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Carlos León
El hombre de Playa Ancha


Publicado en APSI, N°274, 17 al 23 de octubre de 1988


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Dicen que el único honor que Carlos León persiguió durante su vida fue el de ser considerado el hombre más friolento de Valparaíso. Se pasaba todo el año en una soleada casa del cerro Playa Ancha, envuelto en chales y bufandas, afectado por catarros eternos, sonriendo de un modo tímido que a veces era burla y otras veces tristeza.

León se murió hace unos días sin el reconocimiento que amerita, porque —aparte de ser un descomunal friolento— contaba con una característica escasamente chilena: escribir sencillo y preciso, como un telegrafista melancólico y sarcástico.

Toda su obra —ocho libros— refiere azares cotidianos: pupitres de liceos nortinos, sueños que no prosperaron, amores divertidos o penosos, trenes que llevan al sur, púgiles de Valdivia, peluqueros de Valparaíso, calles de Iquique y marcas de cigarrillos que ya no existen.

De sus libros El hombre de Playa Ancha (Meridiana Editorial) y Algunos días... (Ediciones Universitarias de Valparaíso), ofrecemos aquí algunos pasajes.

 



Casa de dos puertas

Las casas, como los trajes, adquieren al cabo de cierto tiempo la personalidad de sus propietarios.

Tal ocurría con la de mi amigo N.N., construida ad hoc en la empinada ladera de un cerro, para evitar, según confesión propia, la visita de su suegra, a la sazón enferma de reumatismo.

Era una casa con alma de corredor, pues tenía una puerta en cada extremo. Por ella circulaba una población abigarrada, de curiosos relieves, imprevista: cuidadores nocturnos de enfermos, monologuistas sin contrata, santeros, licoristas, amigos de los perseguidos de toda índole. Mi amigo era dirigente de una organización un tanto excéntrica.

La tertulia resultaba siempre inusitada y novedosa. Todo el mundo podía echar su cuarto de espadas. Se hablaba en forma personalísima de los temas más diversos.

Eustaquio Vera, moreno, taciturno, vivía en estado de permanente indignación. Le gustaba hacer una deprimente biografía del peso chileno, desde aquellos dorados tiempos en que valía veinticuatro peniques. En su desarrollo ladroneaba a todo el mundo. Según sus puntos de vista, el día en que se restaurara el valor del peso a doce peniques, habrían concluido los problemas nacionales. Se le escuchaba sin agrado, más bien por principio.

El dueño de casa, poseedor de una ruda cordialidad, cuando el orador se extendía demasiado solía decirle: Bueno, compañero, está hablando mucho. El interpelado sumíase entonces en un silencio desdeñoso.

Don Juan Erices, sureño, gordito, de mejillas rosadas, tenía alma de cántaro. Discrepaba, dulcemente, con lo establecido, por razones meramente doctrinarias; en el fondo prefería cantar sus propias composiciones acompañándose del acordeón. A este último instrumento le había dedicado un poema titulado Oda a la cuncuna. Aún recuerdo su canción favorita que comenzaba con los siguientes versos: "Dejé un amor en Temuco / y no lo puedo olvidar". Más tarde se hablaba del bimetalismo, de las leyes de Malthus, de la acción directa y, por qué no decirlo, de aparecidos y fantasmas. Pese al carácter pedagógico de las reuniones, este último era el tema favorito.

En la casa de mi amigo no se hacía una tertulia a la manera francesa, tampoco una academia; sin embargo, allí, cada visitante encontraba la posibilidad de decir unas cuantas palabras, de ser tomado en cuenta, de afirmarse, en suma, como ser humano.

 

Nuestras esquinas

Las calles, como las personas tímidas, cuando se encuentran se cortan. Así nacen las esquinas. En ellas radica el carácter de las ciudades.

Nuestro puerto tiene esquinas singulares. La formada por las calles Cochrane y Carampangue tiene dos personalidades, como el Dr. Hyde.

Durante el día es apacible, laboriosa y tan servicial que las personas previsoras, amigas de viajar sentadas, llegan hasta ella para encontrar una cómoda movilización. Después de medianoche cambia, tórnase agresiva, ruidosa y predispone a sus visitantes con la vigorosa ayuda de nuestros excelentes vinos criollos, a recordar agravios antiguos o imaginarios. Del recuerdo a la acción directa existe sólo un paso. Como se trata de un paso corto, nadie deja de darlo. Suelen formarse entonces bataholas descomunales, a las cuales puede ser arrastrado cualquier inocente transeúnte. A esa hora es una esquina realmente peligrosa.

En el ángulo de la Plaza O'Higgins, en que se cortan la Avenida Pedro Montt y calle Rawson, ciertos piadosos oradores, armados de dramática elocuencia, junto con pregonar con rabiosa alegría sus propios pecados exhortan al auditorio a seguir el camino que los libere de los suyos. Otros oradores, menos piadosos, pero tan elocuentes como los primeros, prefieren aligerar los bolsillos de los oyentes a cambio de prodigiosos quitamanchas o herramientas inconcebibles.

La ecuación elocuencia-credulidad, un tanto venida a menos y tan dañina, conserva aún cierto prestigio en esa esquina.

La formada por la intersección de las calles Prat y Tomás Ramos es poderosa y constitucional. En sus inmediaciones, no muy distante uno del otro, pero convenientemente separados, como aconseja la doctrina, dos poderes públicos levantan sus sobrios edificios. En cierto sentido, esa esquina constituye una lección viva y objetiva de civismo.

La formada por las calles Cochrane y Prat es tranquila, burguesa, casi puritana, pues carece de vida nocturna y es esclava del reloj.

Por las noches, las campanadas de este último, el rumor de la ciudad en reposo y los pasos cansados de algún vigilante nocturno son su única compañía.

En nuestros recuerdos siempre existe alguna esquina, pero se trata de esquinas íntimas, privadas. De ellas, como se comprenderá, nada diremos.

 


Injusticia

Don Alberto S..., obrero municipal, encargado del Jardín San Pedro, de Playa Ancha, poseía un corazón susceptible. Se enamoraba, en silencio, de cuanta niñera llegaba a sus dominios. Sin embargo, sus amores nunca pasaban de las ilusiones y suspiros, pues tenía esa timidez que se atribuye a los colegiales.

Al sentirse flechado, invariablemente se acercaba a nosotros, a la sazón estudiantes, y, refiriéndose al objeto de sus ocupaciones, nos decía con alegre convicción: ¡Buena la tonta! ¿No?

La tonta, que no lo era en absoluto, consciente del interés despertado, comenzaba a presumir: se alisaba la falda o le venía una súbita preocupación por el infante a su cargo, al cual propinaba de paso uno que otro pescozón.

Nosotros lo exhortábamos a la acción directa y hasta le sugeríamos un plan de conversación. El se avergonzaba por anticipado; le parecía estar en presencia de su dama y entre gozoso y aterrorizado decía: ¡Me da vergüenza!

Este espectáculo se repetía con frecuencia sin que jamás nuestro amigo pasara de la potencia al acto.

Un día, sin embargo, se atrevió. Quedamos vivamente preocupados. En un sentido muy particular, nos sentíamos curiosamente comprometidos con la aventura.

Volvió pronto, sonriendo sin alegría. —Me fue mal— nos dijo, sin dejar de sonreír. —Se anduvo enojando— concluyó en voz baja.

Ese acontecimiento simple, protagonizado por un hombre simple, nos produjo un inexplicable malestar, pues tuvimos la impresión de haber percibido, por primera vez, un misterioso matiz de la injusticia.

 


Carta de una desconocida

Una desconocida me ha escrito una carta. Dice en ella que es joven y bonita. Sufre y no sabe por qué. Esto último me hace pensar que es realmente joven. A esa edad se sufre a veces de pura exuberancia y felicidad.

Es de una pequeña aldea del sur y carece de amigos. Sólo una que otra muchacha la acompaña al correo de su pueblo, donde concurre para entretenerse un poco, bajo una lluvia incesante, a buscar una carta imaginaria.

Languidece entre un televisor y su madre. Esta última, carente de alegría, vive apagando las luces de la casa.

Me expresa que ha leído alguno de mis libros y los ha encontrado un poco tristes, pero le gustaría que le escribiera cualquier cosa.

Pese a la indudable autenticidad de la carta, he decidido no contestarle. Esta decisión me deja un regusto amargo, como si estuviera cometiendo alguna deslealtad.

¿Pero de qué podría escribirle? No lo sé. Tal vez de viejas y remotas aldeas del norte o del sur, gastadas por el tiempo, con flores y muchachas como flores, condenadas ambas a marchitarse, inexorablemente; las últimas detrás de sus ventanas, donde esperan tejiendo ensueños, como si bordaran sobre el lino motivos inútiles, mientras otean al galán que no vendrá jamás.

A esos lugares dormidos no llega nunca ningún hombre con rostro de novio y por sus calles transita sólo el viento o algún lugareño anciano, pues los jóvenes emigran apenas llegan a la pubertad.

A esas muchachas se les viene de pronto la edad y con ella la resignación con jaleas, mermeladas y tejidos que preparan minuciosamente para el invierno; y por la noches, el recuerdo de enfermedades y decesos de amigos y parientes, y, a veces, el de un joven que las miró encendiéndolas como una lámpara y que, como una lámpara, se extinguió de súbito. Esta frustración, esta vecindad con la nada que las radica en la indefensión, tornándolas carentes de recursos y tribunales donde impetrar sus derechos, como no sea el tiempo, Corte Suprema del olvido, las sitúa en la injusticia, una injusticia mas honda que la de los códigos.

No, decididamente, no le responderé nada; correría el riesgo, si su desazón es verdadera, de ensombrecerla más aún, o de despertar a un sonámbulo.

 


En playa ancha

El primer barrio en que viví cuando llegué a Valparaíso fue Playa Ancha. Había en él personalidades verdaderamente notables. Estaba, desde luego, el Burro, hombre singular, una especie de fakir, pero para el tinto. Cuando alguno de los del lote compraba una botella de litreado que salía picado, o simplemente vinagre y, por añadidura, imposible de beber, el Burro lo paladeaba como si fuera un Cousiño Macul, diciendo:

—No está nada de malo el vinito.

Otra personalidad vigorosa era Vidal, de profesión jornalero, hombre alegre y jocundo, hijo del almacenero del barrio, a quien primero los niños, y después todo el mundo, llamaban don Ricardo Corazón de Piedra.

Un día encontré a Vidal acompañado de su cónyuge, mujer flacuchenta vestida de negro, muy pulcra, con los zapatos excesivamente lustrados, caminando un paso detrás de su marido. Afeaba su rostro una enorme mancha violácea, que protegía su virtud más que un cinturón de castidad.

Vidal juzgó oportuno presentármela. La mujer, consciente de la solemnidad del acto, poniendo cara de circunstancias, me estrechó la mano.

—Claro que la cara no le acompaña mucho— dijo Vidal mirándola con ternura, dando a entender que estaba llena de virtudes morales.

Las Muñoses también eran vecinas del barrio. Lindas y sucias, les gustaba tomar el sol sentadas en la puerta de su casa, mostrando, sin proponérselo, sus bien torneadas piernas, lo que inquietaba a las mujeres casadas, pues las primeras eran bastante desprejuiciadas. Las Muñoses vivían de cualquiera manera, pero lo hacían alegremente.

Todos nos reuníamos en la peluquería del barrio. Allí se jugaba dominó o a la brisca, y se bebía un vinillo tinto espeso de campeche.

Todas las radios tocaban Noche de ronda, cantada por la voz incomparable de Pedro Vargas, y todavía se escuchaba la bellísima voz de Ignacio Corsini cantando El Olvido o Betinotti. Por otra parte, Carlos Gardel interpretaba Vieja recoba o Farabute, mientras nuestro anfitrión dormía a pierna suelta. Las canciones mencionadas y nuestras conversaciones le servían de canción de cuna.

Yo pololeaba con una chica de apellido Díaz, de muslos satinados y rostro de fucsia y un ingenio deslumbrante, mientras la neblina de Playa Ancha, como gasa sutil, lo envolvía todo, limando las asperezas, suavizando los contornos y dulcificando el ambiente.



 



 

 

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