Proyecto Patrimonio - 2012 | index | Carlos López Degregori | Autores |




 

 

 

 


 

Emilio Adolfo Westphalen /
Palabras que son la forma más ardiente e imprecisa de la vida

Carlos López Degregori

 

 

 

 

.. .. .. ..  

La identidad y la fuerza de un poema están en la autoridad que transmite. Empleo el término en el sentido de legitimidad y autosuficiencia de una organización de palabras para trascender la materia lingüística y alcanzar ese poder de persuasión que solo poseen algunas obras y poemas. Hay una primera autoridad que podríamos denominar “emocional” y que está vinculada al carácter de necesidad del poema; este surge como un organismo  inevitable,  dueño de un hálito y una intensidad que son percibidos y aceptados por el lector: el texto impone, por así decirlo, su existencia. La segunda tiene que ver con el dominio del lenguaje y se trata de una autoridad formal; el poeta tiene la capacidad de encauzar las palabras para que estas no traicionen el hálito que es el centro del poema y está más allá de los signos lingüísticos. Pocos autores alcanzan esta síntesis y en nuestra poesía podríamos mencionar a dos poetas que pertenecen a un mismo dominio de afinidades. Me refiero a José María Eguren, el explorador de un mundo fantasmagórico y siniestro y especialmente a Emilio Adolfo Westphalen que ha ofrecido una de las obras más legítimas de la poesía peruana del siglo XX.

A diferencia de tantos poetas que se prodigan y recorren en su obra diversos trayectos y experimentaciones, Emilio Adolfo Westphalen aguardó el don del llamado que reclama un texto. A la poesía no se la busca ni es el resultado de un ejercicio continuo; ella es, por el contrario, la encarnación de la autonomía del lenguaje en un cuerpo dueño de su autoridad, pero que es al mismo tiempo frágil y transitorio. Por eso Westphalen concibe a la escritura como una vigilia en “estado de disponibilidad” que aguarda el instante de su manifestación inevitable. “Durante un periodo breve de mi vida ensayé con bastante constancia la experiencia poética”, confesó en “Poetas en Lima de los años treinta”[1], para añadir inmediatamente que lo desconcertante no es el silencio o la renuncia a escribir, sino el ceder a esa actividad.  Esta idea de la “disponibilidad” va unida a la aceptación de ese esquivo llamado cuando él decide acudir. “Escribir un poema es casi como tener un sueño”, aseveraba Westphalen en “Pecios de una actividad incruenta”, texto leído en mayo de 1980, en el Encuentro Internacional de Escritores realizado en México. El sueño es una realidad psíquica que existe fuera de nuestra decisión y control, él irrumpe cuando se desvanece la vigilia y su naturaleza es imprevisible e incontrolable. El sueño, además, proviene de las zonas nebulosas y desconocidas que afloran para imponer su propia lógica y organización. El poeta es entonces, para Westphalen, un intermediario que recoge por un instante esa luz desconocida y casi inabordable y la vuelca en el texto que produce. “Más le es dado y más recibe el autor de lo que él pone”, añade en el mismo texto, recalcando que la actividad creativa es un vínculo,  un abrazo fugaz entre las zonas inefables del inconsciente y el espejismo comunicativo del lenguaje:

Las palabras lo escogen a uno para sus zarabandas (o autos de fe). En la poesía – es sabido – el “médium” está sujeto a los dictados de la Palabra. Aun en la vida corriente – quién no se ha sentido arrastrado a donde él mismo no hubiera osado o no había previsto? Nos extralimitaríamos empero si confundiéramos Poesía con Hado – el Verbo entreoído (a veces encarnado) con semejanzas del destino.

Este poema de Ha vuelto la diosa ambarina revela ese principio que ya hemos mencionado. El poeta es un “médium” y la escritura es el puente que vincula las zonas oscuras de la experiencia y la realidad con la concreción que propone el lenguaje. La misma secuencia de las mayúsculas para ciertos vocablos que anclan el texto revela la personificación de los conceptos nombrados en entidades autónomas y vivas que iluminan un proceso. Es la Palabra que se basta a sí misma para devenir en Poesía y finalmente en Destino. Escribir es así recibir el dictado, merecerlo y encauzarlo aunque esta actualización sea fugaz; esta es la razón por la que la creación poética recusa el Hado, es decir la dirección de una existencia codificada por la presencia permanente de la poesía. Esta solo adviene unas pocas veces y cuando llega nada tiene que ver con la confesión o el itinerario personal. Esta cualidad destaca en la obra de Westphalen y por eso es acertado decir que su escritura es probablemente una de las más despersonalizadas de nuestra tradición; esta singularidad es explicable porque la creación no es autoexpresión ni comunicación, sino el don del lenguaje conferido fugazmente a miembro de la especie humana.

En dos oportunidades Westphalen actuó como médium invadido por la experiencia poética  y sobre ellas han tejido los críticos múltiples suposiciones. Como se ha repetido tantas veces, en los primeros años de la década del treinta, el poeta entregó dos breves colecciones que fueron suficientes para otorgarle un lugar privilegiado en la tradición poética peruana. Las ínsulas extrañas (1933) y Abolición de la muerte (1935) recogen el acatamiento de esa fuerza. “No percibo así bien por qué de pronto fue urgente en mi – de modo impreciso pero imperativo – la necesidad de unir unas palabras para combinar con ellas uno de esos objetos que denominamos poema”, confiesa Westphalen en el texto leído en el Encuentro Internacional de Escritores que venimos citando.

Este testimonio ratifica el sentido autónomo de la Poesía que dicta y mueve a la mano que escribe. Esta es una de las razones para que Westphalen abrazara el surrealismo  como una actitud vital y no como una técnica o una retórica para producir imágenes y textos sometidos al impulso de la escritura automática. El surrealismo fue para él una estructura para reforzar una vida interior y una manera discreta de percibir y estar en el mundo.

Pero el surrealismo de Westphalen, como han señalado varios críticos, está matizado por el discurso de la mística. Los nueve poemas de cada libro - sin título que los identifique, ni disposición espacial, ni puntuación – diseñan un flujo continuo, un largo monólogo en el que no habla el Yo sino el Lenguaje que discurre de lo inarticulado e informe a una plenitud que se araña apenas y que no puede decirse. En la mística el lenguaje enmudece para admitir la vivencia de la divinidad; en los dos opúsculos de los años treinta, el discurso no es enunciado por un yo que pretende decir o comunicar algo, sino por una fuerza ascendente que crece en su fluir incesante, La energía está en el deseo que anula el tiempo y la distancia de los cuerpos y las cosas. Es un viaje que atraviesa la noche para alcanzar ese “no sé qué que se queda balbuceando” de San Juan de la Cruz. Pero en Westphalen hallamos una mística terrena que no persigue la fusión con la divinidad, sino la sumersión en ese profundo mar donde cesan las contradicciones y quedan la existencia y la muerte flotando suspendidas en una plenitud silenciosa. Cuando el lector cierra los dos breves volúmenes se percata de que los dieciocho poemas son las marcas exiguas de ese proceso, sus cenizas como reconoce el autor citando a Reverdy en “Pecios de una actividad incruenta”:

La poesía es a la vida como el fuego a la palabra. Emana de ella y la transforma. Durante un momento, un breve momento, engalana la vida con toda la magia de las combustiones y las incandescencias. La poesía es la forma más ardiente y más imprecisa de la vida. Después, ceniza.

El incendio impuso un largo silencio que se extendió con breves interrupciones casi cuarenta años. En la última etapa de su vida Westphalen publicó Otra imagen deleznable (1980), Arriba bajo el cielo (1982), Máximas y mínimas de sapiencia pedestre escuchadas al desgaire sin certificación de autenticidad por E. A. W. (1982), Nueva serie (1984), Belleza de una espada clavada en la lengua (1986), Ha vuelto la Diosa Ambarina (1988) y Cuál es la risa (1989). Es evidente que todos los poemas de este ciclo constituyen el reverso de Las ínsulas extrañas y Abolición de la muerte, o tal vez la deconstrucción de un decir que buscó en algún momento la plenitud y que ahora contempla, en la madurez, el fracaso del intento. En este sentido representan, fundamentalmente, un acto de ética poética en tanto desenmascaran el espejismo de los poemas juveniles. Tomo de Ha vuelto la Diosa Ambarina lacónicas sentencias que muestran la exigua naturaleza de la poesía: “sonido lúgubre”, “simulación de sortilegios”, golpe mortífero de daga”, “un vació más otro vacío”. Todas estas expresiones repiten la naturaleza exigua y falaz de la poesía y tienen su correlato en la disposición formal de todas estas colecciones. En efecto, el monólogo ígneo, exuberante y ascendente de los textos de los años cuarenta sufrió un proceso de concentración que marcó un retorno a la poesía con un lenguaje pétreo y seco. La preferencia por el poema en prosa refuerza, igualmente, la búsqueda de una forma cercana a la reflexión y el aforismo. Es la voz que ha dejado de contemplar la plenitud del silencio para sonar chirriante desde él o después de él: “Concebir pensamientos de piedra – que se echen al agua y formen ondas – que se arrojen al vidrio y lo destrocen”.

Este breve poema pertenece al volumen metapoético Ha vuelto la Diosa Ambarina y dialoga por su aliento reflexivo con el texto que da título al libro:

Hoy he visto a la Diosa Ambarina – la misma tez de ámbar – sus ojos de llamarada y tiniebla – encarnación de la única y perennal belleza.
Su espléndida Iracundia me abrazó el alma – su belleza funesta se cebó en mi sangre – sus desproporcionados Rencor y Odio me fueron de gloria.
No soy – no seré sino sonámbulo atónito ante la belleza tremebunda de la Diosa Ambarina.
Nada existe – nada puede existir sino la Diosa Ambarina y su Belleza de Medusa arrebatadora y mortífera.

A diferencia de la deidad de Eguren, definida por la perfección y la belleza, la de Westphalen es una figura ambigua y contradictoria. Ella es incendio y oscuridad; belleza perenne y a la vez abismo que contiene tres atributos: la ira, el rencor y el odio. El poema concluye fundiendo en una sola identidad a La Diosa Ambarina con Medusa. Etimológicamente, “Medusa” significa guardiana, la que custodia y en la mitología griega era una de las tres con serpientes en lugar de cabello y que tenía el poder de petrificar con la mirada. En el poema de Westphalen la Diosa Ambarina es la dadora de la Poesía y su fuerza seca y petrifica al que escribe y a los textos que produce. Petrificar al creador es encerrarlo en el silencio – correlato en la existencia de Westphalen; petrificar los textos es volverlos voz sequedad y aspereza. Lejos del flujo del discurso aéreo y acuático del primer ciclo, la visita de la Diosa Ambarina deja ahora osamentas y restos, signos pétreos de un incendio que se persiguió alguna vez, aunque era inalcanzable.

Pero es humano empeñarse en lo imposible y abrazar esa “perennal belleza” que ofrece a algunos pocos escritores la Diosa Ambarina. Westphalen lo hizo entregando esa “forma más ardiente y más imprecisa de la vida”;  por eso lo seguiremos leyendo los próximos cien años.

Junio del 2011  

 


[1] Todas las citas de testimonios y poemas las he tomado de Westphalen, Emilio Adolfo. Poesía completa y ensayos escogidos. Lima: PUCP-Fondo Editorial, 2004.                                                                      



 

 

 

Proyecto Patrimonio— Año 2012 
A Página Principal
| A Archivo Carlos López Degregori | A Archivo de Autores |

www.letras.s5.com: Página chilena al servicio de la cultura
dirigida por Luis Martinez Solorza.
e-mail: letras.s5.com@gmail.com
Emilio Adolfo Westphalen /
Palabras que son la forma más ardiente e imprecisa de la vida
Carlos López Degregori