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Álbum 7
Ciudad traicionada / Cacharpaya por la vida / El derecho de vivir en paz

Por Carlos Labbé
Publicado en Crónica Sonora. Noviembre de 2019



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No, no, jamás seremos víctimas. Somos quienes habitamos desde siempre estas calles de polvo y barro, desde que se llamaban aullido, trino y lluvia, desde que todo tenía un nombre que no se puede ya pronunciar y luego le pusieron imperialmente Mapocho, finalmente Santiago. Con este ritmo que tenemos nos han quitado el nombre, nos han llamado encomienda, esclavas, rotaje, lumpen, flaite, vendedores ambulantes, parranda, transeúntes, estudiantes, trabajadores, gente de a pie, ciudadanía, movimiento y no, jamás seremos víctimas. Desde tiempos inmemoriales venían con fuego, con armas, con guanacos y zorrillos, y fingían vigilar, le pegaban a uno y se llevaban a otro al calabozo para fingir que trabajaban, pero siempre fuimos nosotras quienes les dimos el permiso de armar una cosa que llamaron ciudad, nosotres los dejamos pensar que había cierto silencio que ellos creyeron que era orden.

Ellos nos daban y nosotres les dábamos, ellos nos masacraban en las calles y nosotros les quemábamos las casas, ellos se guarecían en sus iglesias y en sus bancos y bolsas y edificios y nosotres bailábamos en las plazas, al borde del río, encima de los monumentos, escupíamos por arriba y por abajo, celebrábamos todo porque estábamos vivos: el funeral de mi mamita, el nacimiento de mi papito, el sexo de mis hermanas con tus hermanas, de tus hermanos con tus hermanos, el primer brote de lluvia y la luna llena: veíamos todo desde la nieve de la cordillera y desde el inframundo del tren subterráneo, ni siquiera estábamos en la calle pero la calle era nuestra porque no era de nadie, mierda. Aun así, logramos hacerlos arrancar hasta el pie de la montaña, fondeados en sus casitas traídas de otros continentes, asustados de nuestro ritmo:

¡Baila, chinchinero!
¡Baila, chinclainero!
¡Baila, chinchinero!

Hasta que un día —hace 11 días, hace 46 años, hace 94 años, hace 128 años, hace 500— juntaron valor y nos traicionaron.

Ocuparon la calle con soldadesca, tanques, metralletas, salvoconductos y cámaras, y quisieron cambiarnos el ritmo, los bronces de ida y vuelta y el corre que te pillo y el corran que los pillamos, el platillo y el giro y el giro y el giro fueron ilegales.

Nos dispararon en el funeral de mi mamita, cuando veníamos por el canal con las pantallas planas y la camioneta 4x4 con las puertas abiertas y la música a toda raja, y los pacos nos habían dejado toda la merca para que celebráramos, porque si no los capeábamos con los tiras, que estaban claros con otros narcos que este territorio era suyo, y justo que se había muerto mi mamita después de dos años de esperar nos llamaron al celular para decirnos que había una cama para ella en el poli, justo ahí nos dispararon. Nos dispararon en el funeral de mi papito, que trabajó de sereno desde que llegaron los españoles, y esperó y esperó que le llegara la pensión, y un día se comió un pedazo de carne importada, se acostó temprano por primera vez desde la época del toque de queda de Pinocho y no se levantó más.

Llevábamos a mi mamita y a mi papito a todo ritmo entre las flores cuando llegaron unos milicos pendejos, weones ridículos, eran actores de la tele en verdad, gritando que Piñera y su Sánguich y la conchesumare, que tenían que quemar unos súper y unas bencineras y unos vagones del metro con nuestros primos chicos adentro porque ya nadie estaba pagando, y tenían unos matinales listos con imágenes de los-otro, los enemigos que los gobierno de hoy en día necesitan.

Es una guerra contra ustedes ahora, dijeron, antes de dispararnos en el ojo.

¿Quieren guerra?, respondimos.

Pico en el ojo.

Y nos tiraban las lacrimógenas a los pies:

¡Baila, chinchinero!
¡Baila, sin dinero!
¡Baila, bencinero!

Y rebalsamos la calle, como era en un principio. Entonces cambia inmediatamente el ritmo. El nombre de la banda es otro de nuevo.

El nombre es Conmoción.

Eso sí que es un ritmo mortuorio, no nos importa una mierda que vengan a matarnos a todos si nos han traicionado.

El pacto se trataba de que nunca más nadie, quienquiera que fuese, tendría todo el poder de la muerte y del dinero y del agotamiento y de la injusticia y de la violación y del terror, que eso había sido un exceso demócrata y cristiano, nada que ver con las tradiciones ancestrales de estas tierras donde lo poco que teníamos era la posibilidad de corretearnos mutuamente en la calle a cualquier hora, hacernos los weones en la pega, comer y ponerse de la buena y curarnos hasta reventar los fines de semana: ellos se quedarían con el oro y el resto con la tierra yerma. Sólo que acá no hay oro y la tierra es fértil. Que nos convencieran de lo contrario fue la traición. Estamos celebrando la muerte de esa traición.

Ahora sí que conocerán el ritmo mortuorio nuestro: no es una música sin pulso de resignación, eso jamás. Será una cacharpaya por la vida ahora, una tristeza sin impotencia, una despedida de eso que era y que nunca más volverá —sus altos y bajos constantes, vida de mi alma—, y al mismo tiempo será la fiesta de bienvenir algo nuevo, el próximo año empezó ya en octubre, ahora mismo pasaremos de este rito funerario al carnaval ese que alguna vez existió en primavera y dicen que lo prohibieron: empieza de nuevo, cacharpaya por el agua y la semilla, volveremos y ya volvimos porque nunca nos fuimos, explosión.

Otra explosión.

Esas explosiones, ¿son fuegos artificiales de año nuevo o los últimos disparos de lo que fueron unos milicos y quedaron pisoteados por la masa que va de un extremo al otro del país, desde la entrada del invasor inga al paso de la piedra mapu y más allá, a los canales y tierras enormes quemadas, desde el paso antiguo de la nieve a la apertura siempre futura del mar, por toda esta ciudad que ya no tiene más nombre que el de las diez dirigentas, digo veinte valientes estudiantes, digo las cien trabajadoras parvularias, digo los quinientos militantes de la minería, digo los mil empleados públicos disconformes, digo las cien mil wawas y peullanes, el medio millón de crías y otro millón de deidades, otro millón de gargantas que comienza a corear, después de un redoble, del brillo melódico del bronce y la voz andina del Roberto Márquez: "el derecho de vivir en p". Otra explosión: no. Jamás seremos víctimas. Asamblea constituyente, ahora.



 

 

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