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Escribir en Nueva York: Cacarachas del Niggara
Por Carlos Labbé
En Escribir en Nueva York. Antología de narradores hispanoamericanos
Selección y Prólogo de Claudia Salazar
2014
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Cuando escribo en esta pantalla Nueva York, el procesador asume mi equivocación y me corrige: Nueva Cork. Es decir que cuando escribo en esta pantalla Nueva Cork, el procesador asume mi equivocación y me corrige: Nueva Kork. Y así. El error, me pregunto, no es sólo que estas ciudades no existan, a pesar de lo que el computador quiera imponerme como hecho informático, sino mi empeño en escribirlo correctamente: Nueva York, New York City, cuando en realidad estoy en Brooklyn; no estoy en Santiago de Chile ni en Machalí, pero lo hablo; ciertamente estoy en un avión, en un tren subterráneo de identidad plural nada más corporativa. ¿Dónde escribo? En una pantalla blanca, falsamente neutra, en cuyo reverso dice Cupertino, CA –pero nunca he estado ahí. Tampoco en Cork o en las cataratas del Niágara. Vivo en Brooklyn, no puedo fingir que camino por Manhattan mientras escribo una crónica para alguna revista en papel couché; y todo esto me recuerda a cuando un insular se rió de mí al oírme leer en voz alta, en público, un libro en inglés. Que tienes que mejorar tu inglés, se acercó a decirme. Pero no hay un inglés mal pronunciado, no hay un único inglés; yo tampoco hablo chileno porque no hay un solo Chile –listen to me, you snobs!–, sin embargo el insular me entiende, y resulta que eso de donde yo estaba leyendo era justamente la edición angloparlante de una novela mía publicada por una editorial de Rochester, allá en Upstate NY.
Allá también viajó –era el lejano 1867– el narrador chileno Alberto Blest Gana, quien publicaría en Santiago sus últimas páginas antes de un silencio de treinta años, durante el cual se dedicó a los viajes diplomáticos: la crónica “De Nueva York al Niágara”, donde fundamentalmente se queja de sucumbir a la moda de viajar por el Estado de NY no porque le interese la experiencia yanqui, esa putrefacta ciudad aún compuesta de apretadas casas de pocos pisos, towns y villages rebosantes de humanos y no humanos, la ya enorme variedad –la brecha, sí– social, o el paisaje de las cataratas, sino porque quiere ver y luego decir que ha visto. En un ensayo sobre este olvidado texto del escritor en que se funda el canon de la narrativa chilena de salón –la idea misma de autor chileno–, Álvaro Kaempfer describe cómo esa explícita y superficial entrega a la moda entraña una epifanía nacional cuando, al contemplar las cataratas, para Blest Gana “la imaginación se paraliza, subyugada por ese movimiento y por ese fragor perennes”, y le sobrevienen comparaciones entre lo que parece una irrefrenable voluntad democratizadora y modernizante de los Estados Unidos y una sensación de estrechez, despoblamiento y tristeza chilenos, que sin embargo añora –según el proceso típico con que aprende el narrador de nuestros salones– cuando en medio de esta nueva masa proliferante pierde su lugar de enunciación tan privilegiado; basta preguntarse cuán conservadora –épica, hipócrita– habría sido una novela de su autoría como Martín Rivas si sus contemporáneos neoyorquinos la hubieran leído.
Para Blest Gana, cuarto pilar de la narrativa latinoamericana realista, el lugar de origen fue la moda, el turismo. Por eso no volvió a pisar suelo norteamericano; igual que tantos escritores reconocidos en el salón de hoy y de mañana –cómodos en la excluyente escena literaria de la nación de privilegiados que ayudan a construir con sus relatos–, ya podía contar que había visitado Nueva York. Hay algo que deben ignorar los narradores hispanohablantes de salón de hotel –esos que van sólo tres días a una ciudad cualquiera, en este caso para asistir al festival internacional del PEN Club y, de paso, presentar su novela en el subterráneo de la librería del barrio caro: quien permanece se expone a empezar a escribir incorrectamente, a hablar mal hasta quedarse sin habla, a remedar las pocas frases que puede imitar en un nuevo patwá afrolatino indígena: la certeza que me anima –en esas indecibles maneras nuestras– es que así jamás podremos pisar salón alguno. Por mucho que forcemos la sintaxis al escribir y la pronunciación al hablar, no somos blancos, anglosajones ni protestantes, tampoco judíos laicos descendientes de centroeuropeos; no somos machos occidentales ni los nuevos escritores internacionales de la clase alta latinoamericana; ante quienes encarnan esa otredad decadentista tenemos acento, y para ellos no vamos a escribir Nueva York, ni Manhattan ni Brooklyn, sino la Nueva Cork, la Nueva Kork, la Nueva Qork, la Nueva Quork, la Nueva Quark, New Uark, Newark, Nark, Narc, y así.