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La raíz y la herida. Notas para leer “Todavía”, de Carlos León

Por Jorge Cabrera Labbé


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I. “Todavía” (1981), de Carlos León, es una novela infinitamente triste. Y la tristeza es una grieta del alma que nos permite, precisamente por eso, saber que el hombre es un ser de alma.

II. Para escribir una novela como “Todavía” se debe, en primer lugar, ser un oyente de los ritmos de la provincia, es decir, de la parsimonia con que las cosas crecen y desarrollan su esencialidad desde una infancia fornida y tutelar hasta su desenlace que, por natural, es saludable, sin sobresaltos que puedan interrumpir dicho ritmo, imperceptible y cauteloso. En segundo lugar, se debe escribir como se habla, honestamente, sin pretensiones desmedidas, disimulando lo más posible el ego, de modo que la escritura no posea otra contextura que la propia respiración, honda y pausada, en que cada párrafo oxigena el alma del que escribe y del que lee como hacen los árboles. Y en tercer lugar, lo más importante: se debe haber vivido. Y en cuanto a vivir… ni los secretos redactores del Antiguo Testamento podrían copar en un puñado de páginas lo que la propia vida ha de mostrar al hombre: que se puede hablar del misterio de la vida y las experiencias que la integran, pero el núcleo experiencial, la ola turbia que remueve a los hombres con sus circunstancias inevitables, es personal e intransferible. Y la literatura, por ende, sólo es actuante cuando es menos una visita de museo que una experiencia: algo que no se fabrica, sino que se padece.

Y la experiencia que origina el mecanismo de la novela, así como intransferible, es universal: el primer beso de la amada —la voluble y apasionada Carmen—, a los ocho años, signo inconfundible del final del paraíso y comienzo del dolor —lo cual no impide que el dolor sea, además, un paraíso para el hombre envejecido, incapaz de efusión alguna. La segunda experiencia universal de la novela es el dolor: Carmen, la niña inquieta, celosa, que por puro capricho se casa con un médico, olvidando a ese muchacho de toda la vida. La tercera experiencia universal: el regreso piadoso de la pasional amada que intenta recuperar el tiempo perdido, y la furia que dicho regreso conlleva en el muchacho defraudado por la vida; la cuarta experiencia universal: la fugaz felicidad de los encuentros furtivos con la amada; quinta experiencia universal: la muerte de la amada y el padecimiento del nihilismo en las entrañas del muchacho, la pérdida de la fe. Luego, el intento desesperado por contener el recuerdo. Porque la novela termina con un todavía que implica un recuerdo difuso, diluido, aunque digerido por el alma y, por consiguiente, un recuerdo que es el estrato primero sobre el cual se yerguen las ruinas del hombre. La novela de Carlos León, en síntesis, implica ese esfuerzo de autoreconocimiento que hace un hombre avanzado de edad, atosigado por el tiempo y la muerte, esa mezcla que va secando al hombre por dentro hasta que le sobreviene una “misteriosa inmunidad”, como si no importara más nada, porque ya nada malo puede ocurrir, ya nada puede ocurrir en absoluto. Y por eso nos atrevemos a decir que el dolor, para el hombre-pasa, es un paraíso perdido.

No es casual que las cuatro novelas de Carlos León sean autobiográficas —en todas ellas, escritas en primera persona, el personaje principal es “Carlitos”—; no es casual que en ella se reincida en la imagen, muy proustiana, de la infancia en que el hombre, atribulado, desasosegado o desesperado, saborea su sensación mortal en la soledad que lo circunda como una cortina de hierro en las proximidades del sueño; no es casual que el tono natural de dichas novelas sea la evocación, para que la memoria pueda atajar sus fantasmas y sus huellas —la segunda novela lleva por título “Las viejas amistades”—; no es casual, por último, que las cuatro novelas culminen con una reflexión que busca perfilar el motivo por el cual se escribe. He aquí las últimas palabras de “Sueldo Vital” (1964) —novela que antecede a “Todavía”—: “por encima de los fantasmas antiguos, como motivo central aparece el yo dispersado, que aspira a reintegrarse, para salvar de la ruina, la desolación y el caos su propia unidad”.

En suma: se escribe aguijoneado por la necesidad de salvación, de salvar los recuerdos que puedan testimoniar nuestra presencia, fugaz, en el mundo. Se escribe porque el tiempo nos atraviesa en un pestañear y nos deja sumidos en un estado de extrañeza, incluso con respecto a nosotros mismos. Se escribe para que la muerte no nos muera, como escribía Anguita. Carlos León, en el contexto de la literatura chilena, es un escritor de la nostalgia.

III. Carlos es un personaje ingenuo, con tendencia a lo naif, al estilo de Hiperión, el héroe de la novela de Hölderlin. Si lee Veinte poemas de amor… es para dotar de una estructura a sus propias sensaciones. Lee a los rusos. Lee a Kafka. Pero, además de sensible, es pícaro, lo cual le confiere relieve, nacionalidad y arraigo. Su única “culpa” —se entiende que aquí no hay culpables— es confiar, a ojos cerrados, en las palabras de Carmen, su compañera de correrías de infancia que, así como es capaz de arrancarle la oreja de una mordida al muchacho, puede decirle con toda la sinceridad del mundo: “nunca te voy a dejar”. Y no lo hace. Años después, revólver en mano, confiesa que iba a matar a Carlos, para luego suicidarse, si éste no respondía a su brutal método de seducción, sólo por cumplir su palabra.

Y pese a todo, pese a la muerte prematura de Carmen —¿puede un accidente automovilístico ser un suicidio?—, infiel al marido que hace las veces de intruso, el de ambos es un amor puro, pues está preñado de infancia. Así confidencia Susana, hermana de Carmen, la dulce Susana, de vicaria personalidad, la tercera en cuestión, quién, el día del matrimonio de Carmen con el médico, tuvo la delicadeza de acudir al cuarto del muchacho humillado, Carlos, a cuidarle menos el sueño que la vida misma. 

Pues bien, ¿qué otra cosa que el amor puede engendrar esa raíz que es la herida que constituye al hombre? Un amor adolescente frustrado, el punto exacto de división entre el niño y el hombre. ¿Y en qué reside la diferencia entre uno y otro? El niño es inocente, a lo más que puede aspirar es a la decepción, pues, para su suerte, es un ser desmemoriado. Pero el hombre… el hombre adquiere memoria y conciencia del tiempo cuando conoce los primeros aguijones del dolor, la angustia. Heidegger ha explicado que la angustia es un estado propicio para el pensar meditativo, para el advenimiento del Ser, pues nos sustrae al tráfago mundano, el ruido de lo cotidiano, y nos pone en la encrucijada de lo que, propiándonos, no es presente, sino presencia, siendo, siéndonos: temporalidad abierta en su fluir. Y si mentamos la analítica existencial heideggeriana, lo hacemos sólo para denotar esa experiencia de lo profundo, en que el dolor de la herida nos otorga la medida del espíritu: nada menos que cuán humanos somos.

IV. ¿Qué otra cosa es la literatura sino una experiencia?... y la más genuina, pues un libro, cualquiera, todos, nos involucran activa, afectivamente, en tanto seres medio adormecidos que van a ser los protagonistas de lo leído, que van a padecer la experiencia. ¿La vida, acaso, no es un libro abierto por un lector desconocido?

Por lo demás, llegar a “Todavía” es una experiencia, pues implica un acto de intimidad que nos aleja del ruido del mercado. A Carlos León, genuino aunque ausente escritor de esa desesperanzada generación que se formó en torno a los acontecimientos del 38 —la masacre del seguro obrero—, se llega como el viajero que llega a la ciudad pequeña, a la provincia, un poco arrancando de sí mismo y de alguna fatalidad, un poco como ejercicio de silencio para volver a reunir las piezas del puzle. Se llega con los ojos y la boca cerrada.

Y en silencio llegan los libros. Una voz suave —la amada, lo cual confirma que la casualidad no existe— me recomienda la lectura de un tirón. “¡Qué belleza!”, dice, para luego comentar: “Tenemos que ir a Iquique; te vas a dar cuenta que el amor de la novela es un amor de norte y mar”. Cosa curiosa, estas palabras de Javiera Montti, pues Ignacio Valente dice lo mismo de Carlós León: un narrador enraizado. Y la raíz se vuelve firme y fértil en los suelos que deben tolerar más el paso del hombre que el peso de los rascacielos. La provincia tiene eso de cuna que permite a las cosas desplegar su sentido, sin brutales interrupciones. Porque lo que nace en la provincia crece acompasado por un tempo particular, opuesto al vértigo de la urbe, carente de tiempo para la raíz. En la provincia la raíz jamás improvisa, desarrolla su ciclo con la naturalidad que requiere el tiempo para templar las heridas, para otorgarles su profundidad. Somos los oyentes del entorno, de su clima espiritual. La gracia del escritor es que, además de ser oyente, debe dialogar con el paisaje: “El verano comenzaba a declinar y la camanchaca, una especie de niebla espesa, cambiaba la faz del pueblo. Se introducía en los ojos, en la boca y en el alma, adornando por las tardes, con bufandas grises, los faroles de la ciudad”.

Quizás aquí reside el secreto del “tono menor” de las páginas de Carlos León. Tono menor que, obviamente, implica una virtud más que otra cosa. Pues para llegar al tono que constituye el relato de “Todavía”, breve, sin arabescos, lúcido, limpio, diáfano, se requiere hablar el lenguaje del viento que lava, por las mañanas, el cielo transparente del norte de Chile, u oír la musiquita que hace la sal de la arena. Espacio ontogeográfico, si se permite el concepto, de los acontecimientos relatados. Es decir, el lenguaje de la novela está templado por el clima espiritual de un paisaje específico: la playa de Cavancha y las adyacencias del Iquique del período de las salitreras. Sería difícil para un narrador de la urbe lograr ese nivel de depuración y desnudez. Un párrafo completo basta para ilustrar dicha economía de medios: “Susana estaba linda y fresca como un pepino”. Y el párrafo siguiente, también transcrito de modo íntegro: “Me recibió con la risa bailándole en los ojos”. Y, con esta breve descripción, nos basta para reconocer la frescura y vitalidad de Susana, que es al paraíso como Carmen, su hermana, es al infierno.

V. Una novela sobre el recuerdo ha de ser en primera persona. Al yo no se le puede temer, pero se le debe domar. El yo que rememora una vida toda situada entre dos todavías: el que inicia el relato y el que lo termina, lo cual indica el tono rememorante y nostálgico de la narración, que así inicia: “Todavía recuerdo al ‘Cotter’, una mañana soleada de Iquique del año 1928…” La novelita termina varias décadas después de ese primer recuerdo, sólo cien páginas más allá, con una impresión semejante, hablando de Carmen, situada cuarenta años atrás: “integrada conmigo, formando una aleación inmune a la muerte que organizó mi juventud, de la que aún me nutro, dándome una identidad, que dura todavía”.

He ahí una “nívola”, al estilo de Unamuno, cuyos requerimientos técnicos tienen que ver con la ausencia de descripciones superfluas, de modo que, mediante unas cuantas pinceladas —Unamuno prefería el diálogo a las intrusiones del narrador— se pudiese enfocar la existencia desde la perspectiva de la muerte y de la fugacidad del tiempo. En la frase breve y expresiva, el llamado “tono menor”, reside el mecanismo temporal de “Todavía”, que comienza con la infancia y culmina en la vejez. ¿Será la fugacidad, y el dolor asociado a ella, la materia prima de ese amor de “mar y norte” que duele, pese lo fantasmal, incluso en el postrer borde, en las lindes de la muerte?

VI. Pero hay más, mucho. “Todavía” es una elegía, experiencial y existencial, en que se va dibujando un rostro múltiple, simultáneo, difuso, parsimonioso. Dicho rostro contiene las facciones de lo perdido. Porque el recuerdo es, ante todo, lo perdido, y lo perdido para siempre, lo irremediable. Pero, lo perdido, ¿no es precisamente el fantasma? El fantasma que, ciertas tardes, duele la cicatriz que dejó; ciertas noches, desvela al memorioso; si alguna lluvia, y se pregunta, como Cendrars, por el dinero inexistente que cuesta esa soga, no otra, la que tiene las medidas del propio cuello; en fin, si un crepúsculo rojo, y entonces el fantasma adquiere carne, huesos, labios, y susurra, porque el silencio, no se olvide, “tiene labios”, al decir de Hugo Mujica.

Luego, lo perdido es presencia, no como la presencia ruidosa de la mundanidad, sino la presencia que se oculta, la presencia que desde su sombra nos guiña un ojo. La presencia invisible. Lo que fuimos, lo que hemos dejado de ser, los otros que no forman parte de nuestra circunstancia, sino que la moldean, como el agua y el sol nutren la semilla; lo perdido que está ahí, constituyéndonos, como el sedimento más secreto y, por lo tanto, el más perdurable, el más eterno, la piedra fundacional de nuestra identidad. Todo esto resuena en el adverbio de tiempo Todavía: la herida que no cierra, porque la herida es el hombre mismo; la herida es la raíz que crece el hombre; la herida es la tumba que adormece, en su postrer día, al hombre.

Todavía es ese recuerdo de adolescencia que ya no palpita en el pecho del hombre envejecido, pero que lo curte.
Todavía es el miedo terrible de ver confirmada, inexorablemente, esa sabiduría popular que aconseja al muchacho la paciencia ante su dolor, porque el tiempo coincide con el olvido. (“Aunque sufra, prefiero tu recuerdo al olvido”, piensa Carlos).
Todavía, en fin, es la temporalidad diáfana, temporalidad que coincide, más bien, con la memoria, depósito desde el cual lo perdido se hace presencia.
Todavía también es el olvido, si por olvido entendemos, como explicaba Borges, esa forma profunda de recordar.

La memoria nada pierde, mas oculta. Esta ambigüedad de la memoria deambula por la novela: la desesperación ante la posibilidad del olvido y la consiguiente extrañeza; eso por un lado. Por otro, la impotencia ante la herida, y la imposibilidad de que acontezca la cicatriz definitiva: el fantasma que habita el alma. 

VII. Los escritores de la generación del 38 —rara vez estas clasificaciones superan lo pedagógico— tienen algo en común: son activistas, participan del debate político. “Viejas amistades” culmina con las palabras: “era el año 38”, haciendo mención a la irrupción de las retóricas políticas y públicas en la subjetividad de los personajes, lo cual implica el vaciamiento de la intimidad. Pero hay otra cosa que emparenta a dichos escritores: casi todos ellos deben lidiar con recalcitrantes crisis existenciales. En particular: la pérdida de la fe.

En “Todavía”, la ingenuidad de Carlos impide que el acontecimiento de negación de Dios, gatillado por la muerte de la amada, sea patético, o puramente intelectual, confiriéndole su justa medida existencial, honda. Piadoso, con un leve temblor en los labios, emparenta al creador con “un jugador que lanza los dados, sin importarle un ardite donde caigan”. “Dios sabe lo que hace”, replica Susana. Carlos se calla la boca, y reflexiona: “Mis propias palabras me habían asustado. No sabía que la muerte no es la peor de las desgracias y que carecemos de facultad para enjuiciar designios que no conocemos”.

¿Qué cosa puede ser peor que la muerte? La muerte en vida, el absurdo, el horizonte vital clausurado por la nada. En “Eloy”, de Carlos Droguett, el absurdo adquiere matices trágicos, pues la muerte es la cazadora infatigable que, una vez alcanzada su presa, la duerme; en este contexto, la única posibilidad del hombre está en la elección del método que ha de emplear la cazadora. En Camus, el absurdo es igual a aburrimiento, a tedio. “El extranjero”, Mersualt, dispara al árabe simplemente porque si, por la inclemencia de un rayo de sol, por inercia. En Carlos, este turismo vital parece el desenlace natural de la edad: “Los calendarios, como los árboles, iban perdiendo inexorablemente sus hojas. Empecé a vivir. Me acerqué a las mujeres, pero al poco tiempo regresaba a mi soledad: las necesitaba mi cuerpo, pero yo no”.

Las pocas probabilidades de éxito que tiene la comunicación entre personas que parecen ruinas más que otra cosa, tópico literario típico de la novela del siglo XX —lo cual, naturalmente, habla mal de dicho siglo.

Y, sin embargo, la nostalgia es un refugio en la casa cerrada y hostil de la existencia. Y se escribe. Se escribe para reconocer el rostro, ajeno, que aparece en el espejo. “Pero en este último tiempo, entre el sueño y la vigilia, como una película fotográfica que comienza a revelarse lentamente, surgen hechos, circunstancias, personas que empiezan a ocupar, como en un rompecabezas, su sitio verdadero y tal una lámpara iluminas regiones perdidas, zonas olvidadas, entre un océano de semanas transcurridas a mis espaldas, y entonces dejo ya de preguntarme, ¿por qué todo esto, por qué, Dios mío?”

Y la respuesta, personal e intransferible: todavía.



 


 

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