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Un mestizaje siniestrado en la Patagonia: Martín Cerda
Por Carlos Labbé
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Mitología personal
Lo que me acuerdo sobre la Patagonia de cuando fui hace veinte años –y seguro que ya no está así, y seguro que sí– es la vastedad de un horizonte verde pasto amarillo, azul cielo y blanco nube que iba ensanchándose más y más a medida que yo con mi acompañante caminábamos en línea recta, a medida que la conversación se nos iba haciendo cada vez menos confesional y más imaginativa. Hablábamos de robots y del principio de lo orgánico, que de dónde venía el movimiento, o si es válido decir que una roca enorme está viva o muerta. Diez años después publiqué una breve parerga mixta sobre La palabra quebrada, primer libro del ensayista chileno Martín Cerda, donde su «ejercicio de escribir para desaparecer del lugar que [le ha sido] asignado, para poder ser leído» me parecía una interpretación relevante del cierre inevitablemente biográfico de su escritura: «En 1990, Martín Cerda […] se instala en la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia. La majestuosa tranquilidad del paisaje y la […] biblioteca de la Universidad de Magallanes le permiten avanzar en la escritura diaria de un ensayo sobre Montaigne y el Nuevo Mundo, de su estudio sobre las crónicas de viajeros australes y de su revisión bibliográfica de Roland Barthes. De vuelta de un paseo, Martín Cerda divisa una humareda a la distancia: la Casa de Huéspedes del Instituto de la Patagonia está en llamas, se han perdido casi por completo su biblioteca personal y sus manuscritos próximos a ser publicados. Frente al incendio, Martín Cerda sufre dos paros cardíacos. Muere el 12 de agosto de 1991.»
Hoy, que vuelvo sobre ese cierre biográfico pero con otra intención, me doy cuenta de las productivas contradicciones que cabrían entre la voluntad de escribir para desaparecer y el evento de sufrir un ataque cardíaco ante el espectáculo de los propios cuadernos en llamas. Me doy cuenta de que esa brecha productiva comienza con mi propia y creciente valoración de que el trabajo cuenta y de que no vale tal cosa como escribir para desaparecer en los tiempos nuestros donde cuerpo y escritura, aunque intercambiables, siempre serán localizados, interpretables, ideológicos. Leo en Precisiones, el más reciente libro póstumo e incompleto de Martín Cerda, que, durante su estancia en la Patagonia, planeaba terminar la escritura del «primero de sus dos movimientos contemplados, cuyo objetivo consistía en el establecimiento de una sociología de la forma ensayística, con el cual ya podría desplazarse hacia el segundo de los planteamientos: una historia del ensayo hispanoamericano durante el siglo XX. Su propia ”suerte trágica“, expresión que el mismo Cerda le dedica en una nota al destino de Jean Prévost, diría otra cosa».
Según tal recuento, en el plan de obra de este escritor santiaguino, chileno, pero todavía no latinoamericano, era imposible enunciar el propio lugar y la propia tradición sin antes establecer una pormenorizada reflexión social de la forma escogida para ese propio discurso: el tiempo de Martín Cerda, su colectividad y su letra empezaba con Michel de Montaigne, llegaba al Pacífico Sur –¿pero al Pacífico Sur Oriental u Occidental?– con los navegantes del Mediterráneo y se aquilataba en la escritura contemporánea suya –la raíz estructuralista y el fruto pulsional– de Roland Barthes. En su proyecto patagónico no hay lugar todavía para la ensayística latinoamericana, pero tampoco para prosas fuera de la norma heteronormativa convencional francesa o europea en general, no caben una Louise Michel, un Fanon, un Genet o siquiera una De Beauvoir. Sin embargo Martín Cerda está escribiendo, su cuerpo encaramado sobre el escritorio, en la Patagonia. Frente a la vastedad de un horizonte verde pasto amarillo, azul cielo y blanco nube que va ensanchándose más y más, de cara al viento incesante del Seno Última Esperanza, se da cuenta de que su alienación no corresponde a la del intelectual ilustrado que escribe frente al lector del capitalismo neoliberal que no lee, sino a la de un inevitable cierre biográfico que no es evidente para su sistema epistemológico donde prevalece el saber de la citas y del comentario, un complejo que puede ocupar nada más un lugar posterior –póstumo– a una imaginaria plenitud distante, como declara en una incompleta nota suya sobre la etnología de Jean Duvignan, Gilberto Freire y Roger Caillois, que lleva el subtítulo de “Mitología personal”: «En uno de mis primeros artículos [de 1957] reivindico, no sin algún amaneramiento […] al americano viejo frente a los ideólogos hispanófobos del siglo XIX. Esta invocación […] es esencial para despejar el equívoco. También lo es la certeza de que fue la sociedad colonial la que realmente engendró a América y, por ende, a su mestizo que es siempre el americano viejo».
Cerda ante los megapatagones
No me es difícil figurarme el esfuerzo de Martín Cerda cuando intentaba entender el punto de comparación entre el sistema de Montaigne y el de Leiris, mientras caminaba entre las casas bajas color mostaza, por las calles peladas, a pleno sol y sin sombrero debido al viento recio de Puerto Natales. Cuando le exponía desde una ventana su afrancesamiento a la Patagonia –que quienes hemos estado ahí sabemos que no es culturalmente una nación chilena, ni argentina, ni gringa, ni croata, ya no aonik’enk, ni selknam, ni yagán, ni kawéwsqar, pero lo es también un poco y de nadie, porque en su enormidad la ausencia humana debilita ese galicismo que es el contrato social. En la brecha entre el aparentemente denso campo cultural parisino de la primera mitad del siglo XX –tan caro a la elite latinoamericana de los sesenta, la de Martín Cerda– y la vastedad meridional de sus días finales, resuena esa categoría de mestizaje ya intuida con cierto pudor racial chileno desde sus primeros escritos. Ese pudor, ese amaneramiento tan cultural, tan estilístico, tan masculino y blanco y cristiano y culposo en su metafísica republicana, resalta contra el vasto horizonte patagónico como una chispa de lenguaje inconsciente en el constructo híper controlado de una academia ficticia, una comunidad de lectores que sólo habita en su deseo, en su inevitable cierre póstumo –un pudor cercano al cierre escritural y biográfico, a propósito, de su Barthes.
En otra de sus notas rescatadas del incendio final en Precisiones, Martín Cerda comenta una novela que Restif de la Bretonne publicó en 1781, ”ocho años antes“ –acota Cerda– ”de la Revolución“ (Cerda 192). Quiero dejar consignado que en 1990 la Revolución en un lector rancagüino adolescente, como era mi caso, apenas remitía a la historia soviética, a las comunas francesas y lejanamente al proceso mexicano, mientras que para Martín Cerda, sin duda, debía resonar la Unidad Popular del gobierno de Allende –cuando se exilió y cuando volvió con Pinochet, cómo no sospechar–, sobre todo tras el violento reestablecimiento del sistema de castas durante su propia última década, ese sistema que seguimos sufriendo sin solución en Chile –por ahora. La novela en cuestión es El descubrimiento austral por un hombre volador o el dédalo francés, título que bien resume y explica la anécdota del libro y el por qué el santiaguino en la Patagonia va a pasarse los días australes leyendo las cuatrocientas páginas en que Restif de la Bretonne imagina cómo el parisino Victorin inventa un dispositivo alado para viajar por entre las nubes al sur, en busca de lugares donde dejar de trabajar infatigablemente como el burgués que es, y así darle un reino de comodidades a su Cristine y sus hijos, primero en la cima del Monte Inaccesible y luego en un lugar lejano que llama la Megapatagonia. La novela sigue las leyes de la utopía ilustrada francesa: al inicial episodio amoroso en que el protagonista demuestra sus ganas ante la mujer y consigue con ella el capital del padre para su empresa le siguen la travesía, las descripciones hiperbólicas del encuentro con las tierras ignotas, los compendios de leyes para la feliz convivencia universal entre europeos si la esposa les cocina, les cría sus niños chicos y les lava la ropa, y si los salvajes trabajan sus campos y mantienen la naturaleza a raya; también, largos episodios de negociaciones, catálogos de felices seres australes a punto de ser humanos, tan monstruosos como afásicos, hasta que la familia de nuevos oligarcas toma posesión de los territorios más meridionales sin otra justificación que su proveniencia europea, donde se maravillan ante los megapatagones, quienes a diferencia de micropatagones, hombres pájaros, hombres monos y un sinnúmero de otros pueblos catalogados zoológicamente por la narración de Restif, son presentados de esta manera: «el peinado [de los megapatagones] correspondía por la forma a la de nuestros zapatos, y sus zapatos tenían estilo de sombrero en los hombres y de bonete en las mujeres» (de la Bretonne 180). No nos olvidemos que Restif de la Bretonne, hoy un oscuro nombre en la historia literaria francesa, pervive cotidianamente en el retifismo, noción psicoanalítica que nombra la pulsión desmedida, o fetichización, por los pies de una persona.
Los megapatagones no sólo tenían su propio sistema de la moda, grado sumo de civilización para Restif, para Barthes y –proyecto yo– para Martín Cerda asomado por la ventana en Puerto Natales, frente a la vastedad inhumana del horizonte patagónico. También, en voz del anciano megapatagón que recibe a la alada familia burguesa parisina que pretende colonizarlos, poseen una constitución nacional redactada de manera efectiva y resonante –no dejemos de pensar que al momento de la escritura de esta novela falta una década para la Asamblea Constituyente francesa, también que al momento de la lectura de Martín Cerda van ya diez años de ejercicio de la ilegítima constitución pinochetista chilena del 80, y que al momento de mi propia lectura es crucial la realización transversal de una Asamblea Constituyente en Chile o el país terminará de implotar en su injusticia:
Poseemos una sola ley, simple, corta y clara, que habla por sí misma y jamás el hombre la altera […]:
Sé justo con tu hermano: es decir no exijas nada, no le hagas nada que tú no quieras que te hagan a ti mismo;
Sé justo con los animales, lo mismo que tú quisieras que fueran contigo los animales superiores al hombre.
Somos iguales entre iguales;
Cada cual debe trabajar por el bien general, y
Cada cual debe participar en el bienestar general.
Esta ley regula toda la existencia. No creemos que haya pueblo alguno que necesita más que esto, a no ser que fuera un pueblo de opresores o de esclavos.
El problema es que esta novela, en sus páginas finales, se ensaña en codificar decenas de leyes sobre los niveles de propiedad con respecto a las mujeres por parte de los hombres megapatagones, y la frase que cierra el libro sugiere que de ahí en más el territorio utópico se convertirá en un negocio de tráfico de mujeres exóticas para la estirpe de los burgueses parisinos Victorin y Cristine: la Patagonia del pudoroso Restif de la Bretonne pasa a ser un territorio francés cuyo aporte a la economía nacional será la trata de blancas o, para decirlo más elegantemente, un destino más para el área de servicios y turismo de la francofonía; el sur americano se transforma idealmente, para el fetichista ilustrado, en colonia exotista de ultramar.
El fragmento rescatado de la lectura de Martín Cerda a esta novela, sin embargo, no vuelve al problema del mestizaje que deviene de la administración colonial y del exotismo –ese que entraña su propia apelación intelectual a Francia, aun si el ensayista está escribiendo situado, sentado en la Patagonia, comiendo todos los días al almuerzo un pedacito de cordero con nalca, puré de papas chilotas y un malbec, leyendo los diarios de anteayer que llegan al quiosco de Natales mostrando las promesas y escondiendo ya las transas del primer gobierno democrático tras la dictadura, el de Aylwin. Lo que le interesa a Martín Cerda es que en la utopía de Restif de la Bretonne el «comunismo integral» de los megapatagones sólo puede ocurrir entre seres que son «fantasmas oscuros [entre los cuales ocurre] una onírica zoofilia que tiene algo de ancestral» (Cerda, 192). He aquí, de nuevo, el amaneramiento, la pulsión que viene a rescatarlo del despoblado paisaje antihumano, y que lo hace desear eso otro que no se puede decir sino a través de un mestizaje monstruoso, eso que lo convierte en el receptor ideal, el colonizado que coloniza, el tataranieto de los micropatagones afásicos, al que astutamente Restif de la Bretonne se dirige en la tercera página de su novela: «Es usted la persona que busco; usted será mi historiógrafo, tengo las cosas más extrañas que comunicarle, y no se trata de hacerlas aparecer razonables, porque no lo son. Hablo francés como usted, no tengo acento, no soy blanco ni negro. Sin embargo, hay entre su patria y la mía una separación equivalente al diámetro entero del universo».
Para ser mestizo: exotismo, exodismo
Entonces se hace necesario volver a Martín Cerda en su Seno de la Última Esperanza. Dejando de lado la novela utópica, agarra los libros de quienes fantasea que son sus iguales: Barthes, Caillois, Segalen. Sale a caminar por la Patagonia, sólo lleva los libros de esos autores y un cuaderno; el resto de sus carpetas, la máquina de escribir, los archivadores, las fichas y la biblioteca quedan bajo llave en su habitación de la residencia antes del fuego. Se sienta en una banca, mejor dicho en un tronco, en una piedra frente al agua y al viento y a la lluvia que va a caer, no ve una sola persona humana en el horizonte, intuye el cierre biográfico de su imposibilidad de mestizaje y prueba entonces un juego de palabras: el exotismo de europa es el exodismo de América, quisiera yo que hubiera dicho, y sin embargo su cierre autobiográfico habrá de ser una paráfrasis de Caillois y de Segalen: «Hay espacios geográficos –el desierto, la selva y el mar– que siempre insinúan una realidad mucho más rica que la que muestra su superficie. Frente a ellos, las unidades resultan planas, sin misterio, casi tontas. […] Son espacios donde buscamos o esperamos encontrar un rastro o huella de lo que alguna vez fue una forma de vida humana, diferente a la nuestra,otra […] El momento perfecto del exotismo está señalado por ese sentir lo diverso». Es que, como la Patagonia, al abstraerse uno para reflexionar sobre el momento, la cualidad de éste se aleja y se vuelve objeto, emoción, ajenidad, quimera, llama.
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BIBLIOGRAFÍA
El descubrimiento austral por un hombre volador o el dédalo francés: novela filosofica. Restif de la Bretonne. Editorial Universitaria. Santiago, 1962.
La palabra quebrada: ensayo sobre el ensayo. Martín Cerda. Ediciones UCV. Valparaíso, 1982.
La palabra quebrada / Escritorio. Martín Cerda. Tajamar Editores. Santiago, 1982.
Precisiones. Martín Cerda. Ediciones UCV. Valparaíso, 2015.