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En el desierto de los símbolos
"Caracteres blancos". Carlos Labbé. Periférica. Cáceres, 2011. 158 págs.
Por María Eugenia Villalonga
Perfil, 6 de Marzo de 2016
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La página en blanco, sabemos, es el otro monstruoso de los que escriben. Pero un cuaderno escrito con caracteres blancos lleva a la literatura -entendida como un campo que incluye no sólo al texto, sino a la lectura y la escritura crítica- a su límite. Y es en busca de esta experiencia que un hombre y una mujer abandonan su ciudad huyendo hacia “un desierto sin nombre” con dos botellas de agua y un cuaderno escrito con tinta blanca. Durante siete días de ayuno y despojados de toda referencia simbólica, en una suerte de paraíso bíblico desértico, comienzan la lectura del cuaderno con los episodios que uno al otro, en silencio y bajo la luz de un sol que ciega y convierte el paisaje en la misma nada, se cuentan.
En el primero, un padre viaja con su hija adolescente al lugar donde comenzó la historia de amor con su mujer que la indolencia transformó, como en un cuento de hadas, en seres de diferente especie.
Y es en el espacio de la literatura (universal pero sobre todo latinoamericana) donde estos relatos surgen, cuyos personajes, escritores y lectores, discuten sobre libros y autores y como en una puesta en abismo, viven las historias tomadas de los universos de Onetti, de Hawthorne, de Perec, de Melville, del Dhammapada budista o de la literatura maravillosa y las reescriben.
En otro de los relatos, un poeta adolescente sueña con la escritura de una novela obsesionado con el nombre de Oliverio Girondo, que, como en la estructura de los sueños, se autonomiza y desplaza para reaparecer en la dedicatoria de La vida breve de Onetti, la novela que soñó como propia. La playa de Mar del Plata es el lugar donde el joven poeta le contará su sueño a un escritor chileno que reproduce los diálogos con sus amigos argentinos poniendo en evidencia cuánto le debe al compás del tango el habla de los porteños.
Y la “imagen de nieve” podrá ser tanto el título de un cuento de Hawthorne como el término técnico para nombrar una imagen distorsionada en las pantallas, las dos líneas que arman el relato de la paranoia de un escritor agobiado por el peso de las novelas imaginadas.
En la ciudad de Santiago, un escritor, siguiendo a Perec en su “tentativa de agotar un lugar parisino”, logra convertirse en sospechoso para la policía cuando, buscando el alma de su ciudad, la recorre temporal y espacialmente intentando averiguar porqué “todos quieren estar en otra parte sin irse de ella” y descubre en lo blanco de la nieve la figura que la explica.
Y el terror clásico -que en Latinoamérica, no puede sino tener una dimensión política- encuentra en la figura del autómata el signo de la distopía. En una de las “nueve fábulas automáticas” (en la que quizás sea la de mejor factura) Pinocho, el instructivo muñeco de madera, se descubre como un monstruo construido con partes de la historia trágica de la dictadura pinochetista; la cabeza de un aséptico filósofo alemán admirador de Heidegger resultará el lugar donde vive y muere su dueño; o la “máquina medidora de almas” el instrumento de tortura más aterrador utilizado por el estalinismo.
Poco importa si los relatos tienen autonomía y ya fueron publicados, si desde la contratapa se anuncia que “el primer libro de cuentos del joven escritor chileno (…) es también una novela hecha de relatos”, acentuando la inestabilidad genérica de un texto que cuenta y se cuenta, una y otra vez, contra el lenguaje, el intento de asir el acto de la creación, una lucha que -como una imagen en la nieve que se deshace- convierte al escritor en un capitán Ahab enceguecido, persiguiendo en la página en blanco, ese “silencio sin marcos”, lo absoluto hasta transformarse en el objeto de una búsqueda imposible: la de “construir con las palabras que no digas una fortaleza”.