El día que se acabó el pan, la enviada de la asociación de agricultores industriales se encontró con su homóloga de la olla común por el sendero de tierra hacia el cerro quemado. Esa mañana también se había cortado irremediablemente la luz.
Al mediodía no quedaba gas ni bencina, según contó la tallerista en jefe de la casa de la cultura que venía por otro camino, codo a codo con el líder del centro de madres y la cabecilla de la junta de vecinos. Todas estas personas habían sido enviadas por una multitud desesperada por la sequía.
En plena cordillera, el silencioso grupo de dirigentes se detuvo sin saber qué hacer. El sol les daba en la cara, reflejado por la nieve. De pronto la activista de la coordinadora disidente dio un grito: había divisado una criatura asomarse y desaparecer por una larga sombra que, descubrieron, no era tal sino la boca de una quebrada nunca antes vista que al cabo se volvía angostura, valle, pampa con salida al mar. Allá se sentaron a engullir diweñe, yuyo, nalca, miel, chicha y frutilla, que se daban a destajo. En ese goce olvidaron todo hasta que la criatura vociferó: nadie puede salir de aquí. Pero cualquiera puede entrar. Hay riqueza, trabajo y lugar de sobra para quien lo busque en este país secreto.
Así, recordaron a quienes les habían enviado. De rodillas clamaron por compasión, para que se les permitiera llevarles hasta allá. Entonces la criatura se elevó para desplegar con magnificencia sus alas prístinas, su larga cola puntiaguda, y rechazó la petición mientras la aprobaba mediante el comienzo de un nuevo relato: el día que se acabó el pan, por fin salió el pueblo en pleno de su encierro y todas esas manos, sin excluir ni una sola, comenzaron a sembrar.
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Solorza. e-mail: letras.s5.com@gmail.com Alegoría del cultivo de diweñe
Por Carlos Labbé