SUELDO VITAL Autor: Carlos León. Santiago de Chile. Ed. Zig-Zag 1964, 192 págs Por Claudio Solar Publicado en Anales de la Universidad de Chile, N°135, julio - septiembre de 1965
Esta obra cierra una trilogía constituida por Sobrino Único[1], Las Viejas Amistades[2] y Sueldo Vita1[3]. El primero, fue "un pequeño libro de memorias, hecho de leves recuerdos, de ligeros apuntes[4]; pero más que nada, "un libro de atmósfera en que lo substantivo está en el aire que circula por él, en la brisa apenas insinuada con que lo pretérito acusa su contorno y muestra su contenido". La pequeña obra es una serie de cuadros de la vida provinciana. Aparece la infancia sola del protagonista, resguardada por unas tías, alguna de ellas a la búsqueda de independencia económica en la que fracasa; su falta de éxito determina en ella una curiosa forma de orgullo. Esta tristeza es el leitmotiv que
ha de acompañar la obra toda de Carlos León. Las Viejas Amistades tiene su escenario en Playa Ancha, Valparaíso. En una peluquería, en un barrio donde la noche "cantaba como un grillo". Un muchacho lleva consigo sus primeros amores y su primer choque con los sentimientos inauténticos —formas de lenguaje y actitudes estereotipadas en el amor— a la vez que constituye su primera escuela vital en esa peluquería donde pontifica don Javier, ser bondadoso, el que ha trabajado siempre "con lo mejor de las personas": "sus cabezas".
Ninguno de los personajes es héroe en las tres obras; no obstante, ellos lo son a su manera. Trascienden una humanidad lenta, acondicionada a una existencia doméstica y cotidiana. Ya sean las tías, el peluquero, un gásfiter, los empleados de una oficina semifiscal. Todos estos seres dibujados por una elemental sátira en la que no se ha perdido la condición de humanidad, tienen su manera particular de ser tristes; se definen por su manera de hablar, por su predilección por una clase de tristeza, por su afición a pequeñas cosas que configuran su mundo pequeño burgués. La tristeza nace del desequilibrio entre la realidad, la atmósfera y sus aspiraciones rezagadas.
El humor se desprende de la situación de sus personajes: ellos actúan como tales, viviendo el papel asignado; no ven más allá de ellos, de la limitación de su mundo sentimental, político, rutinario, doméstico.
El narrador de Sueldo Vital es el verdadero protagonista; es un ser existencial. Hay una tranquila desesperación frente al mundo que lo rodea: un universo que no tiene nada que ver con el paraíso. El escritor no se refugia, en esta novela, ni en el amor, ni en la política, ni en las instituciones, ni en los mensajes; él es sólo como el personaje existencial: un desplazado, que no se queda con nada, un observador, un testigo sobriamente angustiado.
Esta es la novela del empleado particular, o público. Pero es algo más todavía: la historia de un ser humano de nuestro tiempo que, abandonada la adolescencia —en la que se es siempre una esperanza— se encuentra que, en su madurez, es apenas una ruedecilla sin importancia de un grande, tedioso y oscuro engranaje que es una institución pública, una empresa, una oficina, en último término. El hombre con ilusiones, anhelos, amores, luchas sociales, se ha convertido, por último, en un funcionario en donde cada actitud humana que se supone llena de espontaneidad, es desarrollada como un trabajo oficinesco, con afectación, sin convicción alguna. Hasta el amor.
El autor nos sitúa en la atmósfera oficinesca, desde la primera página, donde la vida no tiene más acontecimientos que despachar papeles, pedir dinero prestado cuando llegan los fines de mes, beberse un vinillo amable cuando se recibe el sueldo, hablar de política o deporte, a manera de entretención y, en oportunidades, hasta hablar de amor con una compañera de oficina, en un lenguaje que se ha vuelto falso, inactual, desvalorizado por la hipocresía, desagradable e inútil como un guante demasiado blanco y almidonado.
El protagonista se ha hecho funcionario; alguien, por cierto vínculo, se ha liberado de una especie de compromiso, otorgándole un cargo en el último grado de la Administración. Su trabajo es estudiar expedientes; "debo contestar también parte de la correspondencia. Casi nunca dejo de cometer errores. El jefe acerca mis escritos a sus ojos; a veces cierra uno como si estuviera afinando la puntería. Mientras tanto, dejo de respirar. Si mi carta pasa el severo escrutinio, la firma cuidadosamente y me la entrega con remota displicencia. Al sorprender algún error, expresa su ira en forma cromática, palidece, luego comienza a enrojecer, por último, su rostro ostenta un tono verdoso"[5].
La novela es un mundo completo. Desfilan diversas clases sociales. La clase media está representada por estos empleados, por los asambleístas de un partido; la clase aristocrática se nos muestra en la atmósfera de uno de sus clubes (¿el Club Valparaíso?).
Una canción de bar, entonada por este grupo, lleva en sí la tristeza de una clase en decadencia. La canción —sospechamos que es auténtica— nos revela la dispersión de estos jaguares aristocráticos:
Los jaguares se van ...
Los jaguares se van ...
Unos se van para Santiago,
otros a Viña del Mar.
Los otros se quedan en el Puerto.
Ay, pobres jaguares, se van a morir[6].
La novela de Carlos León muestra una serie de motivos literarios no frecuentes en nuestra literatura. La indignidad, simbolizada por el Reloj Control, que reduce al ser humano a una tarjeta, a una pieza de una maquinaria cuya mejor cualidad es la rutina: "El reloj control al fin de cada día deja un testimonio escrito y sonoro de nuestra ausencia y también de nuestra indignidad"[7]. La huida de la realidad mediante elementos tan simples como una farra, o la aventura de paso con una mujer: "—El sábado pasado me pegué una farra ..." "Había una ñata"...[8]. La falsa austeridad: dentro de la vida pobre, cualquiera de estas aventuras desfinancia el presupuesto; se busca una excusa para estas expansiones: "No toqué un centavo del sueldo, me limité a gastar las horas extras"[9]. No falta el personaje que posee "una orgánica lealtad hacia los jefes". Y la rebeldía que nunca alcanza a materializarse, prolongada sin desembocar en hechos, que no pasa más allá de las palabras, se constituye en una cobardía. El empleado particular, mes a mes,
al recibir su sueldo murmura con pesadumbre: "Esta jodienda no da para más; hay que irse de esta oficina de porquería".
Hay una escena llena de vida, sutilmente animada; es el relato que hace Vega de su compadre, un personaje cínico que encuentra una despreocupada felicidad; ésta se basa en la ingenuidad y buena fe, en el espíritu fraterno y amigable de los demás. Zánganos de la clase media, son felices a su manera y son soportados por sus propias víctimas, que no dejan de celebrarlos como llevados por un curioso masoquismo.
Hay otras escenas relatadas con precisión de elementos, con la evocación fiel de frases; una cierta reminiscencia proustiana en el afán de reconstituir un mundo perdido o que huye, lo que concluye formando un breviario de la decepción. Existe una institución nacional: la Asamblea. Vicio de la democracia, lugar de delectación de los que gozan oyendo sus propias palabras, receptáculo de más iniciativas ingenuas que felices, campo de incubación para los demagogos. Con deliberado humorismo, Carlos León ha calcado una asamblea cuyo resumen fue publicado, hace años, en un diario. Asamblea "genérica", aplicable a varios partidos, nos muestra los entretelones de la vida política, el nepotismo, los chismes y pequeñas intrigas que forman parte diaria de cualquiera oficina pública o particular.
El capítulo V señala la curiosa condición de testigo que Carlos León tiene siempre en sus obras. Está como ausente, no participa casi en forma activa; es el escritor, el gran testigo insobornable de todas las atmósferas, de personajes y ambientes que constituyen la categoría de los seres humanos. Pocas escenas de amor han sido descritas con tanta exactitud y crueldad como la del capítulo VIII. El personaje femenino habla ese lenguaje prefabricado, constituido por muchas frases hechas, exento de espontaneidad, deformado por la afectación: "—Yo soy muy mujer para mis cosas; me gustan las cosas derechas. A un muchacho que una vez pretendió propasarse le dije: "pan pan, vino vino". En la oficina tengo poquísimas amigas, porque una nunca sabe con quién se va a encontrar. Tengo mi línea y de allí no me mueve nadie"[10].
Carlos León tiene un estricto sentido social de su literatura; lo valioso es que esta actitud se produce sin estridencias, sin deformar lo artístico, sino como respiración de vida. Una vez más estamos ante un héroe que se confunde con su medio, con su clase social; su única identificación para sobresalir de este grupo, de esta clase cuyas angustias, luchas y miserias canta, es su personal tristeza. Una tristeza organizada, pulcra, de sobria elegancia. El escritor también nos da a conocer la historia de su "modesta vocación" de novelista; en efecto, nos dice al término de su obra: "Si —pienso— yo también tengo un camino". Y comienza a escribir; pero, por encima de los fantasmas antiguos, como motivo central aparece el
yo dispersado, que aspira a reintegrarse, para salvar de la ruina, la desolación y el caos su propia unidad. Y esto último es la razón por la cual Carlos León se hizo escritor. Lo que ha hecho decir a Alone, a propósito de esta obra que cierra el ciclo novelesco: "Original, atrevido, fresco, inteligente, sobrio, agudo, penetrante, frío, pero sobre un fondo de pasión reprimida, con algo que no se dice, que está entre líneas, jadeante, contenido. Y siempre la observación psicológica, el rasgo preciso, la nota exacta en el mínimum de espacio. No se parece a nadie en Chile: es más refinado, viene de vuelta".
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Notas
[1] Carlos León, Sobrino Unico, Ed. Universitaria, Santiago, 1954, 74 pp. [2] Carlos León, Las Viejas Amistades, Ed. Del Pacífico, S. A., 1956, 94 pp. [3] Carlos León, Sueldo Vital, Ed. Zig-Zag, 1964, 192 pp. [4] Fernando Durán, Sobrino Unico de Carlos León, domingo 21 de noviembre de 1954. [5]Sueldo Vital, p. 36. [6] Op. cit., p. 118. [7] 0p. cit., p. 45. [8] Op. cit., p. 46. [9] Op. cit., p. 46. [10] 0p. cit., p. 177.
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Autor: Carlos León. Santiago de Chile. Ed. Zig-Zag 1964, 192 págs
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