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El estrabismo antipinochetista de esta narrativa chilena
Arenga / Meditación de Carlos Labbé
http://sobrelibros.cl/
Publicado el 04 diciembre 2014
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Debo las ideas en contra de la literatura nacional de consenso a los textos
de Mónica Ríos, y a su conversación.
Escribo con uno de mis ojos despejado, el foco preciso en el falso blanco de esta página, mientras el otro se me oscurece por una mancha de luz que siempre está al centro de lo que veo, y en eso creo yo que pierdo la profundidad que podría conseguir al juntar esta mirada con la de los demás. El defecto me viene con el aire contaminado de Santiago, con el sol tenue de este invierno sin lluvia y se me va –quiero creerlo– al moverme; dejo atrás cualquier certeza sobre este aplanamiento que tal vez sea resultado de perder de vista la cordillera andina entre la humareda y el metro, me pregunto entonces si ese efecto no se extiende a todas las personas que van conmigo cada mañana y cada tarde, a toda esa gente entre la cual soy una más mientras escribo: ¿vamos juntos, o se dirige cada cual a distintos lugares, al mar y al altiplano, a las pampas y a los bosques y a las islas y a los lagos, nadie sabe adónde? ¿Logran ver todas esas personas con los dos ojos al mismo tiempo, pupilas del esmog, del frío seco y de las apreturas? ¿Soy uno más si escribo esto: soy uno más si escribo esto: soy uno más?
El defecto me sobreviene al fijar la mirada con la contaminación, con la escritura. Sentarse a anotar en un cuaderno es dejar de escuchar la posible conversación de quien me acompaña y de quien acompaña a quien me acompaña; sentarse a rayar un cuaderno es ostentar un ejercicio que ante los demás pasajeros chilenos es sospechoso, porque ¿a quién quiero engañar, si para que cualquiera reciba una expresión inmediata mía tengo la pantallita, el audífono con micrófono, la cámara, y cada vez sabemos de nuevo que no existe tal cosa como un solo Chile, así que si pretendo comunicarme con una mayor cantidad de personas –ojalá desconocidas, extrañamientos y extranjerías que van y vuelven cada jornada a mi lado– para eso está el registro del deporte, el habla empresarial, la referencia televisiva, la conversación oficinesca, la certeza de la economía, el debate sólo si hay elecciones democráticas cada cuatro años? ¿A quién queremos engañar multitudinariamente?
Levanto la cabeza y observo en ti una expresión de desconfianza ante mis repeticiones, porque sigo sin decirlo de frentón: ¿por qué quienes escribimos fingiríamos ser apolíticos? ¿Por qué si publico mis palabras literarias tendría que confiar en que esta voz la leerá otro lector o lectora diferente a mí?
La respuesta se me aparece nítidamente por este ojo izquierdo: a nuestro lado alguien lucha como sea con el vaivén del metro para sostener a duras penas su lectura del vespertino; con el derecho, en cambio, veo borroso que esa persona no apoya su lectura en el aire, en las barras o en las manillas del vagón, sino en tu hombro, en mi espalda, en el brazo de quienes en cada estación nos vamos apretujando más, y aun así nos cuidamos de no pasar a llevar el diario del colega, porque a diferencia de la pantallita, el audífono con micrófono y la cámara esa superficie se nos expone generosamente a los ojos de todos. En una esquina de esa página, una foto y un titular: «Crece apoyo a Lemebel para el Nacional». Fija la mirada en el diario; tú también quieres que Pedro Lemebel gane el Premio Nacional de Literatura. Naturalmente. Desde mi punto de vista Skármeta, Germán Marín, Francisco Simón Rivas, Jorge Guzmán y el Poli Délano, otros candidatos este año, merecen también el reconocimiento –ante todo Diamela Eltit, quien pidió no ser postulada–, pero ahora mismo porfa que lo gane Lemebel; su obra es desafiante, singular y socialmente inclusiva, a pesar de que la campaña para que lo obtenga haya sido armada por una editorial española derechista junto a una costosa universidad local que busca privatizar la literatura chilena y a una hegemónica revista humorística de la oligarquía antipinochetista. Cierto, eso dije: de la oligarquía antipinochetista. Si en este vagón de personas que publicamos literatura chilena por altoparlante una voz preguntara cuál es la posición política de cada quien, la totalidad nos declararíamos antipinochetistas; eso quiere decir que nos oponemos a la estructura de Estado que construyó el gobierno dictatorial y que ha sido mantenida por todos los gobiernos posteriores, democráticamente electos. ¿Y qué pasa con la estructura de Nación que legitimó a Pinochet y sus secuaces oligarcas –conservadores, luego liberales– en la administración pública meridional? Eso es lo que la más vistosa literatura chilena del último medio siglo ha aventurado; lo mínimo: con el ojo bueno revisa, impugna, recrea el lenguaje con que se formula la memoria de ese Estado autoritario, mientras con el ojo malo deja de revisar, de impugnar, de recrear el registro y el relato de una Nación que se ha concebido a sí misma en la lengua de la jerarquía, la competencia y la homogenidad. A la narrativa chilena le ha bastado con sumarse al mínimo consenso ideológico que exige la memoria nacional reciente para hacerse muy visible y encontrar una complicidad, una respuesta amplia, una masa de lectores entre quienes no saben que sus miradas no se encuentran porque están dándose las espaldas, cuidándoselas –¿quién escribe y quién lee?–, igual que la narrativa antinazi en Berlín, la novela peronista en Buenos Aires, la crónica anticolonial en La Paz o la cuentística antirracista en Nueva York. Es necesario cuidarse las espaldas, aguzar la mirada ante el ataque totalitario; esa alarma nos impide ver nítidamente, sin embargo, qué nos hace multitud: la transa que excluye de los quioscos –de ese vespertino que alguien lucha por leer en el apretuje de la locomoción pública– la mayor parte de nuestras novelas, de nuestros cuentos, de nuestras crónicas, de nuestros poemas, de nuestras tesis universitarias, de nuestros textos teatrales, de nuestras columnas de opinión, de nuestros ensayos y de nuestros emails; en el centro de nuestra perspectiva hay un defecto visual, una mancha de luz que es la capital y el Capital de Chile y su mirada única, unitaria.
Cierro un ojo, ese con que estoy enfocando mal, pero eso no significa que te esté haciendo un guiño; quien escribe está siempre consciente de que la política es un texto fácilmente legible por todos en este vagón, y que, al revés, una página es fácilmente legible desde un punto de vista político: o convocamos a otros –a la multitud que va a entrar en la siguiente estación–, o no me convoco más que a mí mismo, mi único lector. Toda persona que viaja en el metro o en el Transantiago o a pie en los diferentes Chiles es antipinochetista, pero –como los anticolonialistas y los peronistas– existen antipinochetistas de izquierda y antipinochetistas de derecha. El Premio Nacional a Lemebel, por ejemplo, anunciaría que otras hablas y otros géneros son tan necesarios para tramar el relato de Chile como la novela y el poemario. Sin embargo, una vez más desenfocamos el problema que está en primer plano: a un Premio Nacional de Chile solamente lo puede postular una institución, y en el caso de Lemebel lo hizo el tinglado corporativo-oligárquico de la editorial Planeta, la revista The Clinic y la Universidad Diego Portales. A ti, como a todos en este vagón, te revienta la manera en que las elites usan una obra avanzada y popular para asegurarse otra vez el control social mediante una transa económica. Y con Lemebel –el cronista loca de la pobla, el performer mapurbe que intervino sexualmente el antipinochetismo de izquierda, el autor o autora lumpenproletario que perdió su furia cuando se enfermó mortalmente– tampoco vemos por el otro ojo cómo la capital, el Capital nos manipula; él o ella no tiene ya nada que perder, porque nunca ha tenido nada, ni voz ni cuerpo ni lugar dentro de una nación sucesivamente colonizada, conservadora, liberal, socialdemócrata, neoliberal, aunque siempre una sola y limpia su mirada –unánime, cómplice, graciosa su escritura– fija en un pasado reciente y borroneados sus otros tiempos, y sin darme cuenta te estoy describiendo la escritura de Antonio Skármeta, el más seguro ganador del Premio Nacional este año. Pero la literatura tiene otro defecto, que la arrebata de las instituciones y nos lleva consigo: una mirada a largo plazo que me sobrepasa, una multitud de voces durante una lectura que vuelve –me dices, y nos abrimos paso hacia la puerta, porque aquí nos bajamos.
Santiago, agosto de 2014
Publicado originalmente en revista Alba 06 (Berlín, noviembre de 2014)