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Poderes de la tecnología postelevisiva en la escritura contemporánea:
Zapping, transformismo y mutación en Caracteres Blancos, de Carlos Labbé
Giuseppe Gatti
Università Guglielmo Marconi Di Roma
Publicado en CRIANDO V (2019)
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1. DEL “CAMBIO DE CANAL” TELEVISIVO A LA MUTACIÓN EN LO LITERARIO
A lo largo de los últimos cuarenta años, dos parecen haber sido las modalidades esenciales gracias a las cuales la literatura ha introducido en sus páginas el elemento tecnológico y ha generado nuevos sentidos a través de las distintas formas de relación establecidas con la iconosfera mediática de la contemporaneidad. Una primera forma remite a aquellas narrativas cuyo rasgo dominante reside en la inserción del elemento tecnológico como factor clave para el desarrollo de la trama y la construcción del hilo narrativo. Pensemos en una novela como Sueños digitales (2000), del boliviano Edmundo Paz Soldán, en que el trabajo del protagonista –hombre experto en el tratamiento digital de imágenes– plantea una serie de reflexiones premonitorias acerca de la creación de nuevos mundos a través de la manipulación de los ya existentes; o en la novela Nefando (2017), de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda, en que el plot narrativo se construye alrededor de la actividad de creación de un videojuego siniestro y morboso cuyo nombre da el título a la novela; o también en El exilio según Nicolas (2004), del uruguayo Gabriel Peveroni, en que el dominio de las nuevas tecnologías informáticas le permite al joven protagonista crear desde su propio apartamento un juego virtual en el que involucra a otros participantes con los que interactúa a través de la construcción de subjetividades-simulacro. Por otro lado, crece en la literatura contemporánea el número de narraciones en las que existe una interferencia más o menos evidente de algún componente de la tecnología contemporánea, hasta llegar a los casos extremos en que el soporte mismo del texto literario es un soporte tecnológico. Parece muy representativa de esta segunda tipología la novela ‘multimedia’ Tierra de extracción, del narrador peruano afincado en Venezuela Doménico Chiappe, un texto al que Daniel Mesa Gancedo atribuye el calificativo de novela ‘hipermedia’, puesto que “a la combinación de texto, imagen y sonido (que definirían lo multimedia) se añade, además, la interactividad” (Mesa Gancedo 2013, 225).
En ambos casos queda patente que la tecnología en la era digital conlleva un cambio en el lenguaje literario: implica para el escritor la búsqueda de un lenguaje capaz de redefinir las posibilidades expresivas de la ficción a partir de la inclusión en el quehacer literario de las formas de interacción que se establecen entre el ser humano y la tecnología. La interferencia de lo tecnológico en estas narrativas mediáticas puede, en suma, resumirse en la existencia de textos
cuyo fin estético es la inserción de la tecnología como elemento determinante de las tramas, las situaciones, la estructura o la configuración textual de dichas narrativas. O [en la existencia de textos] que, de un modo u otro, ven afectadas estas categorías literarias por la injerencia, fricción, interferencia o reducción de algún componente tecnológico en sus formas o funciones. Y también aquellas que se desarrollan integralmente en un formato o soporte tecnológico (Ferré 2013, 93-94).
Si se restringe el alcance cronológico de las presentes reflexiones a los primeros cuatro lustros del nuevo siglo se puede comprobar cómo la literatura producida en las dos últimas décadas en la América hispana no se aleja de esta tendencia: las nuevas promociones muestran casos notables tanto de textos literarios caracterizados por la introducción del elemento tecnológico en la composición temática del relato, como ejemplos de introducción de relatos y novelas en la tecnología, es decir, casos en los que se interviene en la tecnología televisiva, cibernética, fotográfica o cinematográfica con los recursos que ofrece la narrativa puramente literaria. Limitando el alcance de nuestra reflexión panorámica al ámbito cultural chileno (marco geográfico al que pertenece Carlos Labbé, nuestro autor) cabe observar cómo la experimentación literaria interactúa con la tecnología en la búsqueda de una retórica que permita un diálogo estético entre el texto literario y el amplio marco de las variantes informáticas actuales (videojuegos, ciberespacio, blogs, etc.). Son tan variadas las formas de esta interacción en la narrativa chilena contemporánea que se va desde la inclusión de motivos mediáticos en el texto hasta una revisión paródica de esos mismos temas, de tal modo que es posible detectar “la utilización ya no sólo de los lenguajes y contenidos de los mass media, sino también una reproblematización de sus relaciones con la tradición literaria, ya sea desde la parodia o la ruptura irónica” (Amaro Castro 2018, 272). En la operación de rastreo del uso de los lenguajes mediáticos en el marco literario parece emblemático el caso de la narradora chilena Nona Fernández: en mayo de 2016 ve la luz su novela La dimensión desconocida que se hace merecedora del premio sor Juana Inés de la Cruz y cuyo título establece un diálogo explícito y declarado con el mundo de la cinematografía, al proceder de la película estadounidense homónima, La dimensión desconocida (Twilight Zone: The Movie) dirigida en 1983 por John Landis, Joe Dante, George Miller y Steven Spielberg. Tres años antes, la misma Fernández había publicado una novela breve, Spaces invaders, cuyo título remite a uno de los videojuegos de mayor éxito producidos por la japonesa Atari en la década del ochenta; es la misma autora quien se ocupa de introducir el mundo de los pequeños invasores galácticos en su narrativa, al subrayar cómo la informática se crea un lugar en su obra a través de “las balas verde fosforescente de los cañones terrícolas [que] avanzaban rápidamente por la pantalla hasta alcanzar a algún alienígena. Los marcianitos bajaban en bloque, en un cuadrado perfecto, lanzando sus propios proyectiles, moviendo sus tentáculos de pulpo o calamar, pero siempre terminaban explotando” (Fernández 2017, 184).
A partir de estas premisas, en las páginas que siguen nuestro objetivo consistirá en un análisis que, sin ninguna pretensión de exhaustividad, se propone estudiar los efectos de la inserción de la tecnología como factor de poder, es decir, como elemento determinante de la configuración textual y de la lógica conceptual de una obra literaria. Conscientes de que muchos y muy valiosos son los ensayos críticos que ya han abordado con lúcida inteligencia el tema (Daniel Escandell: Escrituras para el siglo XXI. Literatura y blogosfera, de 2014; Fernando Sáez Vacas: Más allá de Internet: la Reduniversal digital, de 2004; Manfred Osten: La memoria robada. Los sistemas digitales y la destrucción de la cultura de recuerdo, de 2008; Julio Ortega y Juan Francisco Ferré: Mutantes. Narrativa española de última generación, de 2007, entre muchos otros), limitaremos el alcance de nuestro enfoque a las consecuencias sobre los contenidos y la significación del texto literario de una cierta práctica puntual de interacción entre el hombre y la tecnología, la del zapping, sobre la que volveremos en breve. La evidencia empírica ha demostrado cómo los nuevos modos de relación entre literatura e iconosfera mediática han generado un cambio significativo en la reconfiguración del texto de ficción: se trata de un cambio que afecta tanto la forma del relato como su contenido y que refleja una mutación en la manera de estructurar tanto el hilo narrativo como la consistencia y la coherencia identitaria de los personajes ficcionales.
El acercamiento más tradicional a este tipo de análisis se ha centrado en el efecto-velocidad, y ha demostrado cómo las mutaciones que marcan la nueva narrativa en castellano parecen ser el efecto de la traslación al quehacer literario de las dinámicas de aceleración de los intercambios virtuales y de la velocidad con la que la información se transfiere entre usuarios, en una etapa de la historia del hombre como la actual en que el aumento de la intensidad y de la velocidad de la comunicación comprimen las coordenadas espaciotemporales y convierten al mundo en un espacio líquido en términos baumanianos. Sin embargo, al rasgo de la velocidad –herencia innegable de la traslación de los modelos tecnológicos a la literatura– se añaden otros aspectos relacionados con el sistema espaciotemporal de la contemporaneidad, a saber: la fluidez, la continuidad y la búsqueda de lo visual. En el plano sociocultural, la circulación de la información se construye sobre la base de un flujo ininterrumpido de datos (continuidad) que lleva, por un lado, a la intensificación y agilización de la comunicación (fluidez) y, por otro, a la consolidación de una nueva forma de conocimiento, que ahora se hace mucho más fragmentario. La velocidad de los intercambios y la dificultad de acceder a un conocimiento completo del flujo informativo contribuyen a que
las realidades se [vuelvan] –tanto psicológica como físicamente, a través de su desmaterialización tecnológica–líquidas o continuas de forma progresiva. Los conceptos rectores de nuestro tiempo son los de flujo, comunicación y circulación, todos ellos atinentes a una estructura fluida y continua, que puede trasladarse rápidamente de un punto a otro del globo, deslizando de un hombre a otro, de una rama artística a una científica y viceversa. La fragmentación del conocimiento, la nueva estructura de este (más parecida a un meme cultural repetible de modo mecánico y simple que a un sólido inamovible), favorecen la circulación de las ideas y el flujo constante de información (Mora 2012, 98).
Insistir en que la fluidez de los intercambios y el desarrollo continuo de las tecnologías de uso cotidiano están incorporándose en los modelos narrativos contemporáneos significa observar, en realidad, cómo ya desde hace más de cincuenta años la narrativa hispánica ha ido incluyendo en sus páginas tanto elementos y temas procedentes de las novedades tecnológicas como modalidades de representación ficcional que absorben de las herramientas de comunicación de masas. En las dos últimas décadas, sin embargo, el aumento de la velocidad de las dinámicas de globalización y el rápido desarrollo de las nuevas tecnologías han tenido un impacto tan evidente en la producción literaria al punto que, en el momento de la identificación de los rasgos más sobresalientes de la nueva narrativa en español, es imposible descuidar aspectos como:
a) la gran velocidad que los narradores imprimen al día de hoy a sus historias;
b) la existencia de una interconexión tanto de las tramas como de los personajes dentro del mismo relato, como si los nuevos narradores quisieran representar “la ansiedad de la literatura actual por interrelacionarlo todo, del mismo modo que la información se encuentra ligada en la Red” (Noguerol Jiménez 2013a, 25);
c) la búsqueda de una visualidad atractiva que a menudo lleva a los escritores a utilizar elementos gráficos en sus libros;
d) la propensión a construir capítulos muy numerosos y muy breves, ofreciendo al lector una obra fragmentada que hace difícil calificar los textos como recopilación de cuentos integrados o como novela.
El estudio de la representación literaria de formas de transformación y de mutación llevadas a cabo por los personajes ficcionales representa el objetivo de nuestro análisis. Nuestra atención se centrará en la obra del escritor, guionista y editor chileno Carlos Labbé (1977) que con la publicación de Caracteres blancos, en 2011, se estrena en la frecuentación de un género literario que ha ido adquiriendo más solidez en las últimas cuatro décadas: el del cuento breve, que casi linda con la microficción[1]. Se trata de un ‘territorio narrativo’ que no solo ha sido por tradición un espacio fértil para la elaboración de alegorías políticas, sino que ha cohabitado a menudo con la estructura formal del cuento intercalado[2].
2. LA PANTALLA SE VUELVE PÁGINA, Y VICEVERSA
En el estudio de Caracteres blancos nos proponemos, en particular, examinar de qué manera el ejercicio del zapping ejerce su poder sobre el texto escrito, o sea, de qué modo puede utilizarse como una herramienta literaria. Cabe aclarar de entrada que el uso del término zapping que se hará en estas páginas no hace referencia sólo al cambio de canal televisivo, ni a su inmediato antecedente histórico, el cambio de estación radiofónica, sino también a las nuevas modalidades de interacción entre el espectador y el aparato tecnológico: nuevas formas de interacción que surgen en la década final del siglo XX, cuando se afirma la televisión multicanal, cuando los avances en la programación de los videojuegos permiten a los usuarios interactuar con nuevos modelos de tiempos y espacios virtuales, y cuando las posibilidades de interacción se multiplican y se hacen más fluidas gracias al desarrollo de Internet. Este conjunto de factores determina, en una primera instancia, un cambio en los paradigmas de lectura y en las formas de acercamiento al texto (literario y no sólo) por parte del público, tanto en lo que se refiere a los soportes de lectura utilizados (el tránsito del libro en papel al e-book), como en las expectativas acerca de la construcción del texto y el desenvolverse del hilo narrativo (sobre todo en términos de una muy mayor rapidez en la evolución de la trama).
En un segundo momento, los cambios en el cronotopos de las nuevas tecnologías comienzan a afectar también la fase de creación del texto: la posibilidad de ‘cambiar de canal’ en su acepción más amplia (es decir, salir de y entrar a un cierto espacio virtual; acceder a intercambios más o menos fugaces con individuos alejados en el espacio; modificar instantáneamente los escenarios y los contenidos que aparecen en la pantalla, etc.) se transfiere a la escritura. El traslado al campo literario de estas actitudes genera un resultado que es significativo para nuestro enfoque: en la actualidad, existe una serie de procesos que funcionan como una suerte de literaturización del cambio de canal televisivo y que se refleja sobre todo en:
a) los cambios de géneros literarios dentro de la misma obra;
b) la mutación de las voces novelescas;
c) la sustitución improvisa de los escenarios de representación;
d) las inversiones del género sexual de los protagonistas;
e) la desestructuración de orden lineal del tiempo.
La huella de los códigos de cambios televisivos en la narrativa en lengua española resulta clave sobre todo porque remite a una condición de mutación sin solución de continuidad y porque dialoga con la idea de una ‘narración visual’, como si el lenguaje derivado de lo televisivo pudiese trasladarse a una hoja en blanco en que la estructura ecfrástica del texto compagina con la velocidad de la emisión y la continuidad ininterrumpida del programa televisivo. Al analizar la novela El llanto de César Aira, Jesús Montoya Juárez subraya precisamente la marca que la televisión deja en la estructura novelesca del escritor argentino y afirma que
la adopción de los mecanismos constructivos del continuum televisivo se postula en la novela, combinándose la escritura automática y la posproducción posmoderna, como alegoría del cambio de idea que apuntala la poética de Aira pero, pensamos, a la vez, como la expresión de una utopía ecfrásticas, la de apresar el otro semiótico, el lenguaje otro de la televisión, cifrando en ese intento una cierta presentatividadvisual del presente (Montoya Juarez 2013, 160).
El impacto de la televisión (como continuum y como lenguaje que permite la fuga hacia lo visual) y sobre todo de las nuevas posibilidades que proporciona la Red agilizan el zapping puesto que vuelven natural para el sujeto-utilizador, en el plano de la realidad diaria, el cambio de identidad, de historia personal, de tradiciones, hábitos, voz y creencias[3]. A su vez, esta mutación constante se refleja en el ejercicio literario: las nuevas hornadas de escritores llevan a cabo en todos los planos, tal como recuerda Jorge Carrión cuando insiste en que “el cambio instantáneo de canal va a devenir un paralelismo de otros cambios: del país, de idioma, de voz, de géneros. La televisión, Windows e Internet van a dibujar gran parte de las coordenadas principales que necesitamos para entender la literatura contemporánea. [...]. La literatura es tiempo pautado en palabras, por tanto, realidad gráfica mutante” (Carrión 2013, 63). En la narrativa en español de los últimos veinte años, el zapping se hace manifiesto precisamente en las áreas que identifica Carrión, es decir, en los cambios súbitos de tiempo, espacio, de la voz que narra y del género sexual de los protagonistas. Ahora bien, en esta literatura mutante y tecnológica también el receptor desempeña un papel relevante: a causa de estas transformaciones que acontecen en el plano textual, para que el relato siga preservando su coherencia se hace necesario que el lector se encargue del ‘cambio de canal’, o sea, se convierta en un lectoespectador. La colaboración del lector no consiste en introducirse en el texto, sino en ser capaz de seguir, sin perderse, la escritura no lineal, regida por el principio de la mutación que vuelve fluido el texto.
El sentido se encuentra disperso, y quien lee debe saber seguir el deslizamiento de un espacio a otro, de una sexualidad a otra, de una temporalidad a otra, de una voz a otra, según un modelo de lectura por el que “el lector debe surcar elementos fluidos, continuos, que encuentran su sentido no en un lugar preciso, sino más exactamente en su capacidad de atravesar lugares diversos sin perder su esencia” (Mora 2012, 104). El atravesar los lugares distintos al que alude Vicente Luis Mora forma parte de los desplazamientos temporales dentro del hilo narrativo, de los inesperados cambios de escenarios, de la ambigüedad sexual expresada a través del tránsito de un género a otro en el mismo texto, y todos juntos crean una verdadera literatura de la transmutación, en la que el cambio se da a través de estrategias que actúan en el plano de la sintaxis y de la gramática textual y que generan precisamente el cambio de canal. De ahí que sea viable afirmar que “la literatura mutante persigue la migración dimensional. En cierto momento, un modo sintáctico y gramatical se revela como un transbordador interdimensional. Cuando nos damos cuenta, estamos en otra galaxia” (Carrión 2013, 64). ¿En qué términos se hace visible el ‘cambio de galaxia’ en Caracteres blancos? En primer lugar, en una estructura variable del volumen, apoyado en la alternancia entre la forma de novela breve fragmentada y un conjunto de relatos (también breves) intercalados en el texto. Dedicaremos un apartado al examen de la conexión entre la estructura fractal del texto y su composición por fragmentos.
Por ahora importa señalar cómo la relación que se establece entre el fragmentarismo en la composición del texto literario y la cultura del ‘cambio de canal’ heredada del intercambio con la televisión queda patente en el momento en que se considera el mensaje televisivo como un conjunto de inputs informativos desorganizados que necesitan de una labor de reconstrucción y de recolección. El punto de partida de esta mutación que otorga coherencia vendría a ser el hecho de que “la televisión se da en forma de fragmentos, de ruinas. El zapping deviene el instrumento de recolección, que permitirá que las voces reconstruyan lo extraviado” (Carrión 2013, 68). Lo que acontece en el plano literario es que el zapping se refleja en la escritura en un doble plano, o sea, la acción dramática se desdobla y sigue dos recorridos paralelos: así ocurre en Caracteres blancos, un texto que se construye a partir de dos planos diegéticos, uno de los cuales (el de la novela fragmentada) representa el marco dentro del que se desarrollan las historias narradas en el segundo plano. El primer nivel podría verse como una novela construida por fragmentos: en ella, un hombre y una mujer, ambos sin nombres ni señas de identificación, toman la elección de huir de la ciudad (una urbe que tampoco muestra rasgos que permitan colocarla en una topografía dada) y se dirigen hacia el desierto[4]. No llevan consigo nada más que dos botellas de agua y un cuaderno cuyas páginas están escritas en caracteres blancos. La que se presenta como una huida de la civilización urbana se hace manifiesta en el momento en que el personaje masculino
cierra los ojos porque no quiere ver otra vez el reflejo de esos carteles idénticos en el techo, en el suelo, en las paredes, detrás de los asientos, en la ropa de la gente, en sus cuellos, donde sea que mire. Entonces ella le toma la mano, lo empuja sin que se pongan de acuerdo fuera de ese tren, de esa estación, de ese andén, de ese bus, de ese terminal, de ese hostal donde duermen, de ese camino de tierra que nadie usa ya, de ese riachuelo lejano donde empieza el cerro, el valle inhabitado, la vegetación descomunal, el desierto sin nombre donde por fin están solos, ella, él,dos botellones de agua apenas y el cuaderno donde habían escrito con tinta blanca los episodios (Labbé 2011, 14-15).
En la soledad del desierto, bajo el sol inclemente, transcurren sus días en ayunas, leyéndose el uno al otro unos cuentos, o capítulos, o episodios, que han escrito en las páginas del cuaderno. Los relatos que se narran mutuamente representan, en su conjunto, el segundo plano de la diégesis. Se trata de cuentos breves o microcuentos, según se los quiera ver. Cada cierto número de relatos breves, narrados por los dos protagonistas, la lectura del hombre o de la mujer se interrumpe y el lector se ve obligado a volver al primer plano de la diégesis, es decir, regresa a la estructura de la novela fragmentada y se encuentra con apartados del libro titulados respectivamente “primer día de ayuno”, “segundo día de ayuno”, y así seguido hasta el séptimo día. Cuando el salto se da de los minirrelatos a la novela breve, en lector retorna a los apartados en los que se describen las peripecias de los dos tránsfugas entre las rocas y las dunas de arena. La estructura que Labbé otorga a su libro viene a ser, así, la de una colección de breves cuentos intercalados que se inclyuen dentro de una estructura textual (el armazón de los siete días-capítulos en el desierto) que van tejiendo una novela mínima protagonizada por los dos transterrados voluntarios.
En una composición de este tipo destacan dos de los elementos más llamativos de las narraciones contemporáneas, a saber, la propensión a la estructura fractal del texto y el formato breve (o hiperbreve) de los distintos capítulos. La presencia conjunta de estos dos rasgos en Caracteres blancos debe leerse, a nuestro juicio, como una elección nuevamente deudora de la fricción dialéctica entre lo literario y la tecnología: la complejidad en discernir si un cierto texto debe entenderse como una novela o como una colección de cuentos integrados depende de su relación con formatos breves pertenecientes a la esfera de los soportes tecnológicos, es decir, “con el triunfo reciente de formatos como la minificción, los cuentuitos –relatos desarrollados a partir de la plataforma twitter y popularizados por Cristina Rivera Garza– o la narrativa SMS. Estas técnicas de montaje [...] desarman la concepción lineal de tiempo y espacio [...] y potencian los frecuentes momentos líricos integrados en las obras” (Noguerol Jiménez 2013a, 22). No en vano, a propósito de la que Noguerol Jiménez define como ‘técnica de montaje’, en la nota que cierra el volumen Labbé recuerda cómo la estructura definitiva del libro surgió a partir de la reelaboración e inclusión –dentro de un marco narrativo creado a posteriori– de una serie de breves relatos que habían sido publicados en revistas entre 2004 y 2008. El material del que disponía al principio el autor consistía en un conjunto de cuentos temáticamente autónomos para los que hacía falta una interrelación que creara una propuesta narrativa coherente, según un modelo consolidado de enmarcación de piezas aisladas, tal como Dunn y Morris sostienen: “the composite novel is a literary work composed by shorter texts that –though individually complete and autonomous– are interrelated in a coherent whole according to one or more organizing principles” (Dunn y Morris 1995, 2). El principio lógico en el que Labbé se apoya para darle coherencia formal y temática a Caracteres blancos reside en convertir esas piezas textuales aisladas en un coherent whole, o sea, en ubicar dentro de la historia de los dos transfugas los relatos que ellos mismos se van contando. De este modo, cuando los dos protagonistas se convierten en narradores de esas piezas breves intercaladas entre un día de ayuno y el siguiente, actúan como un ‘principio organizador’ del texto y crean un marco discursivo capaz de darle cohesión a los breves relatos escritos en tinta blanca. Comienza, a esta altura, a surgir un conjunto de preguntas que ponen en relación el texto de Labbé con ciertos pasos bíblicos, empezando por la extensión en el tiempo de la fuga: ¿por qué son siete los días? Las inquietudes siguen, pues ¿a qué se debe la elección del desierto?; y también, ¿existe la posibilidad de una lectura interpretativa que remita a las figuras de Adán y Eva que crean su propio mundo? Se retomará este planteamiento en el desenlace; ahora, importa completar nuestras observaciones sobre la estructura formal del texto y su existencia como resultado del poder del zapping.
La práctica diaria y la lectura habitual de textos de rasgos parecidos a los incluidos en Caracteres blancos han demostrado cómo la pertenencia al género de la narrativa breve o ultrabreve resulta independiente tanto de valores cuantitativos (número de caracteres utilizados), como de la unidad estructural y lógica (coherencia y homogeneidad temáticas); esto implica que son otros los elementos que regulan la construcción de un microrrelato, a saber: la unidad, la concisión (o condensación, que se apoya en el uso reiterado de recursos como la elipsis y el mensaje polisémico) y la intensidad. A la luz de las exigencias de concisión que también nos apremian, se centrará la atención en este tercer elemento, por ser el más ligado a nuestro enfoque. La intensidad conlleva la necesidad para el emisor de establecer una conexión empática con el receptor: tal como había afirmado Mora al subrayar la capacidad del lector/espectador de ‘atravesar lugares diversos’, el lector se ve obligado a darles un sentido –con su esfuerzo interpretativo– a los huecos de indeterminación del relato. El microrrleato (y así los textos de Labbé) vendrían a ser una creación literaria in tensa por dos razones: en primer lugar, porque necesitan del lector para que la operación del zapping siga guardando la lógica conceptual del texto aún dentro de los cambios del género, del formato, del espacio tiempo de referencia, de la voz del narrador y del género sexual de los seres involucrados. Y es una creación literaria in-tensa también porque los cambios que acontecen en el plano de la estructura textual (el pasaje del relato marco, o sea, de la novela mínima a los relatos enmarcados) conllevan un cierto grado de indefinición, de ocultamiento de datos, y es precisamente lo que “se silencia, lo que se sugiere o presupone, la ‘materia oscura’, [lo que] tiene un peso mayor que lo que se dice o se muestra; el lector debe obtener, mediante inferencias o recurriendo a su enciclopedia cognitiva, la información que se le ha sustraído” (Ródenas de Moya 2010,190-191). En este punto, en el esfuerzo interpretativo que se exige al lector para llenar los espacios de indeterminación del relato, la colaboración del destinatario del relato se vuelve indispensable puesto que seguir la ficción en su tráfico de género, formato, coordenadas espacio temporales y voces implica entrar en su gramática mutante y confirma que “el hilo conductor, quien asegura la coherencia del relato, es el lectoespectador” (Carrión 2013, 63).
3. FORMAS DE MUTACIÓN EN EL PLANO TEXTUAL
Afirmar que las distintas mutaciones que acontecen en el texto (en su forma, en el género, en la secuencia temporal de los hechos narrados, en la sexualidad de los personajes y en los espacios físicos de referencia) son el reflejo de la pulsión polisémica que caracteriza la literatura contemporánea en español, obliga a reflexionar sobre las ideologías que subyacen a un texto narrativo contemporáneo: la nueva polisemia literaria ya no presenta las mismas connotaciones ideológico-políticas que tuvo en los años del boom hispanoamericano, que se extendió a la época del postboom, y que marcó también, en la orilla atlántica europea, las formas de escribir en la época de la transición española. Frente a la carga política de los textos literarios de aquellos años, se observa ahora una cierta inclinación hacia el travestismo, entendido en los términos de una mutación constante del texto con el objetivo de subvertir el orden aristotélico de las tres unidades que han regido la estructura textual desde la antigüedad clásica. En la edad contemporánea, polisemia y travestismo conviven, y marcan una época
posfeminista y posqueer, [en que] la literatura asume un carnaval después del carnaval. Afterpop. En ella se ha diluido la carga política explícita que definió a los movimientos de los años 60 y 70 (que fueron el contexto de Sarduy, Goytisolo, Puig, etc.) [...] Se ha normalizado la interacción con todo tipo de géneros: textuales, audiovisuales, sexuales. Por eso el travestismo es una de las figuras recurrentes de ciertas literaturas mutantes, porque es una forma de trabajar en la polisemia (Carrión 2013, 66).
En efecto, formas de travestismo genérico y sexual se pueden apreciar en Caracteres blancos: por una parte, tal como ya se dijo, el texto normaliza la interacción entre dos (sub)géneros como la novela fragmentada y el cuento entrelazado, enmarcado en una estructura que es precisamente el armazón del hilo narrativo novelesco. Por otra parte, en la obra de Labbé el travestismo se hace explícito tanto en el plano de la mutación sexual, como en el de la identidad. No se trata, no está de más aclararlo, de unos cambios en la sexualidad o en la estructura identitaria dirigidos a la creación de un espacio textual lúdico, como un juego ritual carnavalesco; ni tampoco se trata de celebrar ninguna adicción al disfraz y a la máscara por parte de los personajes (motivo, en cambio, muy presente en la narrativa de escritores chilenos como José Donoso primero, y de Pedro Lemebel después). Por el contrario, cuando se plantean unas mutaciones de géneros de ciertas figuras de la ficción, estas alteraciones acontecen como actos de desestructuración de la identidad monolítica del ser: tienen lugar tanto en el plano de los relatos-marco, como en el de los cuentos embarcados y ponen de relieve una inclinación por parte del autor hacia la difuminación de toda certeza relacionada con la integridad y la unidad del sujeto.
3.1. DE ENTREMEZCLA DE GÉNEROS: RELATOS BREVES DENTRO DE UNA TRAMA FRAGMENTADA
La estructura formal de Caracteres blancos justifica la inclusión de la obra en la tendencia generalizada en las letras castellanas contemporáneas hacia la composición de obras fragmentadas, cuyo proyecto lógico y cuyo hilo narrativo no se perciben de inmediato, sino que pueden atraparse sólo una vez terminado el proceso de lectura. El iter de creación de una novela de este tipo vendría a ser el resultado de la redacción de distintos fragmentos que, solo en apariencia, guardan una autonomía y una individualidad ajenas a la idea de conjunto. La difusión que esta tendencia ha adquirido en los contextos culturales hispanófonos es subrayada por Lauro Zavala, quien se concentra en la fractalidad de la escritura y subraya como en la tradición hispanoamericana “no sólo existen magníficos textos que merecen ser estudiados [...], sino que además existe una producción literaria relacionada con la serialización y la fragmentación en la que se plantean problemas de una riqueza literaria que está ausente en otras lenguas” (Zavala 2004, 6). Tan frecuente parece esta inclinación hacia nuevas formas de escritura centradas en la fragmentación, que resulta natural plantearse incluso una operación de revisión conceptual que relativice los cánones literarios tradicionales. En particular, cabría reflexionar sobre si al día de hoy lo verdaderamente experimental no consistiría acaso en la redacción de un texto de ficción en el que no estén presentes los rasgos de la fractalidad, de la fragmentación y de la inconclusión, como efectos de la búsqueda de la brevedad y la intensidad. El quiebre con respecto a las normas de redacción de la novela tradicional y la consiguiente alteración de sus expectativas de lectura deben leerse desde la perspectiva de la evolución histórica del quehacer literario, como la consecuencia de una modalidad discursiva que, en el ámbito cultural latinoamericano, había sido deudora del mensaje vanguardista, que veía en la aceleración imparable de los procesos históricos una disgregación de la complejidad del discurso y una progresiva fragmentación de los mensajes. La respuesta literaria ante la imposibilidad de lograr una visión totalmente abarcadora del mundo se había manifestado, después del primer estallido rupturista de las vanguardias históricas, mediante una renovación de los modelos de fragmentaciónen la década de los sesenta (pensemos en el la aparición casi simultánea de novelas como Rayuela, 1963, de Julio Cortázar, Tres tristes tigres, 1965, de Guillermo Cabrera Infante y Museo de la Novela de la Eterna (primera novela buena), 1967, de Macedonio Fernández). Si en la década del sesenta del siglo pasado aquellas novedosas propuestas narrativas, además de asumir una deuda creadora con las vanguardias, habían surgido para ofrecer una respuesta desde lo literario a los cambios sociales y culturales que los países latinoamericanos estaban experimentando en aquella década (el inicial entusiasmo por el éxito de la revolución cubana y el posterior desencanto; los conflictivos procesos relacionados con el crecimiento urbano incontrolado; la progresiva y rápida internacionalización de la economía que iba agrandando la brecha entre los países industrializados y los exportadores de mano de obra barata y de manufacturas de baja tecnología, etc.), al día de hoy, los autores que frecuentan la brevedad, la fragmentación y la inconclusión ya no buscan establecer una relación tan estrecha entre la escritura y las dinámicas sociopolíticas, históricas y económicas de su propio presente: el escritor contemporáneo se tambalea entre la melancólica aceptación de la estrechez forzada de sus horizontes y la esperanza oculta de que el cultivo del fragmento le permita abarcar lo total. Es esta la hipótesis que plantea Francisca Noguerol Jiménez cuando sostiene que
los autores que practican un arte de distancias cortas lo hacen por una mezcla de escepticismo, melancolía y ambición a partes iguales. Escepticismo de lograr una visión holística del mundo –de ahí la melancolía que los atenaza– pero, ambición, asimismo, por llegar lo más cerca posible de la misma, reconociendo que el fragmento y la grieta que este provoca en el pensamiento se acercan mucho más a la visión de la totalidad [...] que los discursos característicos de la aprehensión del mundo occidental, signada por la taxonomización, las dicotomías y el antropocentrismo (Noguerol Jimenéz 2019, 36).
En la estructura conceptual en que se apoya el hilo narrativo de Caracteres blancos, debería entenderse la fragmentación textual como un ‘proceso necesario’ para la construcción de una obra-mosaico, es decir,un texto conceptualmente complejo, cuya coherencia final acaba siendo el resultado de una suma de elementos lógicamente relacionados entre sí, pero desconectados estructuralmente. En esta composición, la anécdota mínima y el detalle apenas esbozado son suficientes para alcanzar la comprensión del mensaje del autor, y esto coloca el volumen de Labbé en el papel de modelo de una forma de escribir desarrollada “atendiendo a la materia –en múltiples ocasiones encarnada en objetos pequeños–y derrocando las explicaciones en favor de las anécdotas, subrayando las grietas y las borraduras expresivas, y practicando el arte de la inconclusión” (Noguerol Jimenéz 2019, 36). La presencia del sustantivo ‘grieta’ remite a los quiebres que resultan de los cambios de canal en la estructura textual: la presentación gráfica del índice de Caracteres blancos ilustra, a nuestro parecer, la voluntad de subrayar la presencia de esa estructura articulada en dos niveles distintos a la que se ha aludido en el apartado anterior. Esta distinción se hace manifiesta gracias al uso de las letras mayúsculas en el caso de los días-capítulos pertenecientes al primer plano de la diégesis.
PRIMER DÍA DE AYUNO, 11
La anfibiología, 17
Vida breve, 23
Capítulos de una novela interrumpida, 35
SEGUNDO DÍA DE AYUNO, 43
Espíritu de escalera, 49
Memorándum, 55
TERCER DÍA DE AYUNO, 63
Variaciones del bosque, 67
CUARTO DÍA DE AYUNO, 71
El propietario de todo, 77
Danza y cadencia de la decadencia, 81
QUINTO DÍA DE AYUNO, 85
Nueve fábulas automáticas, 93
SEXTO DÍA DE AYUNO, 113
Un progreso pitagórico, 119
De las aguas abisales, 129
La fortaleza, 137
SÉPTIMO DÍA DE AYUNO, 151
El cambio de canal que plantea Labbé en el plano estructural –es decir, un texto híbrido que se compone de una suma de fragmentos textuales independientes y a su vez dotados, cada uno, de un sentido propio, si bien enmarcados en una estructura novelesca–representa una modalidad discursiva de fragmentación que adquiere un carácter subversivo en la medida en que se considera la escritura breve y fragmentaria “ya no como un género, sino como microformas que revelan una concepción del mundo” (Noguerol Jimenéz 2019, 35). En este sentido, el fragmento, la brevedad y los saltos de canal no sólo desbaratan la secuencialidad lógica en la que se basaba el orden expositivo de la novela tradicional, sino que guardan también un poder de deslegitimación del narrador en el sentido de que van a afectar la idea misma de comprensión total, como recuerda Juan Armando Epple: “Es una estética que subvierte la concepción tradicional de la novela como un orden secuencialmente lógico, deroga la noción de totalidad comprensiva, o la ilusión de totalidad, y con ello la confianza en la potestad del narrador” (Epple 2000, 2). Veamos de qué manera y en qué medida los ‘saltos de canal’ en el texto de Labbé intervienen también en la disgregación de la posibilidad de la comprensión total.
3.2. DE SEXUALIDADES AMBIGUAS: LOS “CAMBIOS DE CANAL” EN EL NIVEL DEL RELATO MARCO
La primera transformación que acontece en el plano del relato-marco es la que tiene lugar ante los ojos de la mujer; ya entrados ambos personajes en el quinto día de ayuno, la joven se aparta de su pareja y de repente, al ver desdibujarse en la lejanía la figura del hombre,
tuvo ganas de detenerse para oír, para mirar quién hacía esos ruidos alrededor suyo, aunque inmediatamente forzaba la vista y veía en lontananza la figura desnuda, vaporosa, espejada de él que seguía mirándola de pie, muy lejos. [...] La sed estaba de regreso, decidía volver en busca de él, pero entonces la figura desnuda dejaba de entreverse en el horizonte y a su lado ahora él venía caminando, paso a paso, de vuelta. Por un momento solamente: cuando lo miró a los ojos estaba distinto. Siguió caminando sin levantar la vista -no dejó que él la tocara cuando estiraba su mano hacia ellla. [...] Y cuando él habló con palabras supo que era un impostor. [...]. El cuerpo bronceado del impostor se puso delante de ella para impedirle seguir, ahora sonreía con crueldad. -Si vienes conmigo, haré que estas rocas se conviertan en agua. Y el pan. Con los ojos cerrados, corrió tan rápido como pudo, hasta que estuvo lejos, sola (Labbé 2011, 88-89).
El trasborde a “otra galaxia” al que aludía Carrión, es decir, el tránsito que hace que los cambios acontezcan de forma sutil, casi imperceptibles, se realiza aquí mediante la transformación de la mujer en otro sujeto: un ser tentador, de sonrisa cruel (tentación, promesas engañosas y desierto se combinan en una asociación nada casual). La segunda transformación que tiene lugar frente a la protagonista, siempre en el plano del relato-marco, es la que marca un cambio en el género sexual del impostor. Este tipo de cambio es uno de los que caracteriza con más incidencia la etapa del zapping literario en la contemporaneidad: su ejemplo quizás más acabado y paradigmático es el que ofrece Mario Bellatin en El gran vidrio (2007) donde el personaje principal va cambiando de sexo, convirtiéndose sin solución de continuidad en su propia hija adoptiva. En el texto de Labbé, la mujer
se puso de pie para caminar de regreso pero la interrumpió el ruido, la voz del impostor que ahora venía desde la boca de otra mujer desnuda, perfumada y de pelo muy largo que había aparecido a su lado. -Así que te gusta correr. Te propongo una carrera hasta donde está él, y luego veamos si prefiere el sexo contigo o conmigo. [...]. Y la impostora empezó a correr. Ella, en cambio, se quedó ahí sin reaccionar. Solo esperó que la figura se perdiera entre las dunas lejanas y más allá, para seguir paso a paso sin detenerse en silencio, sola de nuevo (Labbé 2011, 88-89).
El momento del tránsito de lo masculino a lo femenino se coloca en el instante en que el impostor comienza a hablar con voz de mujer: obsérvese como se trata de un pasaje de género que se mantiene en el orden de lo difuminado, en el que –sin embargo– del cuerpo vestido se pasa sin solución de continuidad a la desnudez integral. Este pasaje no solo desintegra en el lector la percepción de una sexualidad única y definida, sino que ilumina la carga de erotismo presente en la desnudez y en la sensualidad coqueta del perfume y confirma la presencia de un mensaje que dialoga con la exegesis bíblica. La fuerza erótica de la nueva Eva tentadora que ha surgido de la mutación se hace manifiesta en el desafío sexual que se pone en juego al enfrentar las artes amatorias de las dos mujeres.
Un ‘cambio de canal’ muy parecido a los que tienen lugar ante la mirada del personaje femenino se da también frente a la figura masculina del relato marco. El hombre se enfrenta a una forma diferente de travestismo que, en este caso, borra las distancias entre lo vegetal y lo humano:
Sintió su boca nuevamente, la saliva que afluía y también una voz que le hablaba a través del oído: -Mira esa fruta. Si la comes podrías ser tú de nuevo. No morirías. Volverías a tener la fuerza suficiente para ir en busca de ella a través de las dunas, y luego saldrían de aquí. Él percibió que sobre el tronco del árbol se deslizaba un ser desconocido, una forma viva y alargada que rápidamente se escondía de él apenas se dejaba ver. Pero su voz se escuchaba con claridad. -Pídemela y te la daré. Come. (Labbé 2011, 117).
El tronco del árbol es la superficie por la que se desliza el ser desconocido que acaba de materializarse frente al hombre (aquí reside el primer cambio de canal: de la nada de las dunas surge una forma viva cuya presencia el lector debe aceptar). Pero, este tronco es sobre todo el origen de la tentación: así como, en el episodio de la mujer, el elemento tentador surge del tránsito de la sexualidad masculina a la femenina, del mismo modo, ahora, es el árbol la entidad de donde brota la manzana alegórica del pecado, que se le ofrece al protagonista como alimento salvífico. En este mundo que remite casi textualemte a lo bíblico, en que se dan cambios de sensibilidad, de percepción y de epísteme, el segundo cambio de canal presente en la cita se hace explícito en la inversión de género del sujeto por seducir: esta vez, la manzana del pecado es ofrecida a un hombre. De nuevo, se desestructuran las identidades genéricas monolíticas y lo que importa es que solo es suficiente pedir la manzana: el ser desconocido se la entregará al ser humano –con independiencia de su pertenencia genérica– a cambio de su rendición.
3.3. DE IDENTIDADES CAMBIANTES: LA TRANSFORMACIÓN EN EL PLANO DE LOS RELATOS ENMARCADOS
Pasemos ahora a examinar casos de cambio de canal en el ámbito de los cuentos que los dos protagonistas se narran (ya se ha observado cómo este mismo salto de la armazón novelesca a los cuentos-episodios es también parte del zapping). En el cuaderno escrito con tinta blanca, uno de los relatos más extensos es el que se compone, a su vez, de nueve microrrelatos reunidos bajo el rótulo común de “Nueve fábulas automáticas”, numeradas de 1 a 9, sin otro subtítulo. En el primer microrrelato se narra la historia de un robot azul y gris de latón de cuyo interior una voz metálica cuenta, a su vez, varios relatos: en uno se describe la infancia de un niño bávaro que se dedicó a la construcción de una serie de autómatas con el objetivo de que sus robots ayudaran a sus padres en las tareas del campo. En otro, temáticamente relacionado con el anterior, se narran las peripecias de otro niño del pueblo que, al verse maltratado por su madrastra, se las ingenió para que ésta cayera en un pozo y para que se culpara a los autómatas del accidente. De este modo los dos protagonistas, el niño bávaro y el niño maltratado, acaban convergiendo hacia una misma trama en la cual la gente del pueblo incendia la casa de los autómatas; estos, cobrando vida en medio de las llamas, logran salvar a la familia de granjeros. En este punto, hay un salto en la estructura textual que expulsa al lector del mundo de las historias narradas por el robot de latón y lo coloca en un plano diegético más externo en el cual una niña les pide a sus padres que le compren aquel robot fabulador; cuando el encargado de la tienda se niega a vender el objeto explicando que no se trata de un juguete en venta, la niña “volvió triste al hogar, se durmió y olvidó el robot, hasta que, treina y cinco años más tarde, ciega de ira por no encontrar a su vástago para mandarlo en busca de agua, fue ella misma y encontró la muerte en el fondo del pozo” (Labbé 2011, 93-94).
El ‘cambio de canal’, aquí, es un tránsito que propone al lector un nuevo modelo de temporalidad, incorporando los traslados cronológicos como un ejercicio que el lectoespectador asume como natural: las posibilidades expresivas del relato se ensanchan a partir de un distinto manejo del tiempo. Se va desde los saltos temporales que desplazan al personaje de la ficción de un espacio-tiempo a otro (del mismo modo que el telespectador se mueve de un canal a otro y de una transmisión a otra), hasta abruptos avances en las coordenadas cronológicas que quiebran lo lineal de la narración textual[5].
En el segundo de los nueve microrrelatos reunidos bajo el título de “Nueve fábulas automáticas”, se narra de un hombre, Alfons Klinge, desplazándose desde Washington a New Haven para recibir un doctorado honoris causa por el valioso aporte a los estudios fenomenológicos que sus publicaciones habían significado. De repente, como consecuencia de una insuficiencia cardíaca, el filósofo renuncia a su carrera académica y opta por conducir una vida monástica recluyéndose en un departamento de Detroit. Años después, el hombre muere de un accidente vascular mientras estaba durmiendo: es encontrado solo y desnudo en un departamento completamente vacío, sin cuadros, sin libros, sin herramienta alguna para comunicarse con el mundo afuera. Solo se encuentra en el suelo una nota escrita en alemán:
Desde los cinco años vengo soñando lo mismo. Quiero besar a Uma, pero el barco en el que viajamos está diseñado de manera tal que, cada vez que me dispongo a descender las escaleras hacia la piscina de vapor donde ella tomó un baño, los escalones, el suelo, los muros, las vigas, las tablas y la cubierta comienzan a moverse, a inclinarse y levantarse, a cambiar de lugar [...] a cambiar de color, de forma, [...] ampliarse y cruzarse para que yo quede en la misma posición en la que he realizado todo el viaje: arriba, en lo más alto del barco. Reflexiono que las transformaciones del barco son tan armónicas y funcionales que parecen formar parte de un ser vivo, de un organismo. Palpo con mis dedos el suelo y lo siento caliente, contemplo sus poros, los vellos de los muros, el sudor del palo mayor. Me doy cuenta de que estoy dentro de mi propio cuerpo (Labbé 2011, 96-97).
Lo que se plantea en el fragmento citado es un cambio radical no solo en el modelo de entender la temporalidad (“todo el viaje” remite a una extensión temporal sin límites), sino también en los códigos de representación de la mutación en los rasgos identitarios y de la consistencia material del cuerpo. En el texto, sin solución de continuidad se da un progresivo deslizamiento de la naturaleza inanimada del barco hasta las funciones orgánicas de un cuerpo: en el momento en que el navío se vuelve un organismo viviente que tiene vello, que suda y siente el calor de su propia piel, se hace patente que la transformación del hombre es también la conversión del texto literario en una forma de exploración del cuerpo; es decir, “los textos han ido dejando de ser ángeles asexuados para convertirse en dinámica erótica, en inquisidores de los cuerpos, en máquinas sexuales ellos mismos” (Carrión 213, 64). La exploración del cuerpo que el texto literario plantea hace que la ficción se vuelva una herramienta inquisidora de los cuerpos, vale decir, hace que se reafirme en su rol de literatura mutante que –como sostenía Carrión– “persigue la migración dimensional”. Esta escritura del cambio lleva a una forma de mutación que no afecta solo los rasgos sexuales sino también los de la identidad de los personajes: el protagonista de la ficción –al volverse múltiple y mutante (el barco se vuelve hombre)– genera, en efecto, una indefinición de la identidad[6].
4. BREVE REFLEXIÓN DE CIERRE
A la luz del análisis que se ha planteado en las páginas anteriores, parecería acertado afirmar que el texto de Labbé se coloca en una clara posición de ruptura con respecto de las exigencias estéticas imperantes en Chile todavía en los años que marcaron el cambio de siglo: si a finales de los años noventa la crítica oficial todavía plantea la necesidad de “una narratia lineal, aproblemática y desexualizada, que adhiera a los -ismos en boga, ya asimilados por el orden vigente, y desdramatice la realidad a su antojo” (Collyer 2002, 180), la prosa de Labbé demuestra estar buscando una estructura narrativa capaz de alejarse de lo lineal, de lo simple, para hundirse en la demolición de la trama única y abrazar en cambio “la sucia, inármonica relidad de cada día” (Collyer 2002, 181).
Sin embargo, pese a la evidente busca de una forma de relato que se sustrae a lo lineal, sería una simplificación excesiva afirmar que la producción narrativa de las últimas dos décadas se limita a reproducir textos que incluyen en su propio discurso “las gramáticas provenientes de los otros semióticos de la literatura: hoy la televisión, la fotografía digital, la serie de interfaces culturales o el hipermedia” (Montoya Juárez 2013, 142). ¿Debería acaso entenderse la fragmentación presente en la estructura textual de Caracteres blancos como el reflejo de la complejidad y de la (¿excesiva?) variedad de los mecanismos socioculturales de relaciones y de creación de la cultura que caracterizan nuestro modus vivendi en la contemporaneidad, y que regulan la interacción entre escritura y tecnología? ¿Deberían acaso entenderse los cambios de canal súbitos que marcan la estructura de Caracteres blancos como el resultado filtrado del giro visual que caracteriza la producción y la fruición cultural en la edad contemporánea? Si bien es cierto que las “transformaciones intermediales de la literatura moderna generan zonas particulares de reflexión y resistencia frente a nuestra cultura audiovisual y transmedial, caracterizada por un giro pictorial basado en la reproductibilidad y programabilidad masiva de las imágenes técnicas: fotografía, cine, televisión, internet” (Bongers 2018, 106), no nos parece prudente asumir posturas categóricas. Lo que importa aquí es señalar cómo el fragmentarismo y la velocidad del cambio en la creación artística (y literaria en particular) no pueden leerse únicamente desde el sesgo de una nostalgia apocalíptica por un “pasado mejor”, o sea, solo como el reflejo en el plano literario de la desestructuración del sistema-mundo precedente, unitario, coherente y cerrado. Nos parece que debería desecharse la idea de que los términos ‘fragmentario’, ‘mutante’ y ‘fractal’sean solo adjetivos derivados de una añoranza por el orden vigente en una etapa anterior de la historia social del hombre, es decir, la época de la prefragmentación. Al contrario, todo tipo de ‘cambio de canal’, tanto en la estructura mutante que el texto adquiere, como en las demás manifestaciones de transformismo analizadas, debería interpretarse como el efecto, en el plano de la escritura, de una nueva clase de orden organizado según modelos conceptuales, temporales y estéticos diferentes: es decir, un orden que remite a un sistema complejo, multiforme y dinámico como el actual, y sobre todo ya no fundado en la existencia de una temporalidad lineal.
Se trata, entonces, de ofrecer una lectura del presente que pone de relieve el esfuerzo del escritor por conocer las relaciones que existen entre los objetos, no ya tomados como partes aisladas sino como un conjunto. Sin embargo, estas relaciones no llevan a la identificación de un conjunto organizado, sino que muestran una realidad fragmentada precisamente porque la conexión entre las partes no se da en el plano de la temporalidad, tal como subraya Agustín Fernández Mallo, en su análisis planteado desde la perspectiva del creador:
No se trata de que el jarrón se haya roto y ahora estemos pegando aquellas piezas del jarrón bajo otro orden, sino que se trata de una nueva clase de orden no establecido necesariamente en la temporalidad que hasta mediados del siglo XX organizaba no sólo la historia sino las costumbres y, por lo tanto, la estructura estética, política y moral de las sociedades occidentalizadas y de sus obras. En efecto, quienes elaboramos las así llamadas “obras fragmentadas”, por lo general no tenemos conciencia de crear desde un mundo roto, sino desde un mundo que en forma de sistema complejo y perfectamente coherente se presenta ante nuestros ojos. [...]. Tras haber estudiado los objetos como partes, como sistemas aislados, queremos conocer sus relaciones a través de modelos topológicos, y esas relaciones nos hacen ver las cosas de manera aparentemente fragmentada porque las ligazones no suelen darse en plano temporal (Fernández Mallo 2018, 20).
En fin, la desestructuración de la linealidad temporal conduce a: a) la metamorfosis del texto; b) la difuminación del género (tanto en el plano de su pertenencia a una cierta forma narrativa como en el plano de la transmigración sexual); c) la indefinición de las coordenadas espaciales. Los tres aspectos son el reflejo de la incorporación a lo literario de un ‘nuevo modelo narrativo’: el que procede de las tecnologías de uso diario, a partir del zapping televisivo, hasta llegar a las más sofisticadas modalidades de interacción entre el ser humano y la tecnología del siglo XXI. La nueva posibilidad que los avances tecnológicos le ofrecen al escritor remiten a una conciencia mediática en continuo movimiento, donde el tránsito permanente recrea las condiciones de un escenario teatral hiperpoblado; de ahí que dos operaciones como “cambiar con desparpajo de canal, de género, de ámbito, y narrar con naturalidad ese cambio en el propio texto que estamos leyendo, como si se tratara de una representación teatral” (Carrión 2013,70) deben leerse, en su conjunto, como una doble operación de metamorfosis ya inseparable de una cierta forma de escribir ficción en la literatura contemporánea. Metamorfosis puede ser también reescritura, modificación de un hipotexto: lo demuestra Caracteres blancos, que no solo recupera y reescribe historias bíblicas, sino que en su ejercicio de remitir a ciertos símbolos superpone los cuarenta días de la cuaresma y los siete días de la creación del mundo. Y esto acontece en un universo contemporáneo, ‘sin Dios’, donde, a través de las nuevas tecnologías, el hombre solo puede crear sus mundos (pensemos en Facebook, por ejemplo), ‘cambiar de canal’: estar en todas partes casi al mismo tiempo, sin encontrar asidero concreto en ninguna.
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NOTAS
[1] Carlos Labbé nace en Santiago de Chile en 1977. Su primera novela, Libro de plumas, se publica en la capital chilena por las Ediciones B, en 2004. Tres años más tarde ve la luz la novela Navidad y Matanza por la editorial española Periférica. Es esa misma editorial la que se ocupa de la publicación de su tercera novela, Locuela, en 2009. Ya antes de 2011, fecha de publicación del volumen que se analiza en estas páginas, las tres novelas habían consagrado a Labbé como a uno de los narradores jóvenes más representativos de la promoción de los escritores chilenos nacidos en la década del setenta del siglo XX. Una generación en la cual es posible incluir, sin ninguna pretensión de exhaustividad, a autores como Alejandra Costamagna (1970), Lina Meruane (1970), Andrea Jeftanovic (1970), Rafael Gumucio (1970), Nona Fernández (1971), Álvaro Bisama (1975), Alejandro Zambra (1975), Isabel M. Bustos (1977), Diego Zúñiga (1987), Matías Celedón (1981), Rodrigo Olavarría (1979), Alia Trabucco (1983), Gonzalo Maier (1981) y Esteban Catalán (1984).
[2] Desde el punto de vista cronológico, es interesante observar cómo el género del microrrelato en el ámbito hispanoamericano, si bien presenta algunos precursores de renombre ya en las décadas de los veinte y treinta del siglo pasado (Oliverio Girondo, Raúl González Tuñón o Roberto Arlt), se afirma en el continente sudamericano en los años cincuenta y sesenta, gracias a autores como Marco Denevi y Julio Cortázar: se trata de narradores que Noguerol define “autores cultos, universalistas y reacios a las fronteras genéricas que, conscientes de abrir caminos en el campo de la literatura, constituyen la tríada capitolina de la nueva categoría textual” (Noguerol Jiménez 2008,172).
[3] En el marco de la narrativa chilena contemporánea, la ya mencionada novela La dimensión desconocida, de Nona Fernández, juega con dos aspectos que se relacionan con nuestro enfoque: por una parte, la voz encargada de la narración dice explícitamente que “se imagina algo”, revelando asimismo su presencia autorial en el texto. En realidad, con esta herramienta no logra sino deficcionalizar el texto, sus palabras devienen no menos sino más fidedignas, hasta más “reales”. Lo más relevante para nuestro estudio, sin embargo, reside en que en La dimensión desconocida se cruzan dos dimensiones que pueden verse como propias de la cultura de zapping: la absoluta libertad de quienes cambian de registros, escenarios, décadas como si cambiaran de canal, y el cautiverío de la misma voz narrativa que no puede liberarse de su obsesión por acceder al misterio de quien es capaz de torturar y matar, tal como un adicto no puede dejar de mirar lapantalla.
[4] La elección por parte de los dos personajes de huir del espacio urbano es un elemento de la trama que no solo le permite a Labbé recuperar una cierta tendencia arraigada en la tradición literaria nacional del siglo XIX, sino que remite también a una inclinación natural del hecho literario a lo largo de la historia, puesto que la narrativa de los espacios abiertos es la primera en ver la luz, en la literatura universal (piénsese en los espacios que sirven de escenario tanto a los mitos como a los relatos épicos). Patricio Manns sostiene la primacía del espacio abierto frente al entorno cerrado de la urbe y afirma que “contrariamente a la ciudad y al tiemplo, al castillo y al campo amurallado, a la idea del recinto protector, el espacio abierto y sus atributos no nace: ha estado siempre allí. El espacio abierto es anterior a la novela, que precisamente se inicia describiéndolo, y describiendo al hombre que lo recorre, lo habita y lo trasciende, como lo vemos, por ejemplo, desde las primigenias sagas de Islandia, antecesoras directas de la novela moderna, pasando por el Quijote” (Manns 2002, 199).
[5] Este gesto de incorporar como códigos del discurso literario las sintaxis procedentes de la conciencia mediática es el mismo que se observa en la novela El ingenio maligno (2014) del escritor costarricense Rafael Ángel Herra. En el texto el manejo del transcurrir del tiempo crea una fractura entre el tiempo del relato y el tiempo de la historia: “El hombre aguarda junto al río. La espera es larga, absurda, íntima. Lo acompañan los gritos de la selva. El río transcurre a sus pies anunciándose con un rumor sordo. Pasan las estaciones. Envejece. No ha hablado con nadie” (Herra 2014, 26). Así como la protagonista del cuento de Labbé cae en el mismo pozo al que había ido a buscar a su ahijado, en el relato de Herra la mutación que acontece en el cuerpo de su protagonista se muestra como un proceso que condensa la temporalidad.
[6] Esta forma de indefinición de la identidad es la que cultiva -entre otros- la narradora boliviana Liliana Colanzi, que refleja el correlato de la circulación del tiempo y del cuerpo en el espacio de la ficción en un relato mutante como “Charco”; en el texto, la autora persigue la migración dimensional de la identidad del protagonista, un joven que se ve poseído por el impulso asesino de un indio metaco que poco a poco se fue metiendo en su cerebro: “¿Quien sos? ¿Qué querés? ¿Por que? te has alojado en mi, le hablé. [...]. También quiso saber: ¿quien sos vos? Ya no hay más vos ni yo, de aquí en adelante somos una sola voluntad, dije” (Colanzi 2016, 84).
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