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Todos era un número demasiado grande

Por Carlos Labbé
Publicado en revista Vice de México, vol. 9 N° 2, junio-julio de 2016

 



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Ya no.

Fue muerto mi hijo. Fue muerta mi mamá. Fue muerto mi esposo. Hoy voy al trabajo igual que ayer, igual que mañana, pero voy a dejar el teléfono en el bolso mientras limpio y si escribo, si les escribo, será en el cuaderno.

Mientras limpio el escritorio, plagado de dimú, me cuento historias. Tiene que haber una razón para todo esto, me decían. Fueron muertos, sí, pero ¿muertos por quién?

Ya no. Cada día que limpio, más dimú. Trabajábamos todos en Pantallas de los Subterráneos y Monumentos, cinco generaciones de desempleados públicos en mi familia hasta que conseguí un puesto en Escritorios. No hables de tu vida, exige un dimú que me trepa por el lóbulo. Cuenta mejor la fábula del lóbulo y las sienes, ahora que dejaste el teléfono en el bolso, ahora que tienes cuaderno. El cuaderno entraña una moraleja; el teléfono, una interrupción –justo cuando ellos van a hablar.

Sacudo los dimú incluso del cuaderno, pero algunos se quedan adheridos al papel, inmóviles, como si no pudiéramos verlos ahí superoscuros, jaspeados, las puntas dobladas, los recovecos de sus formas y algunos vacíos en las vértebras. Voy removiéndolos uno por uno hasta que me doy por vencido; aquí, los que no pude limpiar:

 

l,. Que en el refrigerador de la entidad haya algo más que un limón y agua a punto de congelarse.
l,l,. Que nos contemos hasta cansarnos de hablar lo que hemos hecho durante el día, cuando nos sentamos en la vereda antes de dormir.
l,l,l,. Que alguien más cuente las monedas y pague por nosotros.

La lista la escribió tu esposo antes de ser muerto, alega un dimú. Tiene que haber una razón para todo esto. Entonces, ¿por quién fue muerto? ¿Por mí?

Ya no. Cada mañana recibía su café y su marraqueta, a veces un plátano o un níspero además, y se sentaba por horas en la caseta del andén a vigilar que ningún rayado popular durara más de cinco segundos en las Pantallas de los Subterráneos y Monumentos. Cuando no estaba durmiendo le gustaba hacer monos en algún busto holográfico sobre su monitor apolillado: dimú, sienes, lóbulos, garabatos. Había una vez un lóbulo tan feroz que, cansado ya de que lo dejaran colgando, decidió estirarse entre las carnes faciales. Recorrió durante días y semanas las mejillas, bocas, pelos, haciendo de las suyas hasta que un día, hambriento, se encontró ante las casas de tres tiernas sienes. La primera sien había construido su casa de habla, la segunda sien la había calculado con calculadora y la tercera la había escrito. El feroz lóbulo llamó a la puerta de la primera sien: deja que alguien me toque, dijo a viva voz. La sien se negó. Entonces el lóbulo escuchó y escuchó hasta que la casa tan hablada se vino abajo. Luego el lóbulo llamó a la puerta de la casa hecha de cálculos con calculadora: deja que me toquen, gritó. La sien no quiso. Entonces el lóbulo sumó y sumó hasta que la casa tan calculada se vino abajo. Cuando se dirigía a la casa escrita ya había corrido la voz de alarma por toda la cabeza, así que se dejó caer una tropa de dedos que agarró al lóbulo en el acto y decidió, de manera ejemplar, perforarlo. Nunca supieron en el cerebro, menos en el cerebelo y en el gobierno central de la pituitaria que al castigar así al lóbulo estaban cumpliendo satisfactoriamente su demanda.

Ya no, en mi caso.

Ya no, cuando mi hijo, mi mamá y mi esposa fueron muer - tos por la misma entidad con quien se levantaron juntos esa mañana de primavera. Les pasó por atrevidos, dime dimú. Muertos ya, sin embargo, expulsados de la corporación y despojados de personalidad jurídica, continúan recibiendo el beneficio de su planilla en mi liquidación. ¿Por qué, por quién, por cuál de todos fueron muertos?

A veces, cuando estoy demasiado cansada en la tarde, me da con que soy la principal sospechosa. Pero después se me pasa, porque me duermo en la dignidad del sueldo mínimo.

Basta de tanta polvareda en tu cuaderno. ¿Eres hombre o eres mujer, acaso? Tú amontona mejor lo que es dimú en dimú, porque esto no es teléfono –no es fragmento, por favor no vayas a agregar que extrañas a tu pareja y a ponerte a dar quejidos melancólicos que en papel se llamarán literatura cuando la literatura no tiene otro papel que el billete. Mejor rasca el piñén de ese papel.

El sistema comienza por una aplicación telefónica específica. Los usuarios del tren subterráneo presencian en la paleta publicitaria digital una creación que los provoca. Cualquiera que tiene la aplicación puede reaccionar a este cuento, por ejemplo, para intervenir con lo suyo inmediatamente la superficie expuesta incluso con incoherencias ] , ] , ],*””l , l ,![]¥~~~’~~~~; una especie de red social pero de contenidos populares, la suma de las interacciones de los transeúntes con su entorno para beneficio de nuestra observación. Deberá ser sumamente importante que si los que van en el tren subterráneo se enfrentan a un cuento, a tal video, a ciertos sonidos o a determinada imagen fija, puedan intervenir mediante el teléfono; así se conforma en el inconsciente cotidiano un efecto de participación en la esfera pública que suplanta la necesidad de inclusividad inherente al antiguo voto político, se promueve la autopoiesis y se aquilata en el grupo nacional la sensación colectivista orgánica del caduco sistema de organización democrático. Por medio del acto de intervenir, el usuario participará de un relato mayor, sea éste una intervención de graffiti complaciente, la expresión de un afecto, el desahogo de una demanda o la declaración de una inconformidad que no perdurará por más de cinco segundos, parece efímera y sin embargo antes de que desaparezca será posible para el público tomar una foto de la interacción con el aparato mismo, recibiendo también un acceso a la satisfacción síquica de la memoria individual y su disolución en el archivo identitario. Ante la posibilidad de que se conserve y enquiste en el ámbito público cualquier emanación cultural considerada discriminatoria o insumisa, el sistema retarda la comunicación con el dispositivo telefónico personal por tres segundos, durante los cuales un operario actúa de oficio y en pro del bien común para aceptar o rechazar la publicación de cada usuario, según los estándares de libertad de expresión legalmente establecidos.

Cuando me hicieron la inducción en Escritorios todavía se trataba de fijar y dar esplendor, no como en lo que aquí anoto. La cultura corporativa que durante generaciones nos había dado trabajo en Pantallas de los Subterráneos y Monumentos se había impuesto a todo nivel, de manera que una limpia consistía aun en cortar la frase, bien tocar la pantalla, consultar la referencia, identificar quién es esta persona que ha escrito un cuento sin pies ni cabeza pero plagado de lóbulos y dimú, pedirle a la máquina chupadora que te extrayera el razonamiento. Yo llegaba a la casa a cocinar de noche con mi hija y mi mamá y mi abuela y mi nieta mientras mi novio y mi novia y mi papá y mi papá y mi hijo y mi papá bebían, fumaban, masticaban y aspiraban; entre todos compartíamos las imágenes, videos, sonidos y cuentos que habíamos querido guardar en el día. Todos estaban ahí, pero todos era un número demasiado grande, así que decidí postular a Escritorios cuando se levantó la veda. Tras mi primera semana en el nuevo puesto me senté con ellos y les pedí que me escucharan. Les dije, no sin pena, que yo ahora quería contribuir a la mesa con los restos de palabras que encontraba sobre los cuadernos. Les propuse que si agregábamos eso a las imágenes, videos, sonidos y cuentos que iban agarrando en Pantallas para la comida podríamos finalmente hacer un montaje, ponerlo en marcha y disolvernos en el sentido que una narración nos daría. Se encogieron de hombros. Me echaron un pantallazo y me quedé muda, hombro con hombro, sordo.

Eso sí, me contaron, la semana antes de que fueran muertos, que estaba en marcha una nueva resolución para Pantallas de los Subterráneos y Monumentos. ¿Qué resolución sería esa? ¿Mayor o menor? No lo pregunté pero quien era ya mi esposa, ya mi esposo empezó a acopiar hologramas con los que descubriríamos juntas, por último, si iban a aumentar el contraste o la intensidad. Al cabo de varias jornadas todavía no se declaraba la nueva resolución. Mi mamá y mi esposo, impacientes, decidieron entregar el material a la entidad para que ahí las destilaran en una nueva demanda. Ya no sirven, les dijeron. Ya no.

Y cuando pienso que fue para eso que fueron muertos.

No vayas a seguir, me dice un montón de dimú y se me acalambra la muñeca sobre el cuaderno. La muñeca abre los ojos de cerámica y habla en subtítulos: ¿no te cansa escribir a mano? ¿Por qué no escribes con la boca? Cuéntanos una parábola, mejor será. Mira: acá tienes un gráfico de barras, sigue la corriente.

Escritorios está situado bajo los respiraderos de Pantallas de los Subterráneos y Monumentos, de manera que caiga la mayor cantidad posible de polvo sobre los enormes y abiertos cuadernos de páginas en blanco con bordes dorados, dispuestos estratégicamente en las superficies. Los últimos turistas insistían en venir a leer aquí, buscando en sus guías de viaje las Bibliotecas u otro sitio de privación; demoraban diez minutos en hacerse polvo, las conciencias sucias de dimú. Cada medianoche llegan diferentes escribanos a recoger los cuadernos. Los cierran con cuidado, los dejan sellados durante una semana en el Gran Lobby y al cabo de un mes los deben abrir con sumo respeto: bajo la luz del sol entonces comienzan a resplandecer artículos, secciones, apartados, capítulos, leyes, códigos completos. Para que me durmiera, mi esposa solía contarme –éramos sólo yo y él en Pantallas los domingos– cómo nuestra Constitución fue encontrada al interior de la lujosa encuadernación de un cuentario que brillaba como el oro después de los cuarenta días en que la tormenta de ceniza barrió con el país anterior.

La parábola declina y no alcanzo a sustituir Gran Lobby por lobo feroz. Al final hay un borrón de dimú que impide leer los datos. Ahora que les escribo a mano, entiendo que es posible saber por quién fueron muertos. Las holografias de mi hija, de mi mamá, de mi esposo fueron incineradas con sus identificaciones, pero tiene que haber una razón para que yo todavía pueda recordar lo que todos hacíamos juntos, una familia entera, cinco generaciones, cada comida, durante nuestras jornadas en Pantallas de los Subterráneos y Monumentos:

l,l,l,l,. Que en el asiento más arrinconado del andén la persona que está mirando hacia abajo, los ojos entrecerrados, los hombros sueltos, las manos apretándose, tenga su teléfono muerto y en realidad esté rezando, ¿para quién? Autorizada. Eliminar en cuatro segundos.
l,l,l,l,l,. Que la misma persona, ahora con el pelo azul tan brillante como el interior más inaccesible del hielo si es éste vasto, ventisquero, glaciar, iceberg, de repente no lo tenga más que en blanco y negro. Que no sea siquiera el color que la intervención le disolvió en la cabeza, luminosa, sino una figura estudiada ante el fotógrafo y posando, retocada luego, construida para mi deseo según Publicidades. No autorizada. Eliminar.
l,l,l,l,l,l,. Que la bufanda de esa persona sentada, artesanal, guarecida, abrigadita, sea un lazo, un collar para sacarla a pasear, una cadena, una cuerda, un hilo plateado, una boya, y la interacción termina con una soga de donde cuelga la persona o de su cuello cuelga el mundo entero al revés. No autorizada. Archivar.
l,l,l,l,l,l,l,. Que el brillo en el aviso recién cargado por Publicidades, apenas un punto de luz en la esquina de la pantalla, sea aumentado por la interacción y se haga foco, lámpara de sala de interrogatorios, un auto que llega de repente, luna, ceguera. Autorizada. Eliminar tras cinco segundos. ¿Cómo lo registrarían?
l,l,l,l,l,l,l,l,. Que la mano de la persona intervenga la mano de la persona que intervenga la mano de la persona que intervenga la mano de la persona que no intervenga. Autorizada. Fijar.
l,l,l,l,l,l,l,l,l,. Que la imagen de la botella sea inclinada y, en su interior, un barco. Que en el barco, nosotros. ¿Quiénes somos nosotros? Autorizada. Eliminar en tres segundos.
< l,. Que la persona en la pantalla venda un producto que consta de una persona en una pantalla que jamás vende ni compra un producto. Sin intervención. [Eliminado por Publicidades]
< l , l ,. Que los dibujos de seres con cualidades humanas sin embargo no lo sean. Borrones, cientos de borrones, hasta que una intervención sonora los haga hablar para volverlos humanos. Autorizada. Eliminar en cinco segundos.
< l, l, l,. Que la figura de una guagua que llora en su coche lo haga a gritos, todos se incomodan hasta que esa persona, quien la lleva, se agacha con cuidado y le cuenta un cuento entre susurros. Que la guagua sonría, no se sabe si el espacio en blanco es el andén o la pantalla hasta que explota de nuevo, esta vez sin llantos. La intervención son los gritos de la guagua. No autorizada. Archivar.
< l, l, l, l,. Que la figura con el efecto de velocidad del tren subterráneo en los cuerpos de sus usuarios multipli - cada por los días, meses, años, décadas de repetición sea intervenida por una herramienta que la congela, espectáculo horrísono y carcajadas. Autorizado. Fijar. [No autorizada. Eliminar. Advertencia sobre la operaria.]
< l, l, l, l, l,. Que la paloma que se cuela entre los usuarios y vuela nerviosa entre los manotazos caiga a los pies de una paloma que sostiene el tren entre sus patas como a un gusano. Intervención holográfica. Autorizada. Eliminar en un segundo.
< l, l, l, l, l, l,. Que el retrato a tinta china de la esposa, del esposo, del hijo, de la madre, ocurra sobre un fondo acuarelado. Que brillen esos ojos vivos, cariñosos, plenos de amor por todos nosotros. Que nosotros no sea un número demasiado grande. Que venga otro usuario y con descuido fingido pase a llevar con su interacción la tinta china antes de que se seque. Que de retrato pasemos a sombras chinescas, claroscuro, túnel del tiempo, caverna platónica, Publicidades, Pantallas de los Subterráneos y Monumentos, boca de lobo, orificio. No autorizada. Eliminar.
< l , l , l , l , l , l , l ,. Que tres papeles higiénicos usados en el suelo del andén sean levantados por la velocidad y su viento, que empiecen a girar en remolinos y al ritmo de un baile alrededor, palmas, fuera las ropas, hasta que otra interacción los detiene, los acerca, los aumenta, que la suciedad ahí no sea sangre sino el jugo de una fruta hasta ahora desconocida. Autorizada. Eliminar en tres segundos.
< l, l, l, l, l, l, l, l,. Que la persona en el andén escriba a mano. Que sea sorprendida de repente porque su cuaderno se llena de pantallas que le impiden seguir, sin embargo las pantallas se atiborran de cuadernos que continúan la escritura, otra y decenas de intervenciones siguientes repletan el espacio de pantallas y de cuadernos sucesiva - mente hasta que sólo queda el marco en primer plano: un espejo. Autorizada. Eliminar en tres segundos. [No autorizada. Segunda advertencia sobre la operaria.]

Antes de pasar al siguiente escritorio y de tener que revisar el teléfono, sin pensarlo escribo sobre uno de los cuadernos abiertos, en sus páginas prístinas de dimú: fue muerto mi hijo, fue muerta mi mamá, fue muerto mi esposo. Pero hoy han salido a trabajar igual que yo cada mañana, igual que ayer. Voy a dejar el teléfono en el bolso mientras limpio y si escribo, si les escribo, será en el cuaderno. Ellos, ellas me responderán desde sus puestos que nadie sabe describir, porque siguen lejos de nómina y sus actos han quedado fuera de inventario.

Les escribo y voy limpiando el escritorio plagado de dimú. Cuenta mejor la alegoría del lobanillo. Tiene que haber una razón para todo esto. Fueron muertos, sí, ¿muertos con quién? Nadie te lo dirá directamente porque fuiste tú, sino a través de cuentos.

Ya no, les respondo.

Había una vez un tierno lobanillo que dormía placenteramente bajo la piel hasta que lo divisó, desde su caseta macroscópica, el dedo esterilizado. Vino por primera vez el dedo esterilizado a palparlo y el tierno lobanillo se giró al lado contrario, roncando profundamente. Vino por segunda vez el dedo esterilizado con otros dedos y un guante, le aplicaron presión, calor y químicos sobre la piel, pero el tierno lobanillo aún durmió profundamente. La tercera vez muchos dedos esterilizados llegaron con guantes, escalpelos y bisturí, dispuestos a extraer. Al primer pinchazo en la piel, al tierno lobanillo le sobrevino un sueño lóbrego: soñó que era lóbulo, que hacía lobby, que lo llamaban lob, love, lo, l, l,. Y por fin se despertó, un instante antes de que empezara la cirugía, de pésimo humor. Estaba hecho un cáncer.

Suena la alarma.

No es mi teléfono. Ya la limpieza queda finalizada. Agarro mis dos póstumos cuentos escritos en el último cuaderno, ahí encima, por el poco de dimú silencioso que queda. Sin embargo, ¿a quién se los voy a leer hoy, cuando todos en las distintas mesas individuales de nuestra casa recién acondicionada queramos comer y no podamos?

Suena la alarma.

Es un despertador. Es una despertadora.

< l , l , l , l , l , l , l , l ,. Que cuando mi novia, mi hija, mi madre, mi abuela, mi esposo, mi hijo, mi bisabuelo, mi todos se haya levantado esta mañana y yo todavía no fuera muerto, en vez de ponerse a hablar de nuestros planes con la entidad para que Pantallas, Escritorios y Publicidades terminen de pagar, y despertarme con signos numéricos que yo no entendería, se me haya acercado sigilosamente para, como el sol que nos cae en la cara cuando nos quedamos dormidos en la vereda, borrachas de cansancio, estamparme unos labios suaves en el lóbulo, otra manera de que me dijera adiós sin ser registrado.
< l, l, l, l, l, l, l, l, l,. Que quienes nos vigilan sepan que los vigilamos.

 

* * *

 

Imágenes: Guillermo Nuñez



 

 

 

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Todos era un número demasiado grande
Por Carlos Labbé
Publicado en revista Vice de México, vol. 9 N° 2, junio-julio de 2016