo y un espacio concreto; lo mismo el discurso ecológico, el discurso de la vida urbana y el discurso de autoayuda ante el daño. Propongo en esta novela que habitemos estos territorios al desarmarlos en conjunto; propongo que nos sentemos en un tiempo y un espacio concreto a definir cómo y dónde queremos vivir. Eso tendría que ser la novela.

Para poder plasmar una literatura de altura no solo se hace imprescindible el talento innato, también mucho de autoexigencia, ¿no cree?
— La literatura es trabajo, esa es mi convicción. Un trabajo preindustrial, un oficio de artesanía que se trasmite degeneración en generación en comunidades específicas para beneficiar a la colectividad entera; un trabajo preindustrial, sin embargo, que se puso a las órdenes del capitalista en los últimos 250 años. El capitalista no ha podido dividir este oficio artesanal en trabajos no calificados en serie –por eso existe una clara diferencia entre el Best Seller y la Literatura, entre los microeditores y las corporaciones, entre los lectores y los agentes–, y por eso sigue siendo relevante la narrativa literaria ahora más que nunca, cuando el capitalismo tiene a todos sus trabajadores cansados, perdidos en relatos lineales, convertidos en quienes consumen sus propios productos y con la meta de volverse sus propios capitalistas: la obra literaria es el discurso preindustrial cuando el capitalismo más feroz campea.

¿Hasta qué punto la autoexigencia hace de su nueva novela un libro de difícil acceso para el público lector en general?
— Ese es el intríngulis: si al publicar una novela no consigo un cambio en la narrativa mental de quien lee por inercia, por descuido o por morbo, he fallado con titular esta novela Piezas secretas contra el mundo.



 



 

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