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Sobre la librería de Recoleta y otras imaginaciones no capitalistas
Por Carlos Labbé
Escritor e integrante del colectivo Sangría Editora
Publicado en https://antigonafeminista.wordpress.com/
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El problema ya está dicho: la municipalidad de Recoleta ha abierto una librería subvencionada y las filas para comprar libros, así como las ganancias, son inusuales. 4 millones de pesos el primer día, algo así dice la prensa —que no está subvencionada, a propósito—. Los queridos libreros de las cadenas independientes, algunas voces instrumentales y unas poquitas personas de plata, contentas con sus costosos encargos de importaciones mensuales a las librerías catalanas, protestaron. La protesta importa porque no queremos que nuestros libreros estén descontentos, ¿o sí, para que podamos hablar con ellos de otras posibles economías del libro cuando vayamos a visitarlos la próxima vez, sin miedo de que quiten nuestro libro del mesón de novedades?
Me gustaría sumar en la discusión a los placistas, esos vendedores de libros puerta a puerta según un antiguo tipo de capitalismo torcido por la idiosincrasia chilena pre neoliberal, vinculado a la disciplina y solidaridad de clubes sociales, partidos, sindicatos y gremios, al mismo tiempo que —por tradición— totalmente desprotegidos por el Estado y expuestos a cualquier monopolio. Me gustaría sumar a las cartoneras y zines de okupas, grupos de disidencia sexual, antifa y punks que hoy se instalan a vender sus publicaciones en las ferias de fruta y verdura por todo Chile. Me gustaría hablar de los clubes editoriales de los setenta y ochenta, donde pitucos y clasemedieros pagaban una mensualidad y les llegaban dos a cinco novedades librescas mensuales de la revista Hoy, de la Editorial Jurídica, de la Mampato, de La Castaña o de la Ercilla, entre tantas otras de diverso signo. Me gustaría traer a la conversación las librerías bazares de cada balneario, pueblo o capital de provincia, donde da igual si el libro es remanente de ventas de saldo, pirata o autoedición, sólo que provee de una formación urgente en el momento más abierto del tiempo libre veraniego a los visitantes y a los locales en su lejanía de los circuitos del mercado. Me gustaría mencionar el esfuerzo de la familia De Rokha y de tantas otras escrituras antes y después de ella, quienes se dedicaban a recorrer la ciudad y el país entero vendiendo sus propios libros, como antes los poetas de cordel y, todavía, algunos poetas peregrinos en las micros y los bares de Ñuñoa, de Bellavista, de la Subida Ecuador y de otros barrios nocturnos de Iquique, Puerto Montt y Punta Arenas.
Mi primer trabajo pagado fue en la librería Andrés Bello del Punta del Sol en Rancagua, a los 16 años. Miento. Fue vendiendo libros usados míos y de amigos en la tienda de discos y revistas del Cobrecol. Miento. Desde entonces, vivo de haber trabajado en cada uno de los eslabones de la cadena del libro —preferiría que en vez de cadena le dijéramos ecosistema, invernadero, parvá— como librero, vendedor de editorial, vendedor de feria y eventos, placista, distribuidor, editor de revista, editor de libros, escritor, exceptuando uno solo de esos eslabones: empleado del Estado. La excepción es elocuente. Porque el Estado y lo público, como sabemos, se ocupa de las bibliotecas y de entregar y administrar los fondos concursables para quienes trabajamos en cada uno de esos eslabones. El Estado de Chile tradicionalmente sigue la máxima de Diego Portales —digo, del prócer empresario que impuso el dogma ineludible de que lo público debe servir a lo privado bajo cuerda, y que la universidad del mismo nombre defiende de manera tan convincente—, salvo en el período de la Unidad Popular, con Quimantú y otras cuantas iniciativas que buscaban directamente convertir el libro en vehículo explícito de conciencia de clase y nación. El Estado es de los privados, no del pueblo, en el dogma portaliano: por eso el grito en el cielo de los medios de comunicación —que son todos privados y conservadores, siguiendo el dogma— ante las iniciativas del alcalde comunista Daniel Jadue. He escuchado y leído argumentos de que la librería popular de Recoleta es una competencia desleal, que desvirtúa la cadena del libro, pues el 40% del precio de cada ejemplar, que es la ganancia que permite subsistir al librero, debe ser provisto por el mercado. Y si la municipalidad de Recoleta o cualquier otro organismo del Estado comienza a restar ese 40% por medio de una subvención a su librería, es decir supliendo la ganancia con los impuestos de todas las personas recoletanas, ¿el mercado se va a las pailas? ¿Quién se beneficia cuando el mercado se va a las pailas? ¿Y cómo interviene en esa autorregulación del mercado el IVA, ese impuesto de un 19% del precio de cada libro, si un enorme caudal de dinero de los libros va a las arcas públicas, pero no se reinvierte en los libros chilenos, en esa educación sexual y económica que es la lectura, en esa experiencia y comprensión de las otredades que es la lectura, en ese aprendizaje de voces y de formas y de Historia que es la lectura, cuando los mayores beneficiarios librescos del Estado serían —a través de un complejo tráfico de influencias familiares y de amistades de elite— las dos editoriales trasnacionales y las cinco principales cadenas de librerías?
Por otro lado, el común de la gente aplaudimos la iniciativa, tal como pasó con la farmacia popular y la universidad de Recoleta, porque los libros son caros en Chile, según el cliché que se escucha entre quienes —aun si tienen bastante educación— no conocen la rica y densa diversidad de editoriales, librerías de provincia y autorías que ahora mismo se expresan de manera para nada subterránea aquí, allá y acullá. Quienes critican la librería subvencionada de Recoleta son quienes adscriben al capitalismo sin restricciones y no quieren pensar en la posibilidad de otros regímenes socioeconómicos. Quienes aplaudimos la librería subvencionada de Recoleta somos quienes entendemos que su alcalde es comunista y sabemos que comunismo es una propuesta de otro régimen socioeconómico y no un adjetivo peyorativo ni un insulto, por el contrario; somos quienes hacemos todo tipo de publicaciones sin ambición de lucro, sino de comunidad y subsistencia en común, con una imaginación socioeconómica no derrotada por el mercado, por su monopolio mental.
Y algo más, alcalde Jadue: estamos listos para que Recoleta subvencione un diario impreso, una radio y un canal de televisión de circulación nacional.