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Carlos León 
Sus viejas amistades

Por Fernando Emmerich
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 26 de Noviembre de 2004

 


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Alfaguara publica las Obras Completas de Carlos León. No es la primera vez que algo así sucede. Había ocurrido incluso en vida de León. Claro está que entonces, como todavía estaba produciendo, esas ediciones eran sólo momentáneamente completas. Menos aún: completitas, como propuso titularlas Claudio Solar (el Profesor Nostradamus), dado lo exiguo de los libros de Carlos León (su primera novela, Sobrino único, tiene 18 páginas, ni una más). Éstas, de Alfaguara, llegan a las 730 páginas. ¡Ni Nostradamus se lo había imaginado! En todo caso, a Carlos León hay que aquilatarlo por la calidad, no por la cantidad. Y con ese criterio debe ser colocado entre los mejores prosistas chilenos.

Allá por las postrimerías de la década del 60 incursionó por estas costas José Miguel Mínguez, profesor español, sobrino de Ramón Sender, que perpetró aquí dos discutibles antologías criollas: una de poesía, otra de cuentos. Para la de cuentos me pidió datos. Entre los que le sugerí incluí uno de Carlos León. Su obra fascinó a Mínguez; gracias a su entusiasta recomendación fue publicada, hasta su totalidad de entonces, por la editorial Bruguera, en Barcelona.

Fue el primer reconocimiento internacional a este escritor tan entrañablemente afincado en Valparaíso, cuyos relatos y crónicas rechazan toda grandilocuencia y toda ampulosidad, no sólo por íntima repulsión de su espíritu contemplativo, ingenioso y sutil, sino además, porque no concuerda en absoluto con los personajes a los que su prosa, fina, grácil, leve, les da vida: modestos oficinistas, funcionarios subalternos, tías solteronas, vecinos amables, allegados, parientes pobres, parroquianos de bares y cafés, políticos provincianos. Seguidos en sus opacas existencias con una mirada melancólica, con un humorismo algo triste: "La vida de tía Enriqueta, como esos calendarios existentes en casas ha mucho tiempo abandonadas, se había detenido en el pasado. En el presente se sentía extranjera. Aparte de nacer, nada importante le había ocurrido".

Pocos escritores chilenos han reflejado con mayor propiedad su mundo narrativo en los títulos de sus libros como Carlos León: Las viejas amistades, Sueldo vital, Retrato hablado, Regreso a casa, Algunos días, El hombre de Playa Ancha.

Con mi mujer lo encontramos una tarde, ocupando, solo, una mesa en el Samoiedo. Nos informó que había estado disfrutando, mientras observaba reflexivamente el ir y venir de parroquianos, garzones y transeúntes, de una taza de té puro y galletas de soda. Pero como nada es eterno en este mundo, filosofó, su taza ya estaba vacía y había acudido el mozo preguntándole si había pedido la cuenta - eran las cinco de la tarde, el Samoiedo rebosaba- , con la evidente intención de que pagara y desocupara la mesa.

Según Enrique Lafourcade, Carlos León "se dedicó toda su vida, como un profesional, a estar enfermo", y vivió "en estado de moribundez crónica". Sin embargo, "como nada es eterno en este mundo", ni siquiera la moribundez crónica, la enfermedad se lo llevó, finalmente, muriéndose con él. Se fue tan discretamente como había vivido. Últimamente, lo sintió Lafourcade, "había estado apagándose".

Dejó sus obras, cada vez más completas. Me atrevería a decir, imitando lo que se afirma sobre Gardel, que este otro Carlos está escribiendo cada día mejor.

Pero sin duda Valparaíso echa de menos su presencia física, su figura, que tan memoriosamente evoca Agustín Squella en el prólogo de este libro de Alfaguara: "Fumaba, algo que él hacía ante todo por estética. Sacaba un largo cigarrillo de su pitillera, pedía fuego y lo dejaba descansar luego entre sus dedos, cerca de un anillo oscuro que llevaba con leve ostentación. La mano delgada, el cigarrillo, el humo y el anillo componían un cuadro del que Carlos León era consciente mientras conversaba con los amigos que llegaban a verlo en el Riquet".

Grande de cuerpo, una negligencia sobria y casi elegante en el vestir, lacio el pelo que con los años se le iría volviendo gris como para ponerse a tono con su genio y figura, aficionado a los relojes - el reloj, corazón del tiempo, como lo definió otro Carlos más, Mondaca; "digo que él estará al otro lado del reloj", ubica ahora a su "pater" su hijo homónimo- , cultivaba también una especie de literatura verbal, conversacional, que no siempre pasó a sus escritos: la de sus ingeniosas y a menudo humorísticas observaciones y los comentarios de pequeño filósofo que le provocaba la contemplación de su pequeño mundo, el de los cafés, las oficinas y las calles de Valparaíso, y que nos hacían ver como por primera vez cosas que nosotros habíamos mirado tantas veces distraídamente. Por ejemplo, cuando reparó en que Valparaíso tenía un recorrido de autobuses que hubiera podido ser utilizado como lema de toda una escuela filosófica: de Los Placeres al Cementerio.

Cuando se reveló escritor, publicando, elogiado hasta por Alone, nada menos, y supimos que Carlos León, radical "en sueño", divagatorio profesor de Derecho y vago abogado de la Caja de Empleados Particulares, "escribía", causó sorpresa. Tuve que leerlo para convencerme. Sí, era cierto. Creo que él, por su parte, me aceptó como colega resignándose a lo que se rumoreaba. Y para sellar la colegiatura, me invitó ritualmente a almorzar en su casa, en Playa Ancha. Al saberlo, amigos comunes que ya habían pasado por esa experiencia me preguntaron:

- ¿A ti te gustan las lentejas?

Contesté que sí.

- Entonces puedes ir tranquilo.

En su casona, después del anunciado plato de lentejas - enviado desde la cocina por una esposa invisible- , conversamos sobre uno de los escritores que más admirábamos: Proust.

Uno de esos amigos comunes, N.N., funcionario de la Caja de EE.PP., atrevidamente incluido por Carlos León en una de sus novelitas - tan peligroso como ser escritor es ser amigo o conocido de un escritor- , tenía una espléndida biblioteca, formada por elegantes ediciones compradas una por una especialmente en la librería de Modesto Parera. Yo le envidiaba sobre todo su estupenda edición de En busca del tiempo perdido. ¡Tenerla! Pero era ya inencontrable en las librerías. Sin embargo la tuve, gracias a que nuestro amigo cayó enfermo y el médico le recetó, además de medicamentos, leer menos y vivir más. Nuestro amigo se lo tomó de una manera medio dostoievskana. Entre las nuevas vivencias que buscó estaban las que giran con una bolita en la ruleta. Vivió las emociones del juego a expensas de emocionantes pérdidas de sus bolsillos. Un día, apurado, me pidió dinero prestado.

Tiempo después, me propuso pagarme parte de la deuda en libros. Que eligiera de su biblioteca. Miré la preciosa edición de Proust, sin atreverme a pedírsela, considerando imposible que alguien se desprendiera de aquella joya por muy endeudado que estuviera. Fue mi propio amigo quien me sugirió que me la llevara. Se lo conté a Carlos León: ahora yo estaba leyendo a Proust de corrido, en esa edición. Mirándome melancólicamente, me reveló:

- Esa edición de Proust era mía. Yo se la vendí a N.N.

Y en seguida me hizo una recuperatoria propuesta en cierto modo coincidente con el libro de André Maurois que yo había descubierto en la curioseada biblioteca de Ennio y Rebeca Moltedo: A la recherche de Marcel Proust:

- Cuando haya llegado ya a El tiempo recobrado, y esté saciado de Proust, y si desea deshacerse de esa edición, yo se la compro.



 



 

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Por Fernando Emmerich
Revista de Libros de El Mercurio, Viernes 26 de Noviembre de 2004