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"Árboles quemados una y otra vez”
De Piezas secreta contra el mundo (Madrid: Editorial Periférica, 2014)
Carlos Labbé
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Albur: segundo nivel, cuarta etapa
Llueve torrencialmente cuando apoyamos nuestros huesos inferiores como pies mojados en la playa negra. Movemos el mando de control para caminar a través de ese suelo que –ya no arena volcánica, como en la orilla opuesta del lago– es la brasa enfriada de una superficie inerte: montones de tierra de hoja, de musgo, de árboles quemados una y otra vez –lo sabemos porque el suelo cruje con nuestra pisada como un recuerdo de su crepitación– se desgarran al mínimo roce de estos huesos que tenemos y se desvanecen en ceniza. Entre la lluvia, el calcinamiento, las nubes cargadas y la hora sin sol de la tarde sobre el lago plateado sobresalen a poca distancia los restos de una fogata. Sobresalen para nosotros porque en la fogata hay todavía rastros de fuego. Y algo blanco.
Con la palanca del control hacia el suelo distinguimos que entre esos restos de leña gris tres huesos humanos –una tibia como la nuestra, una clavícula, una mandíbula inferior– están apilados sin quemarse, y cuando estiramos eso que parece un brazo aquí para tocarlos se derrumban. El choque de huesos es un estruendo en la quietud de la playa calcinada.
Un ratón se escabulle entre las brasas y se posa sobre esto que nos sostiene –nuestro pie– y empieza a roer. En el momento que nos sacudimos con un corto golpe sobre la palanca, el ratón se escapa. Lo miramos, vemos que llega a otro rincón y sigue buscando comida ahí donde huele a vivo, porque entre la grisura aparecen más huesos: dos, diez, veinte huesos bien limpiados por la voracidad de las ratas –ya no viscosos como nosotros– permanecen sembrados a través del lugar.
Vamos apretando botones para recoger esos huesos entre los nuestros, fijándolos entre sí como piezas que se ensamblan con un crujido apenas se tocan una y otra, reconstruyendo así el cuerpo de alguien que se adosa a la punta de nuestras falanges izquierdas porque todavía no tiene cabeza.
Sólo nos falta el cráneo, la calavera cuando terminamos de cruzar la playa y oímos de nuevo un chapoteo de nuestros huesos inferiores en agua. Al girar el control de mando entendemos que al frente de nosotros está de nuevo el bosque, a nuestra espalda sigue el río que entrevimos en la playa de la otra orilla, el río que empieza en la poza. Una entrada de lago donde estamos pisando ahora.
Albur: segundo nivel, segunda etapa
El brillo del agua que corre –porque las nubes apenas permiten una luz que se refleja– no es suficiente para esconder el verdor de las plantas que empiezan a crecer entre las rocas lavadas de ceniza, de los carbones que caen desde el borde cuando entramos y se hacen refalosos para nuestros huesos tan blancos, tan hundidos que parecen piernas y avanzan hacia la otra orilla con apenas un golpe, el de nuestros pasos silenciosos entre el ruido del torrente.
Bajamos la palanca del control para mirar con detención el musgo blando que atrapa la punta de nuestro hueso inferior y no nos deja avanzar. Entonces nos devuelven una mirada negra los ojos ausentes de la calavera que encontramos encajada, enmohecida, brillante y boca arriba entre dos piedras; en el momento que nos agachamos para recogerla ponemos esto que parece brazo como palanca y tiramos de la calavera a través del control con tanta fuerza que, cuando ésta se suelta, perdemos el equilibrio y caemos de espaldas. La corriente empieza a llevarnos, nos vemos obligados a dejar ir la calavera para intentar afirmarnos –un movimiento rápido y dos botones– de una piedra, de alguna raíz, de la orilla. La calavera se queda flotando ante nuestros ojos y nos sigue, como riéndose –sin la mandíbula, que está rota o sumergida– de nuestras convulsiones. Desde una de las cuencas vacías de sus ojos emerge un pez, un salmón plateado que libera el cráneo de su peso y permite que se pierda río abajo. El salmón se nos queda mirando: nada alrededor, nada hasta que súbitamente se impulsa para entrar por los intersticios que hay entre las viscosidades de nuestras costillas. Tenemos algo acá adentro, la palanca del mando vibra y está atascada, reacciona a ese cuerpo extraño que se atraviesa, que interviene, que nos usa como caparazón. El salmón se hace dueño de nuestros movimientos, soltamos las articulaciones de estos huesos y permitimos a la corriente ruidosa arrastrarnos con violencia, revolvernos, tironearnos y azotarnos contra las piedras hasta que llegamos a un meandro de aguas tranquilas, densas y de colores oxidados.
En el silencio que vuelve con el alejamiento del río, en el momento que nos erguimos involuntariamente y caminamos hacia la orilla, un aleteo viene desde detrás de la pantalla; la regurgitación que se vuelve el salto del pez plateado a través del orificio de nuestros huesos pélvicos de vuelta al agua del río. Y el pez se hunde sin mirar atrás, al lugar donde nos deja, flotando entre los desechos tóxicos que de cuando en cuando expele un largo tubo, el mismo que usamos como guía hacia un enorme bloque de cemento en cuyo cartel de aluminio corroído – derrumbado sobre el basural– aún se lee, porque podemos hacerlo: Austral Salmon Inc., prohibida la entrada.