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Carlos Labbé:
"Habría que arrebatarle la posibilidad de imaginar una trascendencia al pensamiento de ultraderecha"

Por Rodrigo Miranda
http://www.revistatemporales.com/





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La ilustración de la portada de La parvá, la perdurable novela del escritor chileno Carlos Labbé publicada por editorial Sangría, recrea una partida de Palin, el ritual sagrado mapuche. Fue el “deporte” de mayor popularidad en Chile hasta que en el siglo XIX comenzó el ingreso de disciplinas europeas modernas como el fútbol. Llamado “chueca” por los españoles, estaba integrado por ceremonias sagradas, una competencia deportiva y una celebración final. Originalmente, el Palin era más que un deporte, era un medio de preparación para la guerra y un rito en el que cada miembro de la comunidad se convertía en mapuche. Empezaban a practicar Palin y aprendían sus reglas desde niños. No había mapuche sin Palin. Paradójicamente, no es la Colonia la que confina este juego nuevamente a su esfera privada en las comunidades mapuche, sino la República. Se occidentaliza, se eliminan sus elementos sagrados y se busca convertirlo en mera entretención. Radicado en Nueva York desde 2010, Carlos Labbé no juega Palin, pero si se pega su pichanga loca de vez en cuando, donde intenta cruzar la línea del adversario y pasar un gol, tal como lo hace en la literatura. Con La parvá, Labbé continúa en su estrategia de repolitizar esa cancha polvorienta que es la narrativa chilena actual y complejizar el anémico escenario político, que hoy agoniza carente de densidad, trascendencia e imaginario.

En La parvá abordas el Mundial de 1962 como una arremetida del capitalismo salvaje en Chile, junto a las primeras transmisiones televisivas y la privatización de la sociedad chilena ¿El golpe de 1973 fue sólo el último eslabón para imponer el modelo capitalista a través del terrorismo de Estado y el proceso comenzó antes?
Es que yo trabajo, escribo, juego fútbol y compro, como tanta gente en nuestros pastos. Jugar y comprar se ha vuelto también un recorrido de la mirada a la pantalla, del dedo al botón, trabajar lo mismo pero forzados a un espacio y un tiempo que tiene cada vez menos dueños que quieren volverse innombrables en su monopolio. Pero la escritura literaria no: la escritura tiene sobre todo que ser conversación. Vamos caminando y sale la pregunta: ¿hasta cuándo vamos a comprar, hasta dónde podemos vender el esfuerzo? Entonces esta novela mía, La parvá, se me hace un método de conocimiento efímero, suficientemente complejo y eficaz como para poder responder sin que vayan a privatizarme la respuesta: el Mundial del 62 quizá haya sido la primera vez que el capitalismo internacional montó sin vergüenza su espectáculo en las localidades chilenas, pero no nos engañemos con que Chile desde su fundación letrada occidental no haya sido sino una empresa de capitales extranjeros –la corona española, el préstamo de la banca inglesa a la elite independentista, el mismo club más otros socios que botan a los liberales para instaurar un Estado minero y anti latinoamericano, la colonización yanqui desde Ibáñez hasta nuestros días, sí. Perdóname la rapidez, la sinopsis, la falta de detalle, que por amor al detalle publico la novela. El Mundial del 62 a lo mejor haya sido un cuadro abigarrado nada más en ese montaje largo: la empresa que es el Estado chileno está administrada por la fronda santiaguina, que necesita a sus trabajadores y trabajadoras de otras clases sociales, a sus mujeres subyugadas, a sus peones de distintas naciones, a sus muchas ajenidades cuyos órdenes son extraños al capitalismo aunque todo el día compren y vendan, aunque no sean internacionales ni tampoco quieran fácilmente ser habladas por nosotros, a lo mejor. Y se me arrancan.

La parvá reescribe el relato oficial. ¿Cuál es tu forma de explorar la memoria histórica y social?
Descreo del archivo, porque sus autores se esconden y no quieren dar la cara con sus exclusiones, tal cual el lobby empresarial y partidista. Sé como cualquiera –desde que Freud inventara la conciencia– que ninguna memoria es literal, sagrada ni anecdótica, pero sí táctil y olfativa. La pelota del Chile-Brasil esa tarde de julio en 1962 sudaba como correr a pelo en una mula, pilucho y en verano, pero yo jamás tuve ese cuero entre las manos, no sé andar a pelo, nunca he tocado siquiera la frente de una mula y ya no me acuerdo bien del calor del verano. Esa indeterminación es el foco desde donde se cuenta casi toda la novela: la falta de recuerdo –es decir la huella únicamente física– de que hubo y habrá una dirigenta. No un dirigente.

         La segunda parte de La parvá, por otra parte, recurre a otra posibilidad de una memoria: estoy en una búsqueda desde mi primera novela, una que tiene muchos atajos y no una sola vía: busco ampliar la voz singular, volver a contar los límites del individuo –ese al que quieren que los escritores aspiremos, ese que es uno solo excluyente, un privilegiado hombre que está autorizado a hablar porque se cree y lo creen genio, macho, culto, blanco, de clase alta, occidental, hétero, joven, competitivo, francotirador y lobbista según le convenga–; esos límites del individuo fundan la novela, la narrativa moderna. En mis libros he explorado las hablas de la trascendencia emocional tanto como física en la pareja y en las tradiciones espiritualistas, pero también la disolución tecnológica, el trance musical y el juego en grupo. En La parvá puse sobre la mesa el fundamento mismo de nuestra materia –tanto de las memorias como de las conciencias–, que es el lenguaje, la voz humana. Quise dejar de contar en singular para decir nosotros. Y en futuro. No es casual que uno de los pocos antecedentes de esto sea la oratoria política de encuentros masivos. Así que toda la segunda parte de La parvá, que es la más larga, es un relato concretamente plural, proyectado, aun en segunda persona, como una apelación que proveyera sentido narrativo, dirección –porque en plural la cuestión de cualquier memoria es esa, hacia dónde vamos y por qué seguimos a alguien; esa voz hace eco –deja de emanar del personaje único del relator deportivo para transferirse y ser compartida– no sólo por el público que presencia el partido desde la galería y tribuna del estadio, sino también por los once jugadores del equipo chileno e –inesperadamente, es que de esa manera funciona el complot– en los valé, ese grupo de garzones, enfermeros y auxiliares que sirven a los directivos pero en realidad trabajan para la dirigenta en el palco inaccesible, lujoso y corrupto donde se mezclan los gordos del Gobierno y del Congreso con los mofletudos de la FIFA y otros mórbidos empresarios.

¿Tu estrategia desde la ficción es apartarte, desde una perspectiva disidente, de la memoria oficial?
Me aparto, me arranco, me muevo, me quedo callado un poco, sí. De esa manera puedo escuchar a quien no sea un yo para no acordarme de lo que dicen que tendría que recordar. No hallo otra razón para sentarme a escribir o pararme a leer que ir hacia lo que no conozco, pero que cada mañana temprano se me revela y al despertarme desaparece. Y cuando me las doy de que creo que eso es lo oficial en mi jornada, que lo oficial sería algo absolutamente reconocible –digamos que mi cara, tan iluminada ante el espejo que no tiene ojos de la voz narrativa, esa que de tan breves sus frases y exactos los puntos seguidos tras cada idea, de ocho líneas sus párrafos, se da vuelta y se convierte en la narración didáctica para subjetividades sin cuerpo–, entonces me doy cuenta de que puede haber ahí también alguien a quien antes de leer mi novela le sueno a oficio, a oficioso, a ofidio. Y estamos peleando para que el trabajo sea un oficio, una enseña que se pasa de generación a generación para conocer quién éramos antes de mí y de yo, no un mero ir cada día a sentarse en un escritorio a contar las horas como billetes como páginas. Entonces culebreo, me aparto, me enrosco, me alejo un poco.

La novela instala un paralelo entre relato deportivo y relato histórico. Como el relato deportivo en el fútbol, es la memoria oficial la que construye las realidades históricas de un país, por ejemplo el discurso de la larga “transición a la democracia” chilena que, en la realidad, es una postdictadura.
Pero puedo abrir la boca y sería fácil que cualquiera completara mis frases: injusticia, discriminación, capa tras capa material volcánico que cae sobre la búsqueda de una autonomía para ¿cuántas? Y ahora paro. La historia y el ejercicio memorialístico no son lo mismo que el panóptico, no son el momento de anagnórisis en que de tanto mirar cada día el mismo punto sin marcas en un entresijo del metro aparece la corriente submarina y la quebrada y la ingle, y una parvá que siempre parece adoptar la misma formación se desarma, crea un dibujo, un garabato, el pájaro a la izquierda se mueve un segundo y ahí está tu nombre, pero paremos: me parece que hay que debatir sobre la velocidad de nuestra narrativa; la sinopsis, la enumeración, la hipérbole son velocidades tan queridas en los relatos de nuestros días tal vez porque dan la sensación –la sensación nomás– de que a mayor rapidez más filo adquiere la palabra, cuando un palo rápido hace más daño pero no necesariamente horada una esfera, ni tatúa la piel, ni revienta el ojo, ni logra que se mueva la pata, ni levanta la alfombra, ni trae la madrugada. El relato deportivo busca ser puro vértigo, sí, como las malogradas novelas cortas de un Bolaño –y no se entreveran inesperadamente como en las novelas largas de una Eltit, por poner a dos equipos directores en la cancha–, porque luego de eso viene el cansancio, la melancolía, el hambre, la sed y un vendedor a ofrecer bebida, maní tostado y cuchuflí. También yo quería escribir una novela política sobre la transición y la traición, porque se ha vuelto evidente el vértigo narrativo –en la obsesión por enumerar y por describir mediante comparaciones– del crimen político, pero no el encubrimiento ni su absolución trucha, ese proceso judicial que les resolvemos cada día con nuestros impuestos y nuestras firmas.

¿Crees que el Chile actual es capaz de recordar el pasado reciente tal como es o prefiere descansar en relatos manipulados en favor del poder?
El asunto sería arrebatarle la posibilidad de imaginar una trascendencia al pensamiento de ultraderecha que domina el discurso público y privado –el periodismo, el lenguaje amoroso de la pertenencia, las religiosidades intolerantes– de Chile para devolvérselos a los Chiles; y, al hacerlo, esa posibilidad se haría ineludible guión histórico, material, sexual, social y escatológico, no meramente un dogma. Prefiero invocar a un imaginismo político en vez de a un trascendentalismo revolucionario; claro que me refiero al imaginismo chileno de los años veinte, ese que en su momento ofreció construir en vez de reflejar, justo cuando Alessandri traicionaba a sus bases populares para gobernar con los conservadores de Chile –en contra de los Chiles. Pero también me refiero al imaginismo soviético y al imagismo yanqui, específicamente a que esa narración hipotética –y la practico en mi novela– considera importante contar mediante las técnicas de tales rusos y tales gringos: la secuencia impactante y el detalle luminoso –respectivamente, dos caras de la misma moneda populista –en el mejor sentido, el de Laclau y la izquierda de los gobiernos sureños– y contra el elitismo actual, contra la fácil manipulación de unos pocos para su fingimiento de realismo, que es el del eufemismo político, donde impera el cálculo económico tras la justificación chilena de «hacer las cosas en la medida de lo posible»: qué es lo posible, si lo que imaginamos no va más allá de las prácticas de la sumisión. Un extremo de eso serían los escritores que escriben sobre y como si estuvieran viendo televisión, sin la gravedad del cuerpo, sin los ojos y sin ver la pantalla –fingiendo que no saben de eso para hacerse funcionales al gatopardo que grotescamente tiene en sus garras todo gobierno de las realidades. 

Otro elemento de la novela es la presencia del tren, que dentro de la ficción y en la realidad fue más que un medio de transporte para los chilenos. No hay que olvidar que por algo la dictadura se encargó de destruir la Empresa de Ferrocarriles del Estado, su impronta, su poder y su red de infraestructura y sindical
Tengo la suerte de haber estado en un tiempo en que podías sentarte en un vagón para ir de Santiago a Puerto Montt, de Calama a Oruro, de Chillán a San Bernardo, e ir perdiéndote por las evoluciones de los pueblos, de los bosques y de los suelos a través de la ventana, bajarte a estirar las piernas en cada estación, encontrarte con personas desconocidas que se sentaban al frente. La destrucción del tren en los Chiles va de la mano con la subvención pinochetista a la televisión, y a su instauración –por parte de los siguientes administradores seudodemocráticos– como medio de control social que pretende suplantar al espacio público. La destrucción del tren fue un plan de desconexión de la población con su paisaje en movimiento, un paso más dentro del plan de atomización de las subjetividades –para instalar el cableado subterráneo de las relaciones de sospecha, introspección, melancolía y ansiedad entre clientes que se consumen mutuamente en el experimento neoliberal al que quieren reducirnos. Pero no les resultará al final. El proyecto neoliberal fue hacer de Chile un país invertebrado –hoy parecemos sólo eslabones de la cadena de peajes que van cortando la carretera: la panamericana era la idea de un flujo ininterrumpido del Yukón a la Patagonia; lo panamericano, ahora, es una serie de interrupciones donde hay que pagar para seguir adelante. Pero los Chiles, en cambio, son elusivos. Pueden sortear localmente y en conjunto esas cortapisas, esos obstáculos, lejos de la mirada oficial; podemos volver a articularnos por la cordillera, por las costas, por las calles recuperadas, por atajos rurales escondidos: cada peaje tiene una alternativa polvorienta, local, para quien pregunte y se atreva a andar donde no todo está iluminado.

¿Cómo ves las tensiones que vive Chile hoy para deshacerse del modelo neoliberal heredado de la dictadura?
Hay una sola respuesta, para salirnos del círculo vicioso histórico y del nudo ciego de la institucionalidad elitista, totalitaria, discriminadora y unívoca que refunda Chile cada vez: un relato que hagamos entre todas las personas. Asamblea constituyente, ¡ahora!

¿Cuáles son tus próximos proyectos literarios y extra literarios?
Soy uno más en Sangría, uno más de lo que colectivamente estamos haciendo en Santiago y en Nueva York, una comunidad local de varios brazos que junto a los talleres, las veladas de lectura y las intervenciones literarias es parte de la Cooperativa Furia del Libro y de otros grupos de activismo editorial, librero, bibliotecario y académico allá y acá. También: el próximo año los Periférica de Cáceres, Extremadura, publicarán mi siguiente novela Coreografía pëllï spiritual, y en Santiago haremos la reedición de Libro de plumas, cuyo segundo volumen, Libro de espuma, voy escribiendo con calma chicha. Ahora sale Loquela en inglés por Open Letter, el observatorio de Rochester, a cargo de mi traductor de siempre Will Vanderhyden. Y el grupo de Tunnel Books, que cavó un pasadizo de Pittsburgh a Ciudad de México, viene a sacar en inglés también mi Cortas las siete pesadillas con alebrijes en su colección de chapbooks. Voy armando la novela hecha de cuentos El establecimiento aun más lento. Hago música.

 

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Crédito fotografía: Mónica Ríos

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Rodrigo Miranda:  Nace en Santiago de Chile en 1974. Estudia Periodismo en la Universidad de Santiago. Desde 1996 se especializa en la crítica de teatro y en el periodismo cultural en diarios y revistas chilenas. A poco andar, el género periodístico le parece insuficiente para sus ansias narrativas y migra hacia la ficción como alumno en el taller literario de la escritora Diamela Eltit. Actualmente vive en Brooklyn, publica artículos en medios chilenos y escribe su primera novela. 



 



 

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