«Se fueron todos y quedó el Pedro, nadie más» Entrevista a Carlos Labbé a propósito de su lectura de «El Wilson», de Pedro Lemebel En programa radial Come Cuento, episodio 32, 19 de enero de 2023
Hola, soy Mima Peña. Bienvenidos a Come Cuento. Cada mes invitamos a uno de los autores más relevantes del escenario literario actual a que lea y comente uno de sus cuentos preferidos. Una de esas destacadas voces de la literatura contemporánea es la del escritor chileno Carlos Labbé, quien hoy va a leer y comentar un texto de Pedro Lemebel, uno de sus autores favoritos.
Carlos Labbé, escritor, editor y traductor chileno, es autor de nueve novelas, dos libros de cuentos y un centenar de relatos infantiles. Además, es crítico literario y profesor y se han estrenado dos películas con guiones de su autoría. También es músico y tiene cinco discos como solista. Ha sido seleccionado como uno de los veintidós mejores jóvenes novelistas en español por la revista Granta y hace unos pocos meses fue jurado del prestigioso premio internacional de literatura Neustadt. Es cofundador de Sangría Editora y actualmente vive en Brooklyn, Nueva York. Hoy tenemos el gusto enorme de que Carlos Labbé lea el texto titulado «El Wilson» del también escritor chileno Pedro Lemebel y que luego nos acompañe a comentarlo.
—Mima Peña: Hola Carlos, bienvenido a Come Cuento.
—Carlos Labbé: Hola Mima, es un gusto estar con ustedes, contigo.
—Muchas gracias. Como mencioné ahorita, eres escritor de novelas, de guiones para películas, compones y cantas canciones. Con tanta creatividad, ¿cómo haces para escoger la forma de plasmarla, si es a través de una canción o de un guión o de un cuento?
—Es cierto lo que tú dices que pareciera que yo tengo diferentes formatos y diferentes como salidas de la creatividad en la que vivo, pero ciertamente tengo una forma base en la que tiendo a pensar en la realidad, que es a través de la novela. Para mí la novela es un formato en el que fui educado y me gustó simplemente porque es un formato que pareciera que no tiene bordes ni límites y que en la experiencia de ese formato uno se puede realmente perder y también fusionar con otras realidades y otras entidades. Al mismo tiempo, yo también pienso de una manera bastante sonora. No diría musical, porque eso es una ambición, pero sonora en el sentido que para mí las palabras y la cotidianidad y la experiencia corporal es un reflejo acústico permanente, un rebote de energías, de ondas entre los cuerpos y entre la materia. Entonces, yo pienso las cosas en una combinación entre sonoridad y novela.
—Y para hoy propusiste leer un cuento de Pedro Lemebel. ¿Cuándo descubriste a Pedro y cómo ha sido tu relación con este gran escritor?
—Mira, Pedro… Yo le digo el Pedro porque éramos amigos. Lo conocí primero como un lector el año 93 en un taller literario en Rancagua, donde yo era adolescente. Eso es un poquito al sur, como a 100 kilómetros de Santiago, donde nos reuníamos los jóvenes poetas y la tallerista que se llama Marcia López, amiga personal de Pía Barros, que fue una de las primeras editoras de Pedro Lemebel cuando él todavía se llamaba Pedro Mardones y fungía como un narrador de cuentos breves.
Años más tarde, ya en Santiago, en la Universidad Católica, con mis amigos nos leíamos a Pedro Lemebel, que ya se estaba haciendo publicar, que ya tenía, digamos, un renombre, pero los profesores de la Universidad Católica, por supuesto, no querían leer a Pedro Lemebel. Y cuando nosotros se los proponíamos, ellos arrugaban el ceño, simplemente. Y luego, digamos el año 2008 o 2009, yo empecé a trabajar como editor de la editorial Planeta chilena. Y Pedro Lemebel por ese entonces publicaba en la editorial Planeta. Y tuve la suerte de ser su editor. Y ahí me convertí en su amigo.
Fui honrado con su amistad. El Pedro era una persona ladina, una persona que dejaba pasar a quien a sus ojos parecía que era una persona que podía vivir en su misma frecuencia de oblicuidad.
—Ya, o sea, pasaste el test.
—Pasé el test y fui desde un lector lejano fui hasta un buen amigo.
—Súper irreverente y muy crítico como las maneras convencionales de la sociedad y de la política chilena. ¿O cómo describirías sus posiciones ideológicas?
—Yo no diría que el Pedro es irreverente. Yo diría que el Pedro es un renovador, porque irreverente es Roberto Bolaño o Fernando Vallejo. A mí me han dicho irreverente: una persona a quien se le atribuye una posición acomodada y desde allí puede disparar como un francotirador. En cambio el Pedro venía de una educación y de un origen social popular. Él se definía como una persona que no era gay, sino una loca. Entonces fue una suma inusitada que se da muy pocas veces: ser popular, tener una disidencia sexual y, al mismo tiempo, tocar las teclas de lo que es estéticamente más alto. Una persona que era muy leída, muy docta y, al mismo tiempo, popular, tenía un programa que venía desde sus principios como poeta del Partido Comunista, que consistía en romper los límites del género y del género. Él tenía muchos nombres para su identidad sexual, lo que más decía es que era loca, pero también decía que era maricona, maricueca, mariposona y estaba muy en contra de la categoría gay como algo que se pudiera aplicar a todas las clases sociales. Decía que gay es una categoría de cierto homosexual de clase alta. Ni siquiera de todos los homosexuales de clase alta. No solamente por el origen anglosajón de la palabra, porque yo aquí en Estados Unidos también veo que hay comunidades homosexuales que están en contra de la identificación como gay, sino también porque él estaba en contra de eso como proyecto lingüístico, en contra de que todo fuera fijo. Por eso él decía que era escritor.
—Perfecto. El texto «El Wilson» tiene un lenguaje muy coloquial y muy chileno. Creo que la mayoría de las palabras se entienden por el contexto, pero para las que no somos chilenos, ¿te parece si me aclaras algunas palabras antes de que leas el cuento para entenderlo mejor?
—Sí, por supuesto.
—Al principio dice que el hombre hablaba «con una vocecita huasteca». ¿Cómo es una vocecita huasteca?
—Huasteca es una manera de decir indígena. Y de lo que se habla de la voz chilena, como tú puedes ver también en mi voz, que es una voz masculina chilena central, que es una voz bastante silenciosa, como apagada, tenue.
—Más adelante se refiere al pito y a cervezas. ¿Qué es «pito»?
—Ah, el pito. Es un porro, un cigarro de marihuana.
—En otra parte dice «las pilchas son lo de menos».
—Pilcha es un montón de ropa que uno ha usado mucho.
—«Pituca», «diuca»…
—Son maneras de llamar de los 70 y los 80 despectivamente a una persona de clase alta. Diuca es un pájaro, un pájaro chileno gris con el pecho blanco, bastante usual en la cordillera de la zona central.
—Una ofensa bien tremenda para una mujer. Claro, como la reina Isabel con cara de pájaro. Comienza así: «Un día te dije que iba a escribir nuestra historia en El Clinic». Cuéntanos qué es El Clinic.
—El Clinic es una revista que surgió en Chile cuando a Pinochet lo metieron preso. Al dictador lo metieron preso en Inglaterra, pero en vez de meterlo preso lo metieron en una clínica, en The London Clinic. Y entonces apareció este diario de centroizquierda socialdemócrata que celebraba la cárcel de Pinochet, la cual duró nada, y luego se convirtió en una institución periodística chilena. Es una revista de buena circulación en Santiago.
—Entonces, antes de que leas el cuento, quiero advertir a los oyentes que este cuento: siendo gran literatura, puede resultar fuerte. Seguimos hablando después de la lectura. Aquí está Carlos Labbé leyendo «El Wilson» de Pedro Lemebel.
-El Wilson-
por Pedro Lemebel
Un día te dije que iba a escribir nuestra corta historia en el Clinic. Y aunque tú no lo creyeras entonces, te juré que serías el protagonista de esta crónica que escribo evocando tu inquieto mirar de pendejo sureño, cesante y peregrino por estas calles, por estos cementos ardientes de la tarde estival, cuando lo veo venir caracoleando la vereda con su vaivén de leopardo morenón. Lo diviso apurado rapeando su elástico caminar directo a mi encuentro. En la Gran Avenida a todo sol, a todo calor, ese verano conocí al Wilson. Y me paró de pronto preguntando con su cara morocha de engominado penacho punky: ¿Tú soi el escritor?, ¿tú saliste en la tele? Y antes de contestarle, me di el tiempo de medir sus largos muslos sopeados de transpiración, me di el placer de hurguetear su ombligo y la pretina del calzoncillo que dejaba ver el bluyín rapero, a media cadera, a medio culo su vocecita huasteca volvió a insistir: ¿Tú saliste en la tele? Bueno, claro, pero eso fue hace tiempo. Yo no soy de Santiago, se apresuró a confesarme, vengo de Llanquihue y ando buscando trabajo porque allá no hay na’ que hacer. ¿Y tú crees que por aquí hay mucho que hacer?, le contesté con las pestañas encendidas. Algo se podrá hacer, cualquier cosa, cualquier trabajo, todo sea por unas monedas, porque no tengo dónde quedarme, y ahora estoy parando en el Hogar de Cristo. Llámame a este teléfono, le susurré a la rápida perdiéndome en la multitud que subía a las micros, bajaba de las micros en la bullente Gran Avenida. Y a las seis de la tarde, cuando me relajaba en ese intenso día con un buen pito, el teléfono que llama, el teléfono que grita su nombre, y así nos cruzamos en esta maraca ciudad con el Wilson, y pronto las cervezas y pronto los pitos y más tarde que temprano caímos al catre medio muertos, medio embriagados por este encuentro fortuito donde nos contamos todo, donde nos dijimos todo atropelladamente, como si el cielo de esa pieza fuera el último cielo que veríamos antes del amanecer. Allí me contó entre trago y trago el patiperrear de sus cortos años en busca de alguna esperanza para su iletrada juventud. Porque no terminé la educación básica, me dijo. Porque apenas llegué a séptimo y de ahí me echaron del colegio y después me fui de mi casa, porque me güeviaban mucho, porque no trabajaba, porque me la pasaba de vago con el personal estéreo pegado en la oreja tratando de rapear y bailar como los negros de Nueva York que veía en la tele. Y esa noche el Wilson bailó solo para mí, girando como un disco al compás del carreteado casete que guardaba como tesoro. Y también esa noche supe que el Wilson era virgen, nunca había tenido mujer ni hombre que lamiera sus pétalos sexuales; me di cuenta porque no sabía ni cómo ni por dónde. Y sus ojillos chinocos reflejaban el paraíso con la mamada deliciosa que le regalé después de preguntarle: ¿querís ver a Dios, loco?
El Wilson pensaba ser otra cosa, no quería que la urbe infame se lo tragara con su cruel voracidad, por eso y para que conociera gente, una tarde lo invité a la presentación de un libro del director del Clinic. ¿Y qué es esa güevá?, me preguntó con sus pupilas de chispeante carbón. Un periódico donde escribo. ¿Algo así como El Rastro? No, lindo, este es mucho más anarco, le respondí con ternura mientras caminábamos por Providencia hasta el pub donde sería el evento. Al llegar, el Wilson no quiso entrar. Es que ando muy mal vestido, murmuró, viendo las niñas rucias y los chicos intelectuales que hacían nata en la entrada. Y qué importa, mi cielo, uno es lo que es y las pilchas son lo de menos. Entremos a comer y tomar, ¿acaso la caminata no te dio sed? Y así esperamos que terminaran los eternos discursos hasta que empezó el cóctel de fierritos, tapaditos, dulcecitos y empanaditas que el Wilson devoraba a puñados. Luego aparecieron las bandejas de pisco sour y vino rosado en elegantes copas de alto pie. Salud, mi bello rapero, le dije al Wilson chocando los frágiles cristales que el pendejo no dejaba de admirar. Si quieres te llevas la copa de recuerdo, le susurré empujándolo al robo. Ahora que nadie está mirando guárdatela en el bolsillo. Pero una copa no es ninguna, pásame tu mochila, tápame para guardar esta otra y otra y la que está en esa mesa, y la que dejó vacía esa pituca cara de diuca, y la que ya se tomó ese viejo paltón con cara de asco y alcánzame esa que dejó babosa aquel abuelo hippie cabeza de melón con flecos. Así la mochila del Wilson se fue llenando de vidrios que tintineaban mientras el chico recogía y recogía copas embriagado por la fiebre del choreo. Vámonos de aquí, Pedro, porque no entiendo ni güevas lo que habla esta gente. Espérate un poco, voy a saludar a Carlitos, mi abogado, y al David que estudia literatura, y al Rodrigo que es periodista. Y con todo el grupo tomamos el Metro para seguir la farra en mi casa. A la pasada, en Bellavista, compramos unos vinos y terminamos en mi rancha nadando en copete, discutiendo de arte, política y todas esas latas culturales que apasionan a los universitarios de izquierda. Pero no al Wilson, que bebía y bebía con desespero dándose vueltas por la casa como león enjaulado. Y en un momento no aguantó más y me dijo: quiero que se vayan todos estos güevones para que nos quedemos nosotros solos. Recién lo conocía y ya se creía mi marido el lindo. Son mis amigos, le recalqué con firmeza, y si no te gusta la puerta es ancha, loco. No me hizo caso y siguió hinchando, enrabiado, cambiando la música, sacando a Manu Chao y colocando su horroroso casete que incluía una canción romántica de Chayanne. Mira, escucha: «Es la primera vez que me estoy enamorando», me cantaba en la oreja, tratando de que yo tuviera oídos solo para él. Sin embargo, la alterada plática intelectual de mis amigos no me dejaba ponerle atención. Y el Wilson terminó gritándome a toda boca su balada de chulo amor. Entonces, el David me pregunta con sarcasmo: ¿ahora te gusta Chayanne, Pedro? No alcancé a contestarle, porque el Wilson empuñó una cerveza y se abalanzó sobre el David justo en el momento en que mi alarido destemplado lo inmovilizó con la botella en el aire. Si van a pelear se van todas las mierdas de aquí, grité sacando ronquera de arrabal. Y solo de esa manera pude evitar un desastre. Pero esa noche las cartas estaban marcadas, y siguieron discutiendo y tomando hasta que tuve que echarlos a todos, incluyendo al Wilson, que lo vi por última vez desaparecer bajo la garúa rosada del alba. Y justo antes de doblar la esquina giró levemente su mejilla y me encandilaron sus ojos sureños de huérfano amor.
Desde aquel día nunca más supe del Wilson, y la escarcha del olvido terminó por esfumarlo de mi cotidiano pasar. Y solamente hace unos meses suena el teléfono y escucho la voz aflautada de la operadora preguntando: ¿acepta una llamada con cobro revertido del señor Wilson desde Llanquihue? Claro que sí, me apresuré a responder. Y tuve que contener el ahogo cardíaco al oírlo diciéndome que lo perdonara por el desatino, que la culpa era del vino, y que después de aquella noche se tuvo que ir al norte a trabajar en un circo, ayudando a levantar la carpa, alimentando a los animales, en fin, haciendo de todo hasta juntar la plata del pasaje para volver al sur. ¿Y cómo va tu vida ahora?, me atreví a preguntarle, al recordar su cuerpo de cañaveral flectado en el quejido rapero que humedeció mis sábanas. Mucho mejor, me respondió más tranquilo, y agregó con un dejo de irónica tristeza: ahora leo el Clinic y estoy estudiando en la nocturna para entender lo que hablan tus amigos.
—Gracias, Carlos Labbé. Con tu voz y acento chileno, la lectura de «El Wilson» no ha podido ser mejor. El cuento está escrito en primera persona por un hombre que se llama Pedro, que es un escritor muy reconocido, un intelectual al que le gustan los hombres. Parecería que estamos leyendo un suceso de la vida de Pedro Lemebel. ¿O crees que también hay algo de ficción?
—Yo veo que él juega con los nombres. Es un código. Hay nombres reales ahí, como el The Clinic o en general los lugares son todos reales. Pero los nombres de personajes son todos inventados. Son claves. El Pedro juega mucho con que yo vivía esto. Pero todos sabemos que tiene un estilo creado por él, solamente propio, lo que se llama una voz muy nítida. Y en esa creación de una voz pasa el artificio de la honestidad. Yo siempre he pensado que la honestidad es uno de los artificios mayores y más complejos porque para lograrlo se necesita mucho arte, muy buen oficio para que alguien crea que esto que tú estás leyendo es transparente y que te sucedió a ti. Y lo que vemos aquí es que Pedro Lemebel ya está en completo dominio de su propio estilo para pensar sobre su propio recorrido social. Entonces aquí el narrador está usando este código propio, que es el Wilson, parte de su obra larga, para reflexionar sobre todo sobre el trayecto que se pegó desde ser ese Wilson, de ser un joven hipersexualizado con un discurso popular, digamos, donde el Chayanne o el rap ocupan el mismo lugar que acostarse con el señor que aparece en la tele. Y al mismo tiempo se pone como un narrador.
—Me interesa mucho tu percepción. Por ejemplo, que tú a Pedro Lemebel lo ves como un señor escritor, un señor intelectual.
—Claro, como un intelectual. Para mí el Pedro Lemebel es la figura que yo tengo, que también es creada y tiene que ver con mi experiencia y con mi historia, que es la de un escritor aguerrido, salido de la población, del Zanjón de la Aguada, y que llegó, por una serie de buenas y malas decisiones y circunstancias, a ser una figura central de la literatura latinoamericana y me atrevería a decir mundial.
—Pero ahorita que mencionaste cuando se acuestan esa primera vez, Pedro dice, lo cual me parece muy divertido: «esa noche supe que Wilson era virgen. Nunca había tenido hombre ni mujer. Me di cuenta porque no sabía ni cómo ni por dónde». ¿Qué opinas de la virginidad de Wilson? Como que es más inocente, mientras Pedro es ya mayor, más experimentado.
—En este texto expone la cultura como completo desengaño. Entonces el hecho de que él escriba un texto sobre el Wilson, que esté en la casa de un escritor conocido, de que vayan a esta fiesta del lanzamiento de un libro, todo vinculado a la revista. La cultura es, digamos, lo contrario a la virginidad. En el sentido de que es muy popular en Latinoamericano tener esta dicotomía católica de que la pureza es la virginidad y que se opone a la noche, se opone a la cultura. Y la cultura es la corrupción. La cultura es conocer. Que hablen largamente durante la noche sobre libros y música que no es la que pasan en la radio. Eso tiene que ver con esa virginidad. Y al mismo tiempo, es interesante cómo la sexualidad se vuelve como algo corrupto en términos de lo que hablan los curas, digamos, del catequismo, mientras este otro hombre que está en la cama con un escritor de diversidad sexual conocido tiene una pureza.
—Y esa frescura con que Pedro aborda la relación entre esos dos hombres me gusta porque sabemos que es algo puramente físico y ya, ¿no? Independientemente de si es justo o no con Wilson.
—Exacto. Pero es importante cómo el texto se mete en el tuétano de la dicotomía moral latinoamericana. Te acuerdas en ese momento del texto en que le dice «róbate las copas». Le sugiere esa mirada bien pilluela ladina que yo dije antes, la palabra de Pedro. Es una mirada que dice: bueno, yo me estoy aprovechando de ti. Yo te llevo a la cama, me gusta tu cuerpo. Y al mismo tiempo ese auto boicot: te llevo a la presentación del libro culto donde toda la gente es súper educada y te digo «este es el momento de hacer una pequeña travesura», que alguien podría decir es un delito, ¿no? Una transgresión. Y esa misma transgresión, el mismo narrador es quien la empuja y el mismo narrador es quien advierte esta pureza, esta virginidad.
—A él le parece divertido, como una travesura, mientras el otro lo hace medio por necesidad porque seguramente no tiene copas donde vive. Entonces, es un poco cruel.
—Yo te mencionaba La esquina es mi corazón, el primer libro de crónicas del Pedro. Entonces, a mí me parece que en esta crónica del Wilson, lo que hace es también reconocer esa como fascinación por la belleza. Y ahí va el punto estético, ¿no? Dice, no me acuerdo cómo lo mencionaba pero decía: «el brillo del cristal». Y el narrador dice no solamente «oye, mira, el delito que estamos haciendo, nos estamos riendo de esta gente rica robándole o tú después puedes ir y vender estas copas o puedes tener copas», sino también hay un momento que le dice: «¿no te parece lindo tener estas copas?». Me recuerda a Robinson Crusoe y Viernes, ese afán civilizador de la cultura, ¿no? Robinson Crusoe es un escritor que llega a esta isla. Y trata de mostrarle la cultura a Viernes, que es un náufrago pero indígena en esta isla en medio del Pacífico. También yo creo que se está metiendo en eso para auto criticarse.
—Sí, y aunque si tiene ese afán civilizador que dices, queda muy mal parado porque queda como clasista. Es un intelectual petulante que aunque critica a sus amigos literarios de izquierda realmente los prefiere a ellos que al Wilson, de quien se burla, de la manera como habla, de su poca educación, incluso de su gusto musical. ¿O no?
—Sí. Tú dices que el narrador se burla de la figura popular, digamos, culturalmente virgen. Pero cuando se arma la rosca, la pelea, los echa a todos de su casa. A todos. Y eso me gusta. Que la casa del narrador, o podríamos decir, la casa de Pedro Lemebel, sigue siendo un terreno suyo. Su voz sigue siendo propia. Al interior no habitan los intelectuales de clase alta de izquierda. Pero tampoco habita el Wilson ya. Habita Pedro. Todos se fueron, con esa fuerza. Se fueron todos y quedó Pedro Lemebel, nadie más. Entonces, cuando después acepta la llamada de cobro revertido del Wilson y dice por supuesto que la acepto, eso también es un acto interesante, porque podría no aceptarla y olvidarse. Dice: «por supuesto que la acepto. Yo siempre voy a tener la línea telefónica abierta con el primer Wilson y con el Wilson virginal que escuchaba rap y Chayanne. Pero, claro, es muy importante dónde él hace el corte del texto, dónde termina el cuento. Termina cuando justamente el Wilson dice al teléfono; estoy haciendo un esfuerzo, ahora sí, ahora estoy leyendo El Clinic y lo corta. Eso a mí me deja un sabor amargo, porque estamos hablando de Pedro Lemebel, que está lleno de palabras y él corta ahí. Deja que el silencio sea lo que habla.
—¿Tú qué crees que va a pasar con estos dos personajes?
—Yo creo que el Wilson se convierte en un escritor, lamentablemente. Porque yo quiero mucho mi oficio y tengo mucho aprecio por muchísimos escritores y escritoras. Pero digo lamentablemente porque al final él cree que la escuela es la lectura de una revista de elite de izquierda, cuando la escuela de Pedro Lemebel, por no hablar de mí, digamos, fue la calle, fue la lucha social, la experiencia. Entonces creo que ahí hay algo amargo que el Pedro está diciendo. El aprendizaje de este sujeto que está empezando a adquirir hábitos culturales, de consumo cultural, se lo está dando una revista de izquierda, de izquierda socialdemócrata. Y a Pedro Lemebel la educación se la dio la lucha contra Pinochet y luego la ruina del proyecto democrático en la democracia chilena.
—Interesantísimo personaje. Interesantísimo tú también, Carlos Labbé. Ha sido un placer tenerte aquí en Come cuento. Muchísimas gracias.
—Pero por favor, Mima. Muchas gracias a ti.
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Entrevista a Carlos Labbé a propósito de su lectura de «El Wilson», de Pedro Lemebel
En programa radial Come Cuento, episodio 32, 19 de enero de 2023