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"La difícil juventud
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Claudio Giaconi, Editorial Universitaria, 1970, 140 páginas

Por Antonio Avaria


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En 1954 este título fue la cifra de una juventud consumida por la desilusión, obsesionada por la sordidez y la muerte, la infancia y la decrepitud de una moral. Era la sedicente Generación del 50, el existencialismo europeo de postguerra husmeado en Chile, la literatura de Kafka y Thomas Mann, Virginia Woolf, Faulkner y Thomas Wolfe. A la vez, era una visión inesperada y penetrante del hombre chileno. Delante de Donoso, Edwards, Lihn, Lafourcade, Giaconi, la crítica no se achicó: mórbidos, apolíticos, asociales, degenerados, payasos, pesimistas de lujo, parricidas. Fue una publicidad excelente y hoy los cultores más tesoneros de esa promoción gozan de máxima vigencia ante el público lector. Es la mecánica general: los solitarios pasan a ser, una generación más tarde, los autores del día.

Giaconi no. Desde aquella fecha fue obcecándose en la construcción de un silencio cada vez más estrepitoso, más insobornable y desalentador. “Una jaula huye en seguimiento de su pájaro”, frase kafkiana que sirve de epígrafe a uno de sus cuentos (inexplicablemente omitida en la edición presente), define en buena parte la personalidad de Giaconi. A todo esto, mientras el escritor huye en persecución de su presa por callejuelas, ventanales y autopistas de Europa, México y Estados Unidos —en esto lleva los últimos diez años— la expresión “la difícil juventud” se convirtió en un bien común del habla de los chilenos: quién no recuerda las portadas de algunos semanarios y el encabezamiento de múltiples artículos.


Paréntesis: Piedra Roja

Apostilla. No titubeo —en esta columna de responsabilidad personal— en calificar de tramposa la alharaca periodística formada en torno al festival de varios centenares de muchachos durante un fin de semana en Piedra Roja. Una vez más toda la prensa —sin excepción de la progresista— mostró su sumisión al órgano más poderoso de Chile y se llenaron primeras planas y espacios hablados con una copiosa enumeración de lugares comunes, ceños en arco profundo y novedades como la responsabilidad de los padres y educadores en la educación de los hijos. Visítense las universidades y asistan —en patios y foros— al crecimiento de una profunda, poderosa y positiva conciencia política, charlen con miles de muchachos y muchachas comprometidos en los programas de participación social de las universidades, examinen el alcoholismo y la desesperanza de la juventud provinciana y rural, abran los ojos ante los niños que en calle Ahumada roban a escape los helados y las carteras de las señoras, cotejen estadísticas de educación y expectativas y el porcentaje de juventud chilena que se encanalla en las cárceles y se comprenderá que Piedra Roja es un falso problema.

Giaconi no fue una cortina de humo. En 1960 —con motivo del ensayo Un hombre en la trampa, Premio Gabriela Mistral— la editorial Zig-Zag lo calificaba como “el único ensayista de la Generación del 50”, y en 1954, al publicarse su volumen de cuentos, Alone había decidido: “Es otra época del arte nacional”. El libro fue Premio Municipal del año siguiente.

Ha sido un acierto de Editorial Universitaria la publicación de esta tercera edición; hecho inusitado para una colección de cuentos. Es también un desafío a la crítica de 1970, la cual, con otro lente que hace dieciséis años, aceptará o rechazará esta obra. El volumen que comentamos incluye una ponencia de Giaconi ante el Encuentro de Escritores Chilenos de 1958 y reproduce —sin el epígrafe y muy recortado (¿por quién?)— el relato “El sueño de Amadeo”, que fuera publicado por Editorial Universitaria el año 59, y traducido con esmero al francés. Dado que se trataba de presentar toda la obra de ficción conocida de Giaconi, ¿por qué no se incorporaron las narraciones —escasas pero valiosas— que el autor ha publicado después en las revistas Finis Terrae, Marcha y otras?

Relectura después de 15 años

Después de Stalin, la guerra fría, Corea, Cortázar, Droguett, Skármeta, mientras sucede Vietnam y Chile acelera su proceso de cambios, la narrativa de Giaconi se mantiene firme en la historia literaria. Cada uno de sus cuentos es una agresión. Voy a contar algunas.

Una agresión a la expectativa llamada cuento. El eje de la narración ya no es la anécdota apasionante, sino el ojo duro y cruel que mira; hay ejemplos —“Paseo”, “Desde la ventana”— que están hechos con nada, como en Chéjov, como en Gogol, pero una presencia que está en el lenguaje, en la anatomía de la abulia, enardece al lector. Giaconi agrede a las cosas y personas “sagradas”; el joven del cuento que da título al libro enfrenta a un sacerdote, pero a diferencia del resto de la literatura chilena, que trata a este personaje con admiración o como corruptor —siempre fuerte—, Giaconi lo muestra bruscamente como un ser frustrado, amargo y vacío; así por lo menos interpreta un lector el gesto súbito, el repliegue de la piel, el dedo en el molar, el sentido del asco excitado por el enfoque. A través de la náusea se advierte que el hombre ha claudicado.


Plaf se murió

Es un narrador que no se ablanda ante la criatura humana. Es una literatura brutal, porque los seres y el héroe mismo de los relatos resultan peleles ridículos. Verdaderamente el mundo no gira en torno de estos hombres, de este narrador. Nadie menos yoísta en este sentido que Giaconi, quien nunca se sirve de la primera persona, ni para admirarse, ni condolerse, ni para elaborar una ficción. Es todo lo contrario del narrador héroe, el gallipavo seguro de su cuerpo y de su voluntad, o el aventurero que corre peripecias sin aliento. El interés no es el protagonista, sino el humillado y ofendido, o el farsante y el hombre de acción en su condición ridícula. A costa de unos pobres seres, el cuento “El conferenciante” despierta una hilaridad cruel; esas páginas —de 1954— nada tienen que envidiar a un episodio parecido de Cortázar, el famoso concierto de Berthe Trépat en Rayuela (1963).

Releyendo a Giaconi, me acordé fuertemente de una versión cinematográfica de El capote (abrigo), basada en Gogol, no recuerdo si fue la francesa o la rusa, pero no la última versión italiana, donde un hombre agoniza en un camastro mientras un vecino —sonrisa demencial, boca abierta y sucia— hace con las manos el gesto del reloj de péndulo, hasta que ¡crac! ha muerto un hombre. Y unos meses atrás hay un grupo cerrado en un puente sobre el canal San Carlos. Pregunto qué pasa y todos están mirando el agua: “Ahí va uno navegando”, me dicen. Se veía sólo la calva con algunos pelos.

Puede justificarse esta última analogía teniendo presente que algunos de estos cuentos —con escenarios y personas específicamente chilenos todos ellos— poseen una respiración propia de la literatura rusa, pero el autor nos convence de que son chilenos.

El lenguaje es seco, casi convencional, a la manera de Kafka, y kafkiano es el esquematismo de las situaciones, la multiplicidad de signos simbólicos del relato. La anécdota es siempre cruda y escueta, impersonal, intemporal. Giaconi prefiere exclusivamente los momentos críticos de las vidas, cuando algo muere en el hombre en virtud de un drama que en ese instante hace explosión, y que el autor fotografía sin que la epidermis de las cosas cambie. Puede ser, en un niño, la conciencia de la pérdida del padre; en un viejo, la aceptación contrastada de sí mismo. En “La muerte del pintor”, Giaconi conduce magistralmente, mediante una conversación diestra y precisa, la inseguridad de un artista joven de pacotilla a la seguridad de su suicidio. Presenta persuasivamente una edad en la cual el conocimiento de una persona puede decidir una vida.

Es notable en este autor su capacidad para desdoblarse, la pericia para novelar, otorgando cuerpo propio, objetivo, a sus obsesiones privadas. No es la obra de un adolescente tardío, sino abierta hacia el mundo de los otros. El escritor se ve en otros pellejos posibles y se ve a sí mismo sin amor.

Por otra parte, en este Oblomov chileno, qué descripción inolvidable de la abulia, la indecisión, la inacción. Aunque asimismo es un caso cabal de voyeur, de mirón con ojos impasibles, duros y crueles, sus aprensiones —hechas personajes de ficción en La difícil juventud— acabarán por tragarse a Claudio Giaconi.


 

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