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LA BRECHA Y LA MEMBRANA

Por Carlos Labbé
Publicado en Literaturas y Feminismo. Sangría Editora, 2018



.. .. .. .. ..

Hay una brecha entre tú y yo.

La acabo de escribir, dime que no la percibes.

Ahí está. Cuando la anoté nos separó, sin embargo vuelves a leerla y se disuelve, sólo queda un espacio blanco al que no puede dejar de volver nuestra atención. La brecha nos convoca. Para eso escribo, para establecerla; para eso leo, para que se disuelva: soy un hombre entre mujeres en un encuentro de escritores donde se ha tachado la e y se invoca un movimiento fluido de vocales, la u, la i, la i, la a: justicia. Esa palabra justicia no incluye la e de escritores, terminal de mi apellido y de la expresión hombre; por eso aspiro a esa palabra.

Sea entonces esa la primera tradición que quiero invocar, y que me parece constitutiva de cualquier idea de literatura, ejercicio de paladear y hacer que resuene lenguaje ahí donde había un hueco, un borroneado, un desaparecimiento: la tradición de la búsqueda de justicia, el acto de enunciar lo que la literatura debe a las mujeres por obligarlas a esa brecha una y otra vez. La primera novela feminista latinoamericana, según el archivo de anteayer, es La brecha, publicada por la chilena Mercedes Valdivieso en 1961. ¿Pero qué hace a una novela feminista y no simplemente una novela escrita por una mujer? Esta línea de diálogo, ubicada justo al medio del libro:

—¿Supones que yo aceptaré haber fracasado en mi matrimonio? Seguiremos juntos aunque sea necesario darte de bofetadas.

Como adivinas, es la voz del marido ante la decisión que la protagonista toma de separarse de él. Una novela feminista, aventuro, es a la literatura lo que un ensayo chicano es a la cultura latina en Estados Unidos: un discurso que hace explícito que está consciente de su lucha política, de su condición invocante, de su búsqueda de una comunidad justa, según la definición de Gloria Anzaldúa en su Borderlands/La frontera. No importa tanto que el divorcio en Chile haya sido legal casi 35 años después de la publicación de La brecha, sino la violencia que palpita en esa línea de diálogo central de la novela. El resto de las páginas es reparación, esfuerzo, cariño incluso por el esposo lejano. Esa es también mi brecha: soy un hombre y en esa novela primera el hombre agrede aunque sea con su respuesta, con su reacción primera ante la proposición de su pareja, para luego huir y nunca más volver. Como escritor —en singular sólo tengo una letra e— trabajo con la imaginación crítica del discurso, así que mi reacción tradicional será el intento de crear una reparación ficticia, construir un lugar con palabras donde yo no sea él ni la mujer sea abofeteada por mi diálogo, un espacio justo donde huir como quería en mi propia novela Locuela, y sin embargo ahí la ciudad fantasiosa de Neutria se derrumba con el abuso y cede, mejor, la voz a la agredida Violeta Drago para su venganza.

Hay una brecha que me hace tropezar durante ese reflejo de escape hacia comunidades noveladas que es una prerrogativa de los escritores latinoamericanos: el imaginario condado de Yoknappatawpa de algunas novelas de William Faulkner, que en la tradición literaria macha de Latinoamérica inspiró el San Agustín de Tango de los Juan Emar, la Santa María de Onetti, el Comala de Rulfo, el Macondo de García Márquez, la Ciudad de los Césares de Manuel Rojas, la Zona de Saer, la Santa Teresa de Bolaño, acaso el Chimbote de Arguedas, ese Yoknappatawpa de Faulkner en la niebla exquisita de su experimentación verbal donde se trenzan todos los tiempos históricos de un lugar al sur de Estados Unidos suspende la abolición de la esclavitud afronorteamericana, la cancela hasta traerla a nuestros días de violencia racial creciente. Esa es también la tradición que quiero invocar aquí, la brecha que surge cuando no se habla de ella ni se deja de hablar de ella como una adicción, un trauma, un defecto corporal. En su ensayo «Faulkner and Desegregation», James Baldwin enfrenta a Faulkner por sus declaraciones en que pide que la integración de la comunidad negra en la sociedad estadounidense sea lenta, progresiva, y que la población blanca y la población negra tengan un punto medio de encuentro en que no se juzgue a los habitantes del sur por su pasado esclavista; que los descendientes de esclavistas y orgullosos de eso, como él, «están equivocados», reclama Faulkner, pero es así porque deben de alguna manera liberarse «de quedar obsoletos en sus propias tierras». He ahí el origen del lugar imaginario que construye Faulkner. El vanguardista ingreso del caos verbal psicoanalítico en el relato costumbrista de los escritores es el ejercicio del trauma; no el cierre de la brecha, sino una verborrea circular de culpa. «Cuando los esclavos [fueron liberados de] sus dueños», observa Baldwin, «a los dueños se les quitó también cualquier posibilidad de liberarse de los esclavos».


Y yo no quiero habitar en la brecha que acabas de percibir.

Yo no quiero habitar en una brecha formada de palabras bélicas sobre esclavos y dueños, pues qué pasa ahí con las esclavas y con las dueñas. Tampoco quiero construir una obra alta sobre la injusticia para, desde el penthouse de esa obra alta, titular a mis últimos libros Memoria de mis putas tristes y Travesuras de la niña mala. A propósito, dice García Márquez:


Faulkner está metido en toda novelística de la América Latina; y creo que [...] la gran diferencia que hay entre nuestros abuelos y nosotros, lo único distinto entre ellos y nosotros es Faulkner; fue lo único que sucedió entre esas dos generaciones.

Eso se lo dice a Vargas Llosa en una entrevista recíproca. Y este último agrega, en un ensayo suyo posterior:

El mundo desde el cual [Faulkner] creó su propio mundo es muy similar al mundo latinoamericano. En el Sur Profundo de Estados Unidos, como en Latinoamérica, coexisten dos diferentes culturas, dos diferentes tradiciones históricas, dos diferentes razas —que juntas viven en una coexistencia difícil, llena de prejuicios y violencia.

Para la tradición de los escritores latinoamericanos, la brecha es el espacio que va desde el hombre blanco, occidental, escritor como sus abuelos, hasta los indígenas latinoamericanos y los afrodescendientes del sur de Estados Unidos, similares entre sí en su subalternidad, y sólo la novelística faulkneriana de utopía experimental por medio del lenguaje puede volverse tradición mutua, lengua de diálogo, porque es un puente por donde circularía la gran cultura europea y norteamericana.

Así estamos: a los escritores latinoamericanos se nos dan muchas oportunidades si abrazamos esa tradición, si queremos ser letrados, experimentales y culposos; para acceder, debemos escribir a lo mejor sobre la coexistencia difícil, llena de prejuicios y violencia, de dos razas en un mismo territorio. Nunca hemos de escribir sobre la mujer y el hombre más allá de la brecha, que en las novelas contemporáneas se vuelve melancolía amorosa; nunca hemos de escribir sobre sexualidades, sobre dos o más sexualidades, si no tenemos un programa biográfico involucrado, si no vamos a profitar de la propia diversidad sexual. La tradición de la novela feminista, en la literatura de la brecha, puede ser abrazada por un hombre sólo si quiere oponerse a otros machos, a los abuelos de García Márquez y Faulkner, esos dos que bien podrían haber sido mis propios abuelitos. Pues bien, quisiera rehacer la cita anterior de Baldwin: cuando las mujeres [fueron liberadas de] los hombres, a los hombres se les quitó también cualquier posibilidad de liberarse de las mujeres.

¿Como escribir una literatura comprometida con una política de los géneros desde una masculinidad que no se defina por las diversidades sexuales ni por las razas? ¿Cómo escribir y al mismo tiempo evitar elegir entre la imitación de Faulkner o la paráfrasis de Baldwin? ¿Puedo ser un hombre heterosexual latino, latinoamericano, y aspirar legítimamente a escribir en la tradición de Marosa di Giorgio y de Rosario Castellanos, querer firmar una novela como El cuarto mundo, como El monte o como El affair Skeffington? ¿Cuál es la membrana por medio de la cual nos toca y tocamos el mundo, qué nos define, sino este cuerpo y algo que no ocupa espacio pero lo cambia y que se llama lenguaje? Tal vez la brecha sea sólo una membrana, es decir una materialidad impermeable o porosa según qué la toca. «Necesitamos una nueva masculinidad», colige Gloria Anzaldúa en mi traducción. Y continúa:

Necesitamos que hagas una reparación pública: [pero] para decirlo, para compensar tu propia sensación de estar lleno de defectos, te esfuerzas por tener poder sobre nosotras, borras nuestra historia y nuestra experiencia porque eso te hace sentir culpable. [Sin embargo,] la respuesta al problema entre las razas blanca y de color, entre masculinos y femeninas, implica subsanar la división que se origina en la base misma de nuestras vidas, nuestra cultura, nuestros idiomas, nuestras reflexiones. Arrancar completamente y de raíz el pensamiento dual de la conciencia individual y colectiva es el comienzo de una larga lucha, una que sin embargo podría, esperando lo mejor, traernos el final de la violación, de la violencia, de la guerra.

Esa es mi tradición y esa la tuya.



 

 

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