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La campana de Leni Alexander:
por una nueva constitución federal

Por Carlos Labbé



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Cuando aún no conocía tu nombre tampoco sabía el mío. Éramos individuo nada más, nombre y apellido con una fijación por la red, por el contacto de la zona, el roce o el pituto que apretar para conseguir un puesto en el gran motor ensordecedor de la máquina registradora que era lo único mayor a que aspirar. Ahora que nos hemos reunido en las asambleas de los cuerpos humanos al suroeste de la cordillera andina que se oponen a ser mero engranaje de esa maquinación, por fin podemos responder a un apelativo particular, a una palabra vibrante con que contestemos cuando nos convoquen todas esas personas que están aquí en esa búsqueda, y todas las que fueron y todas las que vendrán.

También cuando nos convoquen quienes desaparecieron buscando lo vivo. Quienes vivieron y murieron cada vez que la máquina abrió su cajón y nos mostró que La Moneda y La Bala se funden en el mismo material inerte. Quienes fueron detenidas en el movimiento de buscarse entre sí como el animal olfatea al animal en la oscuridad, quienes fueron desaparecidas en eso y permanecieron en el firmamento de una noche valpúrgica. «Ellos se perdieron en el espacio estrellado», así fue como la compositora chileno-polaca Leni Alexander tituló esa pieza suya para cinco grupos orquestales cuando supo que los dueños de La Moneda y de La Bala habían asesinado a Víctor Jara.

También cuando nos convoquen quienes eran ancianos, o frágiles, y murieron de una enfermedad que no había sido entendida aún por su hábitat; «La vida es más breve que un día de invierno», como la Alexander llamó a otra pieza suya para mezzosoprano y conjunto orquestal, y sin embargo cuántas nuevas primaveras llevamos ya demandando saber quiénes somos si pertenecemos a una multitud de ocho generaciones colonizadas por occidente y que todavía se esfuerza para vivir al sur de una brújula ajena, y dónde quedamos, y cuál es el nombre de ese lugar que habitaremos si no, y por qué habríamos de fijar ese nombre —el largo intento de explicación de ese nombre— sobre un papel hecho de bosque nativo mil veces reproducible en una tecnología de origen y estructura adversa. No poseemos esas respuestas, solamente sabemos que nuestro lugar será cualquier campo de batalla en donde podamos arrebatárselas a los dueños de La Moneda, de La Bala y de El Silencio.

Por eso cualquier sonido animal, cualquier música viva, cualquier baile masivo y sudoroso y toqueteado y zapateado y apretujado, cualquier ritmo y cualquier literatura que incomode a la Convención, tiene como objetivo inmediato destruir el incomprensible oxímoron República de Chile —la vida compartida que se nos negará mientras no sepamos qué quiere decir nuestro toponímico. Tampoco vamos a tener seguridad sobre cuál es el instrumento de cada quién en esa música viva porque nos lo roban al saberlo, así que es mejor aprender una nueva destreza cada temporada y que la herramienta sea siempre prestada, robada, pirateada; la partitura, sin embargo, está ahí, a libre disposición, dispuesta sobre esos amplios atriles que son los muros y las rocas, los arenales y los cerros, para seguir siendo interpretada. Todas las personas en las asambleas de los cuerpos danzantes reconocemos esa partitura, justamente porque somos quienes no sabemos leer el tradicional pentagrama que va en un solo sentido, siempre desde la izquierda para terminar en la derecha, significante y significado discreto, desde lo que es de nadie hacia un solo propietario siempre —hasta el Inca, la Corona, la junta criolla, el O’Higgins, el Portales, el pelucón, el Alessandri, el Paco Ibáñez, el Pinocho, el Aylwin, el Piraña, el Rechazo— y no: no vamos a seguir interpretando nuestra manera de vivir según su partitura. 

        

La partitura de todas sus constituciones políticas.

No sabemos cuál es el texto de la que viene, pero sí su forma: se trata de una figura circular con escrituras que se complementan en los márgenes, una composición compartida por tres atriles a lo menos, para que de esta forma la interpretación musical sea continua. A simple vista pareciera que su marco no tuviera un inicio claro, pero su evidente comienzo desde abajo a la izquierda aparece constantemente sincopado y ampliado en su espectro sonoro por intervenciones minoritarias que provienen de agrupaciones intermedias. Esta partitura como un todo debe ser leída siempre desde el exterior hacia adentro.

Y el viento siempre hará desaparecer las nubes oscuras.


 

En efecto, la descripción anterior corresponde a «Et le vent fera toujours disparaitre les nuages sombres», célebre partitura de forma circular y sin final que Leni Alexander compuso en París durante 1975; tampoco le vislumbro un final acá en Brooklyn este 2020, mientras escribo esto con buena parte de la dimensión no física de mi cuerpo humano viviendo en Machalí, junto a mi mamá y mi papá viejitos en medio de una epidemia que el hábitat de la Recta Provincia no entiende —nadie, en realidad ha logrado procesarla— y esta interpretación que llevo un buen rato ejecutando de esa partitura pone énfasis en su última y para nada enigmática instrucción previa, si se concibe la composición de un nuevo lugar que habitaremos colectivamente de manera situada y no abstracta: lo que nos constituya debe provenir de afuera hacia dentro, jamás dar por supuesto que exista siquiera un adentro, un concepto, una sola idea que no sea tangible con la piel que es el afuera y la certeza única de los cuerpos humanos; lo digo en el sentido en que la niña Leni Alexander abandonó junto a sus padres la comunidad judía de Wrocław en 1939 hacia Hamburg y finalmente hacia Santiago, escapando del rechazo esencialista de cualquier diferencia por atavismos económicos reales —eso que hoy entendemos como racismo por alienación de clase—, ese que me trajo a NYC y que ha significado que miles de personas peruanas, haitianas, dominicanas, venezolanas, colombianas, coreanas o chinas vivan en Chile y que sin embargo se les niegue el nombre abstracto de la ciudadanía chilena; qué pasa entonces con el campo, con la provincia, con el afuera que está más al interior, y por qué hasta su muerte la influyente compositora Leni Alexander fue considerada polaca, francesa, alemana, docta, enigmática, elitista, inaccesible, y jamás hasta hoy una música chilena, cuando uno de sus hijos ha sido uno de los nombres y caras más convencionales de la actuación identitaria reciente. Como en la propuesta de la Alexander —tu nombre me suena; a pesar de tu apellido y la manera que tienes de escribir, ¿eres de acá?—, insisto en la necesidad de amarrar una campana al costado de la partitura compartida, circular, interpretable de manera infinita en su belleza inclusiva porque por fin habremos abolido la letra leguleya romana que nos rige desde que llegó Europa a explotar lo que no tenía dueño, el reino del abogado y de la ley fija; así, cuando quien esté proponiendo su parte termine de convencer a la totalidad de caporales de la asamblea, agitará con el pulso particular de su mano nervuda, venosa, su piel en el metal ya no inerte en que fundimos La Moneda y La Bala y El Silencio para que el badajo golpee con su propia fuerza el labio —no el sesgo de un moderador, no el ideológico algoritmo detrás del botón de un programa de chat, no el botón de un aparato.

Permítanme, caporales, tocar la campana ahora: me parece indigno de nuestro esfuerzo y de nuestra imaginación que todavía no estemos hablando en serio sobre la necesidad de que el nuevo ordenamiento político sea no sólo descentralizado y plurinacional, sino francamente federalista. Hagamos explícito que la repartición justa de la riqueza comienza por la autonomía de lo local. Propongo entonces un país plurinacional federal, que se compondrá de siete estados independientes pero asociados en una unión que se revisará cada veinticinco años, que es el lapso entre uno y otro terremoto en el largo territorio integrado por:

  1. Dignidad: el actual país metropolitano y campesino, antigua Recta Provincia que originó la antigua nación chilena, y que limitará al sur con el país vecino e independiente de Wallmapu.
  2. Litoral Andino: la zona de puerto abierta al Pacífico al norte de Dignidad, además de los actuales Norte Chico y el archipiélago de Juan Fernández, incluyendo las áreas de autonomía para las naciones diaguita locales.
  3. Atacama: el antiguo litoral chileno-boliviano más el desierto, la zona abierta al Paraná y al sur boliviano, incluyendo las áreas de autonomía para las naciones aymara, colla y atacameña locales.
  4. Nuevo Coyasuyu: el antiguo litoral chileno-peruano, desde Arequipa hasta el sur de la actual región de Iquique, incluyendo las áreas de autonomía para las naciones quechua, diaguita y colla locales.
  5. Aysén Chiloé: desde las actuales inmediaciones de Valdivia hasta Coyhaique, incluyendo las áreas de autonomía para las naciones williche-mapuche locales.
  6. Patagonia Magallanes, incluyendo las áreas de autonomía para las naciones kawéskar y yagán.
  7. Exilio, es decir las comunidades anteriormente conocidas como chilenas de Argentina, Estados Unidos, Suecia, Canadá, Australia, Brasil, Venezuela, España, etcétera.

Antes de tocar por última vez esta campana, agrego a nuestra partitura circular que Wallmapu —entre los actuales ríos Biobío y Toltén— y la isla de Rapa Nui serán los países independientes que siempre fueron, aun si les proponemos asociarse económicamente al naciente Sur.

Mientras ustedes, mis caporales, preparan la siguiente intervención, interpretaré ante la asamblea «Cuando aún no conocía tu nombre», pieza póstuma y final de Leni Alexander:



 

 

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La campana de Leni Alexander: por una nueva constitución federal
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